Esa noche, el silencio entre ellos fue distinto, no fue hostil, ni siquiera tenso, Solo... era denso, cargado, como si las palabras no dichas pesaran más que cualquier frase pronunciada. Kari estaba sentada en el suelo, frente al fuego, con una manta sobre los hombros y una taza de té humeante entre las manos observándolo de reojo. Durmir —o mejor dicho, Alduin— afilaba una daga con la misma calma de siempre, como si nada hubiese ocurrido, como si no acabara de revelar el secreto más prohibido de los tiempos antiguos, como si no hubiera reducido a cenizas los libros que mencionaban a su padre.
—No has dicho nada desde que regresamos —murmuró ella al fin.
—Tú tampoco —replicó él, sin apartar la vista de la hoja.
Kari frunció el ceño, se mordió el labio, luego suspiró.
—Estoy tratando de no perder la cabeza. Supongo que eso debería darme puntos, ¿no?
Él alzó la vista, una ceja arqueada.
—¿Esperas una medalla por no salir gritando “¡el fin se acerca!”?
—Bueno, sería comprensible si lo hiciera. ¿No crees?
Él esbozó una sonrisa seca.
—Tal vez. Pero sigues aquí. ¿Curiosidad? ¿Estupidez? ¿Algo más… masoquista?
Kari bajó la mirada a su taza.
—No lo sé. Tal vez... no quiero juzgarte por lo que dicen los libros, tal vez quiero entender quién eres ahora, no lo que fuiste, o tal vez soy tonta, y me caerá un rayo por pensar así.
Durmir guardó silencio unos segundos. Luego soltó una risa breve, apenas un murmullo.
—No eres tonta. Solo... ingenua, y a veces, eso es peor.
Kari volvió a mirarlo, algo en su rostro parecía más humano, no amable, no cálido... solo más real. Como si se hubiese desprendido de una capa de sombra.
—¿Y qué eres ahora, Durmir? —susurró—. ¿Un castigo con forma de hombre? ¿Una historia andante? ¿Un fantasma que aún respira?
Él no respondió de inmediato. Bajó la daga, contemplando las brasas.
—No lo sé. Me arrancaron del cielo, me despojaron del tiempo, y me dejaron aquí... en un mundo que detesto, pero aún respiro, aún siento, a veces… hasta me río, aunque sea de ti.
—Gracias, supongo —respondió ella con ironía, pero sonriendo apenas.
—Y tú —añadió él— eres la criatura más torpe, curiosa, molesta y extrañamente valiente que he visto en siglos.
—¿Eso fue un cumplido?
—No. Fue un diagnóstico.
Kari rió, tapándose la boca. Esa risa, breve y cálida, le encendió algo en el pecho a él, no quiso admitirlo.
—¿Vas a volver a quemar libros si hago una pregunta?
—Depende del libro.
—¿Y si pregunto por ti?
Él la miró, largo, fijo.
—No quemaré nada, pero no prometo responderlo todo. Hay verdades que arden más que el fuego.
Kari asintió, su expresión era tranquila, aunque por dentro su mente era un remolino.
Él volvió a su daga. Ella a su té.
Pero esa noche, cuando el fuego se apagó y la oscuridad los envolvió, no se sintieron enemigos, ni dioses, ni humanos, solo dos almas, diferentes, compartiendo el mismo rincón del mundo.
Y aunque aún no lo sabían… esa fue la noche en que todo comenzó.