Observo el amanecer deslizándose sobre los tejados, tiñendo el cielo de tonos suaves, como si el mundo despertara sin saber que su final ya ha sido escrito. Me detengo en los rostros de aquellos que caminan por calles que pronto dejarán de recorrer, sus pasos ligeros, su risa efímera. Me pregunto cómo sería sentir lo que ellos sienten, vivir con la inocencia de quien cree que el tiempo le pertenece.

Si pudiera, me detendría a admirar los detalles que pasan desapercibidos para quienes viven sin mirar. Tocaría la textura de las hojas en otoño, el frío de una ventana cubierta de escarcha. Escucharía la música que se filtra desde los balcones, la sinfonía de voces que cuentan historias en los cafés llenos de vida.

A veces, los veo aferrarse con fuerza a instantes que ya comienzan a desvanecerse, como si supieran que estoy cerca, como si intuyeran que el tiempo no es tan generoso como creen. Me quedo observando esas manos temblorosas que no quieren soltar, esas miradas cargadas de preguntas que nunca serán respondidas. Quisiera decirles que todo lo que han vivido permanece en algún lugar, que nada se pierde realmente, solo cambia de forma.

Si pudiera desear algo, sería sentir lo que ellos sienten cuando se abrazan por última vez sin saberlo, cuando pronuncian un nombre con el peso de todos los recuerdos que construyeron. Sería entender la nostalgia, el amor, la esperanza. Sería conocer la dicha de un instante que no teme su propio final.

Pero solo puedo observar, esperar. Cuando el momento llega, tomo su mano con la misma suavidad con la que un susurro se pierde en el viento. Y entonces, todo se detiene. No hay enojo, no hay resistencia. Solo la certeza de que la vida fue vivida, de que cada instante tuvo su razón, de que el eco de su existencia permanecerá en algún rincón del mundo que dejo atrás.

Sigo mi camino, invisible para quienes aún poseen tiempo, pero presente en cada sombra que proyectan en su andar. Hay quienes me perciben antes de que llegue, en una intuición repentina, en una despedida más prolongada de lo habitual, en una mirada que se llena de significado sin razón aparente. Otros, en cambio, viven convencidos de que la eternidad les pertenece, de que mañana será solo una repetición del ayer.

Si pudiera vivir como ellos, no daría nada por sentado. Besaría con la certeza de que cada contacto es una oportunidad única, reiría con la fuerza de quien sabe que cada carcajada es un milagro fugaz. Guardaría en mi memoria los nombres de aquellos que dejaron su huella en mí, como si fuesen estrellas que se niegan a apagarse.

Pero no puedo. Mi destino no es vivir, sino esperar. Ser la presencia que acecha sin ser vista, la brisa que pasa desapercibida hasta el último instante. Y aunque nunca podré disfrutar la vida como ellos, quizá, al final, cuando todo se ha desvanecido, soy yo quien guarda cada uno de sus momentos, quien atesora sus historias, quien conserva en su silencio la prueba de que alguna vez existieron.