Ya eran varias las noches en que el extraño se presentaba en la taberna de Thorstein, su silueta sombría se había vuelto parte del paisaje, como una sombra más entre el humo de las brasas encendidas, las risas forzadas y el agrio olor del licor. Los aldeanos, aunque aún inquietos, habían aprendido a ignorarlo… o al menos a fingir que lo hacían. Todos, menos él, que los encontraba despreciables, tolerables, sí… pero apenas por el momento.
Cuando decidió que ya había observado suficiente miseria por una noche, se levantó en silencio. Era hora de volver a su guarida, a ese rincón del mundo donde ni siquiera la luna se atrevía a mirar.
Kari lo siguió con la mirada, entre el reojo y la sospecha. Había algo en él que simplemente no enencajaba, no era un forastero común, no era un vagabundo, ni un bebedor errante, ni un mendigo buscando consuelo en la bebida, y en su mente, comenzaban a brotar ideas peligrosas.
—¿Y si es un daedra? —pensó. Uno de esos que se disfrazan de hombres para robar almas o tentar voluntades.
Lo comentó, sin filtro ni ceremonia, a Thorstein. El viejo soltó una risita seca, más supersticiosa que burlona.
—¿Ves? Te lo dije. Deja de estar invocando al demonio…
Kari soltó una risa viva, alegre, al ver la cara de su amigo. Pero algo en esa risa se apagó al instante, el extraño se iba. Caminaba hacia la puerta con ese andar firme, ajeno, como si el suelo mismo no fuera digno de sostenerle el paso.
Entonces Thorstein, con media sonrisa y ojos brillando de picardía, le susurró:
—Hey, Kari… ¿y si lo sigues? Solo para ver a dónde va. Tú eres la valiente de este pueblo, ¿no? La que saca a los borrachos de las zanjas sin pestañear.
Iba a negarse, pero Thorstein dejó caer una pequeña bolsa de cuero sobre la barra. El tintineo del metal fue dulce… y cruel. Era más de lo que Kari ganaba en una semana.
Suspiró, tomó su capa, cubrió su cabeza con la capucha, dejando solo el mentón al descubierto, se aseguró de llevar el amuleto de Akatosh al cuello y salió, cruzando la puerta hacia la oscuridad.
Esa noche, hasta la luna se había escondido, Kari empezó a pensar que tal vez hacía bien. A cada paso que daba tras aquel hombre, su valor se desvanecía poco a poco, mientras su mente creaba horrores invisibles: lobos hambrientos, draugr, asesinos… o peor aún, Molag Bal.
—Estúpida Kari… deberías empezar a hacerle caso a Thorstein, no invoques al demonio… —murmuró entre dientes, abrazándose a sí misma, mientras el amuleto colgaba tibio entre su pecho.
La naturaleza crujía, como si supiera que algo ajeno caminaba sobre su piel, los animales se mantenían lejos, ni siquiera los grillos cantaban, el viento, incluso, parecía contener el aliento.
Y entonces, desde la oscuridad más absoluta, surgió una voz.
—La próxima vez que me sigas… asegúrate de no oler a miedo.
El susurro fue tan helado, tan cercano, que sintió cómo su alma abandonaba por un segundo el cuerpo. El amuleto ardía en su puño cerrado, lentamente, Kari abrió los ojos y giró hacia la voz. Él estaba allí, demasiado cerca, inmóvil, como si el bosque entero respirara a través de su presencia.
—Casi muero del susto… —logró decir, apenas.
—Esa era la intención —respondió él, sin rastro de empatía—. Pero aquí estás. ¿Qué quieres?
Ella no supo si reír o temblar más fuerte, negó suavemente, forzando a su cuerpo a abandonar el estado de trance.
—Solo… quiero saber quién eres, de dónde vienes, tener una conversación que dure más de tres líneas.
Él la miró con esa intensidad que podría deshacer montañas, luego, soltó una carcajada breve, seca, como el eco de una grieta en el hielo.
—¿Y qué podría decirte alguien como yo… a alguien como tú?
