El fuego ya no ardía. Solo quedaban brasas opacas, jadeando su último calor contra el viento subterráneo.

Nairis permanecía sentada, en cuclillas sobre una roca lisa al borde de una grieta sin fondo. Su capa apenas se movía. Los sensores del Corredor Vacío en sus piernas vibraban levemente, detectando actividad a kilómetros bajo sus pies. No dormía. Dormir en el Sexto Estrato era como entregarse voluntariamente a un sueño ajeno.

No estaba sola.

— ¿Sabes lo que me gusta de ti? — Dijo una voz, sin boca, sin aire. —. Que siempre luchas por recordarte que eres algo más que hueso y quietud. —

Nairis no respondió. Su rostro no se alteró. Sus ojos, sin pestañear, se perdían en el abismo que tanto había cartografiado y que, aun así, seguía escapando de todo mapa.

— Tanta disciplina... tanta negación... — La voz cambió de tono. Ya no era solo sonido. Era una textura, un roce detrás de sus pensamientos. Una lengua invisible lamiendo los bordes de su conciencia. — Pero yo te conozco. Yo te soñé. Y en ese sueño no eras humana. No lo eres ahora. —

Una figura emergió en su visión periférica. Alta. Demasiado parecida a ella. Pero su piel era negra y translúcida, como obsidiana húmeda. Su cabello se retorcía solo. Y sus ojos… sus ojos eran idénticos, pero al revés: pupilas blancas sobre fondo negro.

—¿Qué eres? — Susurró Nairis, sin mover los labios. No era una pregunta real. Era una costumbre que aún no moría.

— Soy lo que quedó cuando todo lo demás te abandonó. Lo que quedó cuando perdiste tu fe. Tu calor. Tu nombre. —
— Soy el pulso entre tus huesos cuando ya no tienes sueño. —
— Soy tu sombra cuando no hay luz. —
— Soy la prueba de que ya no necesitas volver. —

La figura dio un paso. Pero el suelo no respondió. Era como si caminara dentro de la propia visión de Nairis, no sobre el terreno. Algo mental. Algo íntimo.

— Dices querer respuestas. — Continuó. — Pero ¿qué vas a hacer cuando descubras que todas ellas llevan de vuelta a mí? Que tu Silbato Blanco se formó con lo que soy. Que yo fui tu ofrenda. Que tú... fuiste mi cuna. —

Nairis cerró los ojos.

Un error.

Detrás de sus párpados, la criatura tomó otra forma. La de una niña que una vez acompañó en una expedición. Muerta. Irrecuperable.

— ¿La recuerdas? — Susurró. El tono era maternal, cariñoso, completamente desprovisto de empatía. — Fue hermosa la forma en que gritó. Tú también gritaste. Pero luego dejaste de hacerlo. Me dejaste entrar. Nos hicimos una. —

Las manos de Nairis se tensaron sobre su arma. Pero no la levantó. No serviría de nada. No contra algo que vive en su interior.

— No eres mi Dios. — murmuró.

— No. — La figura sonrió con una boca que no debería existir. — Soy tu reflejo. Y te amo más de lo que el mundo sabría permitir. —

Silencio.

Luego, solo el crujido distante de una criatura abisal pasando entre las rocas.

Nairis se incorporó sin hacer ruido. El momento había pasado. El monstruo en su mente se desvaneció como una sombra despegada de su dueña.

Pero su voz aún flotaba, sin eco:

“Algún día dejarás de luchar. Y ese día… por fin te vas a parecer a mí.”

Nairis caminó. El fuego muerto no dejó rastro.