Cada año, como un pacto silencioso entre la tierra y el cielo, la primavera regresa. Lo hace con su habitual delicadeza, empujando con ternura al invierno fuera del escenario, como una madre que despierta suavemente a un hijo dormido. Pero esta vez no. Esta vez, la primavera se negó a volver.

La primera señal fue sutil: los almendros no florecieron. Los habitantes del valle, acostumbrados al espectáculo de pétalos rosados cubriendo los árboles como una nevada invertida, pensaron que se trataba de una anomalía pasajera. Sin embargo, pasaron los días, luego las semanas, y los brotes seguían cerrados, los campos dormidos, el sol temeroso.

"Quizá llegue tarde", murmuraban los ancianos, revisando almanaques viejos como si en sus páginas pudiera encontrarse una explicación. Pero los más jóvenes sentían algo distinto: una incomodidad en la piel, como si el aire mismo se hubiera congelado en el tiempo.

El calendario marcaba abril, pero los cielos continuaban grises, y el frío no aflojaba su puño. Los pájaros migratorios no volvieron. Los lagos seguían cubiertos por una delgada capa de hielo que no terminaba de derretirse. Los días, aunque teóricamente más largos, parecían igual de sombríos.

Pronto comenzaron a surgir rumores. En los pueblos del norte se hablaba de una "maldición". Otros decían que la Tierra se había cansado de los humanos, de su ingratitud, de su olvido. Algunos lo atribuían al cambio climático, otros a antiguos mitos resucitados. Pero nadie tenía respuestas definitivas.

Fue entonces cuando alguien pronunció su nombre.

Persefone.

No como en la leyenda. Esta Persefone vivía entre nosotros, o eso se decía. Una joven callada, de ojos oscuros como tierra fértil y cabellos de trigo, que caminaba entre los pueblos como una sombra antigua. Nadie recordaba cuándo había llegado, pero todos coincidían en algo: desde que se la vio por primera vez, el invierno ya no se había ido del todo.

Ella no hablaba mucho. Cuando lo hacía, sus palabras eran como semillas: pequeñas, simples, pero cargadas de poder. Un día, al ser interrogada por una anciana del pueblo, respondió sin titubeos:

La primavera no volverá hasta que se me escuche.

Nadie entendió. ¿Qué significaba eso? ¿Una advertencia? ¿Una amenaza? ¿Una súplica?

Algunos intentaron expulsarla, temiendo que fuera una especie de espíritu maligno. Pero otros empezaron a escucharla. Persefone hablaba de equilibrio, de respeto por los ciclos, del dolor de la tierra y del silencio que la humanidad le había impuesto. No hablaba como una diosa, sino como una testigo. Como quien ha bajado al inframundo y ha vuelto para contar lo que vio.

“Cada año,” decía, “yo descendía para recordar el dolor, y ascendía para traer la vida. Pero este año, ya no quise subir. Porque ustedes ya no lloran por lo perdido, ni celebran lo que florece. Todo lo toman, nada agradecen.”

Poco a poco, en los pueblos cercanos, empezaron a hacer algo inusual: se detuvieron. Dejar de correr. Dejar de producir. Dejar de ignorar. Comenzaron a plantar sin esperar cosechas inmediatas. A caminar sin prisas. A escuchar el viento, los árboles, incluso su propio pulso.

Y fue entonces, solo entonces, que un día, un niño vio una flor romper el hielo. Pequeña. Solitaria. Pero viva.

La primavera no volvió con estruendo. No hubo festivales, ni danzas, ni canciones. Solo brotes tímidos, verdes suaves, y una brisa que olía a tierra húmeda. La primavera volvió despacio, como alguien herido que no sabe si es bienvenido.

Porque cuando la primavera se niega a volver, no es ella quien está perdida. Somos nosotros. Y para recuperarla, a veces basta con recordar por qué la necesitamos.

Y pedirle perdón.