La lluvia caía sobre Osaka con la ferocidad de una tormenta que no conocía la misericordia. Las calles brillaban con los reflejos de los neones, y el hedor de la humedad se mezclaba con el tabaco y el alcohol de los callejones. Shōma tambaleaba entre las sombras, la sangre seca pegándose a su camisa rasgada. Su última apuesta había sido un desastre. Otra vez.

Se dejó caer contra la pared de un templo viejo y silencioso, un rincón olvidado entre la ciudad que nunca dormía. El sonido de unas sandalias resonó entre la lluvia. Cuando alzó la vista, un monje de avanzada edad, con una sonrisa enigmática y un bastón gastado, se inclinó ante él.

—El viento lleva a los errantes a lugares inesperados —dijo el monje, observándolo con ojos que parecían ver más allá de su piel.

Shōma soltó una risa amarga.

—Si el viento tiene un sentido del humor, me odia.

El monje sonrió con paciencia y se sentó a su lado. Sacó un pequeño amuleto de su manga: un nudo rojo con un pequeño talismán de madera atado en su centro. Se lo ofreció con calma.

—Este amuleto es para los que han apostado demasiado contra el destino —dijo—. No te dará suerte, pero te recordará que la suerte no es más que la sombra de tus decisiones.

Shōma frunció el ceño.

—No creo en esas cosas.

—Y sin embargo, estás aquí —respondió el monje con un tono divertido—. Guárdalo. No para confiar en él, sino para recordar que la fortuna nunca está en los objetos, sino en las manos que los sostienen.

Por alguna razón, Shōma tomó el amuleto. Era liviano, pero sentía un peso en él. Un peso distinto al de sus deudas, sus fracasos o su suerte de perro callejero.

Cuando miró de nuevo, el monje ya no estaba.

Desde entonces, el amuleto nunca ha tocado una mesa de apuestas. En un mundo donde había jugado con todo, ese pedazo de madera y nudo rojo seguía siendo su gran objeto sagrado.