A pesar del tono gélido, Kari sonrió, una sonrisa leve, sincera… casi infantil.
—Podrías intentarlo —dijo—. Tal vez te sorprenda.
Él bajó la mirada hacia el amuleto que ella sostenía con fuerza, lo tomó entre los dedos, con una mezcla de desprecio y extrañeza.
—¿Le rindes culto?
—Akatosh me ha protegido desde niña —respondió con firmeza, sin vacilar.
Y fue entonces que Kari empezó a hablar, sin exigencias, sin miedo, como quien lanza palabras al fuego y espera que alguna se convierta en chispa. Él, sin notarlo, comenzó a escucharla. Y por un momento… dejó de verla como una mortal más.
La conversación entre ambos se convirtió en un hilo tenso, sostenido apenas por la voluntad de Kari y la curiosidad velada de él. Ella notaba cada detalle: cómo no parpadeaba, cómo su respiración no seguía el ritmo de los mortales, cómo parecía medirla… como se mide a una presa, o algo aún más insignificante.
Y sin embargo, seguía allí.
—¿Y cómo es que alguien como tú, llega a esta aldea perdida? —preguntó con cautela.
Alduin desvió la mirada por primera vez, como si buscara una sombra lo bastante profunda para ocultar lo que hervía en su mente. Kari temió haber rozado una fibra demasiado antigua y delicada, pero en lugar de fulminarla con fuego o desvanecerse en humo… habló.
—Venok dovah lok.
Fue un susurro seco, gutural, imposible de reproducir con una lengua humana, pero Kari, valiente o insensata, inclinó ligeramente la cabeza.
—¿Eso fue… otro idioma?
Él la miró de nuevo y por un instante, sus ojos no fueron solo oscuros: ardían con fuego contenido, como si el cielo mismo se reflejara en un abismo.
—Es algo que no deberías oír —dijo, con un tono más bajo, más denso, más peligroso.
—Entonces… ¿por qué lo dijiste?
Él calló, como si no supiera la respuesta, o no quisiera admitirla. El silencio pesó, pero Kari no se retiró.
—¿Qué significa?
—No lo recordarías, aunque te lo dijera —respondió con desdén, pero su voz no era del todo cortante, ella lo sostuvo con la mirada, seria.
—Aun así quiero saberlo.
Él la escrutó, estaba buscando algo,una mentira, una debilidad… o quizás, algo que él mismo había perdido.
Finalmente, habló:
—Venok dovah lok… es un juramento antiguo. Una frase olvidada. Significa: La caída de un dragón en el mundo.
Kari frunció ligeramente el ceño, confundida. Pero antes de poder profundizar, él añadió, con una ironía seca:
—A eso vine, a caer, y a observar si el mundo merece alzarse conmigo… o no.
Ese “O no” resonó con un eco que no era humano, algo reptaba en sus palabras, algo viejo, algo peligroso. Kari sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no se apartó, sólo buscó de nuevo su amuleto, no para protegerse, sino para anclarse.
—Entonces aún no has decidido —murmuró—. Si el mundo te merece o no.
Él entrecerró los ojos.
—¿Y tú… crees que lo merece?
Ella lo pensó, lo pensó de verdad, con todo lo vivido, con las historias que cargaba en la sangre, con la fe arraigada en sus huesos respondió, con voz firme y serena:
—No lo sé. Pero prefiero vivir en él y hacer que lo merezca, aunque sea por mi parte.
Hubo una pausa. El viento pareció contener el aliento, esperando algo más, entonces él hizo lo inesperado, dio un paso hacia ella, no fue agresivo, no fue una amenaza, fue apenas lo suficiente… para que Kari sintiera el peso de su existencia.
Y al hablar, su voz fue más baja aún, más grave que un presagio:
—Cuidado, Kari. El mundo no es tan noble como tú. Y los dragones… menos.
Y con eso, se giró, caminó hacia la oscuridad, como si regresara a su hogar. Kari permaneció quieta. Con el corazón golpeando. La mente girando. Y un eco desconocido retumbando en su pecho:
Venok dovah lok.