En el Olimpo, donde los egos chocan como rayos y las disputas pueden durar siglos, hay una relación que destaca por su agilidad, su ingenio y su inesperada ternura: la de Zeus, el rey de los dioses, con su hijo Hermes, el dios mensajero, ladrón profesional, embaucador oficial del panteón y eterno bromista.

Hermes nació de una relación entre Zeus y Maya, una de las Pléyades. Desde el primer momento, supo distinguirse de los demás hijos de Zeus, no por su fuerza, sino por su irreverencia. El mismo día en que nació —literalmente el mismo día—, Hermes robó el ganado de su hermano Apolo, inventó la lira con el caparazón de una tortuga y logró no ser castigado, sino recompensado. ¿Cómo? Con palabras dulces, sonrisas astutas y una capacidad innata para salirse con la suya. Era el único capaz de sacar una risa a Zeus mientras todo el Olimpo lo miraba con horror.

Zeus, que había engendrado guerreros, vengadores y reyes, encontró en Hermes algo diferente: un reflejo de su lado más astuto, más oculto. El Zeus que había vencido a los Titanes con fuerza bruta reconoció en Hermes al Zeus que había ganado batallas con palabras, alianzas y giros del destino.

Hermes no era un hijo obediente, pero sí uno leal. A su manera. Mientras otros hijos desafiaban la autoridad o buscaban poder, Hermes simplemente hacía lo que quería… y terminaba ayudando a su padre sin que este se lo pidiera. Fue Hermes quien bajó al Inframundo a guiar almas, quien llevó mensajes entre dioses en tiempos de guerra, quien rescató a Ares de cadenas imposibles y quien llevó a Odiseo a Circe.

Para Zeus, Hermes era su sombra ligera, el susurro en la sala, el que llegaba cuando nadie más se atrevía. En él depositaba tareas imposibles porque sabía que Hermes no las vería como deberes, sino como juegos. No confiaba en su fuerza, confiaba en su improvisación.

Y, aunque a veces fingía fastidio por sus bromas, Zeus jamás lo castigó. ¿Cómo castigar al único que, en medio de la tormenta, podía hacerlo reír? Hermes era como un relámpago: impredecible, pero siempre iluminando algo que otros no podían ver.

Lo que los unía no era una relación típica de padre e hijo. Era una alianza, una complicidad tácita entre el rey y su espía, entre el dios del trueno y el dios de los pasos silenciosos. Hermes no necesitaba sentarse a los pies de Zeus para ser aceptado. Ya era parte de su mente, de sus planes, de su confianza.

Incluso en los momentos más oscuros, cuando el Olimpo se dividía, Hermes era el único que podía hablarle a Zeus sin temor, con descaro, con burla... y aún así ser escuchado.

Zeus jamás dijo que Hermes era su favorito. No hacía falta. Hermes nunca necesitó el trono, porque tenía algo más raro: la libertad de moverse por todos los reinos, con la bendición implícita de su padre. Y eso, en un mundo donde cada dios luchaba por territorio y autoridad, era el verdadero privilegio.