El hogar se volvió silencio cuando esa persona se fue.

Atropos no comprendía del todo lo que los mortales llamaban sentimientos. No amaba, no lloraba, no se dolía. Pero conocía el frío. Ese que no nace del clima, sino del vacío.

 

Ese frío que se instala en las paredes, que hace temblar la madera y convierte la luz en un espectro pálido. Ese frío que deja una ausencia marcada en los objetos, en los rincones donde antes habitaba una risa, un gesto, una presencia.

 

Atropos no soportaba el tacto. Lo evitaba con la precisión de quien conoce la fragilidad de los hilos. Pero esa persona… esa era diferente. De ella aceptaba el roce, la cercanía, el contacto. No por debilidad, sino porque su existencia no era una amenaza: era calor.

 

Ahora, sin ella, ni los hilos tiemblan.

La casa sigue igual, pero no tiene vida.

Todo lo que alguna vez se sintió tibio ha sido reemplazado por un silencio espeso, por un aire quieto, por ese frío que no se puede nombrar.

 

Y aunque no lo sepa decir, aunque no tenga palabras humanas para explicarlo, Atropos desea ese abrazo.

Ese único que no la agobiaba.

Ese único que no volverá.