Desde que tengo memoria, la juventud ha sido una danza eterna, una brisa suave que nunca se detiene, un manantial que nunca se seca. Yo misma, Hebe, hija de Hera y Zeus, he sostenido en mis manos la copa de la vitalidad, del renuevo constante, de la vida que no envejece. Creí por mucho tiempo que mientras mantuviera este néctar corriendo en el Olimpo, la frescura de la juventud jamás conocería grieta alguna. Pero me equivoqué. Incluso la juventud puede quebrarse. Y todo comenzó aquel día en la forja de Hefesto.
Era una mañana inofensiva en el Olimpo. Los murmullos de Apolo, mi Solcito, llenaban mi jardín eterno mientras reíamos y hablábamos de pequeñas intrigas divinas. Como un gesto de cariño de hermana, envié a Hefesto tres jarrones de néctar especial antes de ir a visitarlo formalmente. Él, el herrero incansable, merecía un obsequio simple pero sincero. Jamás imaginé que aquellos jarrones abrirían la puerta a una experiencia que pondría a prueba mi esencia más profunda.
El llamado de Hefesto no se hizo esperar. Mi hermano mayor, siempre tan celoso de su espacio y su labor, quería hablar conmigo en persona. No lo pensé dos veces; me despedí de Apolo con una sonrisa nerviosa y me vestí con varias capas protectoras. Mi hermano, aunque noble, podía ser tempestuoso como los metales ardientes que forjaba. No quería arriesgarme a quemarme con su humor si algo le disgustaba.
Cuando llegué a la forja, el aire era denso. Hefesto estaba sombrío, chispeante de una voluntad dolida que ardía como hierro al rojo vivo. No dudé: me acerqué y lo abracé con fuerza, dispuesta a atravesar ese muro de “yo no necesito consuelo” que tanto le gustaba erigir. Quería que supiera que su hermana menor seguía allí, con el corazón joven y sincero.
Pero entonces todo cambió.
El clima se quebró como cristal bajo un mazo. Un escalofrío reptó por mi piel. Sin previo aviso, una presencia oscura descendió sobre la forja: Fobos, el dios del miedo. No sabía aún quién era exactamente ese joven de rostro frío y voluntad gélida, pero mis sentidos inmortales lo reconocieron de inmediato. Miedo puro. Un dios que no debería rondar entre brasas sagradas ni en espacios de creación.
Me quedé congelada.
Por primera vez, no supe cómo moverme. Incluso cuando mortales me miran con deseo, con pasión o con esperanza, puedo responder, reír o huir. Pero esta vez fue distinto. Este dios desconocido me miró como si pudiera arrancarme la frescura de mi eternidad con solo una palabra. No supe qué decir. No supe qué hacer. Me sentí caprichosa, frustrada... quería hablar con mi hermano, pasar tiempo con él, y este intruso empañaba mi instante.
Pero entonces vi algo que jamás olvidaré: Hefesto, mi hermano mayor, se puso delante de mí, ocultándome con su cuerpo robusto, como si aún fuera la niña pequeña que solía esconderse tras sus piernas cuando las tormentas estallaban en el Olimpo. Mi corazón se encogió. El dios del miedo habló en lenguas encriptadas, de sentidos oscuros, buscando algo de Hefesto, pero su voluntad se encontró con una muralla de fuego y hierro: la de mi hermano, que no permitió que me rozara ni una palabra más.
Creí que era suficiente... pero me equivoqué de nuevo.
Fobos, irritado, extendió su bruma sombría hacia mí. Como una niebla espesa y helada me cubrió, y de pronto todo se volvió vacío. Ya no oía la voz de Hefesto. Ya no sentía la presencia de Hera, que había aparecido para detener el avance de este ser odioso. No veía nada más que soledad. Mi gran temor: quedar olvidada, sin ser amada, sin ser vista. El miedo no era mío... pero me invadía, impostor, cruel, forzando mi alma juvenil a imaginar un abandono que nunca había temido realmente.
Allí, en esa bruma espantosa, supe que hasta la Juventud puede quebrarse. La vitalidad, tan brillante, puede ser empañada si olvida quién es. Me perdí en un instante de debilidad, y esa grieta quedó marcada en mi memoria.
Pero no duró para siempre.
La presencia de mi madre Hera brilló como un faro en el abismo, disipando la niebla con su voluntad invencible. Su abrazo —firme, poderoso— me devolvió a tierra, recordándome algo vital: el miedo impuesto por otro no tiene raíz en mí, no puede germinar si no lo dejo entrar. La bruma se deshizo. La voz de Hefesto estalló con furia, echando a Fobos de su forja por hacerme llorar. Su cólera ardía como el metal fundido que él moldea cada día. Y entre ambos, mi madre y mi hermano, la grieta en mi juventud comenzó a sellarse.
Comprendí, entonces, algo fundamental: la juventud no es invulnerable, pero puede aprender. Puede quebrarse... sí. Puede tambalearse... sí. Pero también puede resistir, sanar, fortalecerse. Porque la vitalidad no es solo eternidad o apariencia; es voluntad de renacer después de la caída. Es recordar que el miedo no es propio, sino ajeno. Y mientras yo recuerde eso, mientras no acepte que el terror es mío cuando no lo es, jamás perderé la frescura que me define.
Por eso la juventud se quebró... pero también aprendió.
Y renació.
Como el brote que atraviesa la piedra.
Como el néctar que nunca deja de fluir.