Recordaba aquel día como si la brisa misma del Olimpo aún acariciara sus mejillas infantiles. Tenía apenas ocho años cuando su madre, la imponente Hera, le mostró una foto antigua, de cuando no era más que un bultito de vida envuelto en paños dorados. En aquella imagen, su cabello era de un suave tono lila, como los primeros brotes de lavanda que crecen tímidos bajo el sol de primavera.

A Hebe le fascinaba escuchar a su madre hablar. Las historias que le contaba, tan llenas de fuerza y advertencias envueltas en poesía cruel, solían dejarla en silencio durante horas. En especial, aquella frase que Hera repetía con voz firme, como si fuera un sello en su alma: “El amor de una diosa no es un regalo, es una condena envuelta en gloria, tan ardiente que consume incluso a quien se atreve a tocarlo.”

Por entonces, ella no comprendía del todo. No podía imaginar el dolor que se ocultaba tras las palabras de la Reina del Olimpo. Para ella, su madre era un faro de poder y elegancia, pero con el tiempo, esa admiración se fue apagando como la última llama de una vela al viento. Las risas compartidas en los jardines divinos y la complicidad de los juegos entre madre e hija se diluyeron conforme Hebe crecía.

Ya no era la niña de las travesuras adorables ni la pequeña que se ocultaba entre los pliegues del manto de su padre cuando rompía alguna norma. Hera se volvió más dura. Más distante. La corregía con firmeza: que debía ser más que buena, debía ser excelente. Que la inocencia no la protegería. Que los animales que tanto amaba no estarían para siempre a su lado. Que debía dejar de encariñarse con seres vivos que no compartían su eternidad.

Y aunque sus palabras dolieron, como espinas bajo la piel, Hebe las escuchó. La herida que se formó no cerró del todo. Su madre dejó de ser su amiga, pero nunca dejó de ser su guía. A veces, al recordarla, aún sentía esa mezcla de ternura y rabia que solo los lazos de sangre divina pueden provocar.

El amor de una diosa no es un regalo. No lo era. Y lo entendió con los años, en estos meses y días que pasaron. Porque amar siendo diosa no era solo difícil, era trágico. Porque incluso cuando una diosa quiere amar con todo su ser, parece que el universo conspira para arrancarle la ilusión antes de que florezca. Y aun así…

No se rindió.

A sus dos siglos y unos años, todavía joven entre los eternos, tomó una decisión que cambió su destino: entregó su corazón a Afrodita. No solo para que lo protegiera, sino para que lo enseñara a amar con verdad. Sabía que la tercera vez que se enamorase sería la definitiva. Que en esa ocasión, lo lograría. Sería feliz. No perfecta, no invencible. Solo feliz.

Pero primero debía amarse a sí misma, sin reservas, sin temores, sin buscar el reflejo de su madre en cada elección. Porque si no lo hacía, terminaría como Hera: fuerte por fuera, rota por dentro, temiendo que el amor no fuera más que un espejismo.

Al día de hoy, con su cabello ya blanco plateado como la luna, pero con la misma chispa que alguna vez iluminó su mirada verde aqua pastel, sabía que su historia aún estaba por escribirse todavía aún más.