No sabría decir en qué instante exacto comenzó… quizás fue un suspiro mal enterrado, una sombra que no se disolvió al amanecer, o el eco de un pensamiento que no era del todo mío. Pero lo cierto es que desde entonces hay algo en mí. No camina, no habla, no grita. Solo está. Silente. Constante. Una presencia sin forma que ha hecho de mi alma su morada.
Sus dedos —largos, invisibles— se enredan en los hilos de mi voluntad, y cada día tiran con más fuerza hacia abajo, hacia un abismo sin fondo donde el tiempo es espeso como la brea y cada segundo pesa más que la existencia misma.
Es una melancolía sin romanticismo, una náusea existencial, como si el universo hubiera susurrado que nada importa… y yo lo hubiera escuchado demasiado bien.
Hay días en los que me convenzo de que esta tristeza no nace de mí, sino que ha descendido desde algún plano más allá de la comprensión humana. Como si fuera una entidad antigua, anterior a los sueños, anterior incluso al lenguaje. No es dolor: es una revelación atroz. Es saber —con una claridad inhumana— que todo lo bello se marchita, que todo lo cálido se enfría, y que hasta el amor más puro se diluye en la vasta indiferencia del cosmos.