El último recuerdo con humanidad fue el golpe.
Venía de correr, como cualquier tarde. El aire fresco, el ritmo constante de sus pasos, el latido acompasado en sus oídos. Aquel vecindario era seguro, lo conocía bien. No había razón para temer, mucho menos mientras hacía lo que más amaba: correr. Le apasionaban los maratones, superarse, sentir el ardor en los músculos. Pero unas cuadras antes de llegar a casa, lo inesperado ocurrió.
Un golpe seco. Oscuridad inmediata.
Nada más.
Lo siguiente fue el frío.
No el frío del aire, sino el de la tierra sobre su piel.
Despertó en un cementerio. Sola. Semi-enterrada. Su cuerpo cubierto de tierra húmeda, sus ropas sucias, la cabeza aturdida. La luz del sol era apenas un resplandor en el horizonte, pero bastó para que su piel ardiera como quemada. Escarbó torpemente y se levantó.
Confusión. Silencio. Hambre.
No sabía quién era. No del todo.
Recordaba su nombre, su casa… pero todo se sentía ajeno. Las calles que conocía ahora parecían más vivas, más ruidosas. El crujido de las ramas, los pasos a lo lejos, los corazones latiendo…
Todo dolía.
La vista era demasiado clara. Los sonidos eran cuchillas. Y un vacío desconocido quemaba en su garganta.
Caminó hasta casa. Instintivamente. Como guiada por el recuerdo del hogar.
La puerta se abrió y su madre, con lágrimas en los ojos, la abrazó de inmediato. La llenó de preguntas, desesperación, alivio…
Pero Esme no respondió.
Sus brazos colgaban a los lados.
Miraba al frente. No entendía. No sentía.
Solo obedecía. Como un autómata.
Los días siguientes fueron peores que el despertar.
La luz la hería. El hambre se intensificaba. Sus sentidos la torturaban. Llegó a lastimar sin querer. A temblar de miedo de sí misma. Se encerró. En su cuarto, en su mente. A solas con esa sed y un cuerpo que ya no reconocía.
Ahí murió la Esme de antes.
Y nació algo más.