Zeus no siempre duerme.
A veces se queda inmóvil por horas, con los ojos clavados en la curvatura del mundo, donde las nubes tocan el mar y los fuegos de los hogares humanos titilan como luciérnagas en la noche.
No mira con el juicio del dios que castiga ni con la expectativa del padre que vigila. Lo hace con la expresión ausente de quien recuerda algo que nunca vivió.
Podría ordenar una fiesta y todo el panteón bailaría. Podría mover un dedo y el cielo abriría sus entrañas para descargar tormentas. Pero en esa hora en que la eternidad pesa más que la gloria, Zeus no quiere nada de eso.
No desea ambrosía, ni tributos, ni mujeres que lo idolatren.
Desea una mesa pequeña, de madera gastada. Un techo que gotee cuando llueve. Un perro viejo que no se asuste con los truenos. Un nombre que no tenga historia.
Porque sí, él es el Cronida. El que destronó a su padre, el que dio orden al caos, el que decidió qué es el tiempo, qué es el deber, qué es la ley.
Pero en su pecho no hay victoria. Hay vacío.
Un hueco que no llena la adoración, ni los himnos, ni los siglos.
Un hueco que a veces, por breves instantes, logra olvidar cuando observa a un anciano acariciarle la cabeza a su nieto o a una pareja discutir por algo tan trivial como si la sopa necesita más sal.
Zeus jamás tuvo esas pequeñas cosas. Nadie discute con él sin temerlo. Nadie le habla sin doble intención. Nadie lo toca sin reverencia.
Quizá por eso su vida soñada no tiene tronos. En ella, camina descalzo sobre tierra húmeda al amanecer. Tiene barba canosa no por edad inmortal, sino por los años que pesan en los huesos. Trabaja en un campo propio, con las manos cubiertas de barro, y regresa al hogar al atardecer, donde lo espera una mujer que no lo llama “Señor”, sino por un nombre simple y tierno.
En esa vida, nadie conoce su historia. Nadie espera que salve a nadie. Nadie le pregunta por guerras antiguas ni linajes divinos. Y cuando se acuesta, lo hace sabiendo que el día siguiente no traerá catástrofes ni decisiones irrevocables. Solo luz, pan, y el sonido de la lluvia si hay suerte.
En el Olimpo, lo observan los demás dioses. Algunos con temor, otros con desprecio, otros con lástima. Pero ninguno lo conoce de verdad. Ni Hera, con quien compartió siglos de una alianza rota. Ni Atenea, tan brillante y justa como él ya no es.
Ni siquiera sus hijos, que heredan su poder, pero no su cansancio.
Porque ser Zeus no fue nunca un privilegio. Fue una carga.
Una armadura que le pusieron de niño, cuando el destino lo obligó a matar a su padre y asumir la forma del orden. Una máscara que se volvió piel.
Pero incluso los dioses se cansan de fingir que no sienten.
Y él, que ha visto nacer imperios y caer civilizaciones, se pregunta si acaso el verdadero castigo de ser eterno no es ver morir todo lo que uno ama, sino nunca haber tenido nada realmente suyo.
Quizá por eso, entre los pliegues del viento, a veces lanza plegarias que nadie escucha.
No son pedidos. Son susurros. Lamentos.
“No quiero ser más el dios del trueno. Quiero ser el hombre de la lumbre, del trigo, del tiempo compartido.”
Y aunque sabe que jamás tendrá esa vida, continúa soñándola.
Porque hasta el último dios necesita creer que, en algún rincón del universo, existe un lugar donde nadie lo conoce… y aun así lo aman.