Interludio Apócrifo III: Los Daedra se enteran (Parte dos por que se me acabó el otro pergamino... o como se llame...)
Recopilado por Barbas, el escribano peludo con más secretos que Hermaeus Mora
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En un rincón olvidado del Oblivion, donde incluso el vacío se encoge para no molestar, una vibración recorrió los planos. No era destrucción. No era guerra.
Era algo peor.
Una noticia.
Barbas, con el hocico metido en cada esquina del multiverso, dejó caer el hueso de Aedra que estaba royendo y susurró:
—“Los otros lo van a saber…”
Y vaya que lo supieron.
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Molag Bal, el Príncipe de la Violación y el Dominio, rugió tan fuerte que su torre tembló:
—“¡¿Una hija del Devorador, nieta de Akatosh, libre en Skyrim?! ¡¿Y yo no tengo una garra en ella?! ¡¿QUIÉN DEJÓ ESTO PASAR?!”
(Se dice que aplastó a tres cultistas solo por estornudar cerca de su trono.)
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Mephala, la tejedora de secretos, exhaló con una sonrisa torcida:
—“Interesante… ¿y si la seducimos con promesas? El alma de un semi dragón sería perfecta para mis redes…”
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Boethiah levantó la cabeza como si oliera guerra en el aire:
—“Que luche, que mate. Si es sangre de Alduin, que demuestre que puede devorar reinos sin escupir cenizas.”
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Sheogorath, por supuesto, apareció sentado en una silla hecha de queso volador, lamiendo una cuchara vacía:
—“¡Nietas! ¡Yo también tengo una! Bueno, creo que era un sapo… ¿o una piedra? Bah, lo importante es que esto será divertido. ¡Habrá caos, albóndigas voladoras y dragones románticos! ¡Sí, sí, sí!”
Barbas lo miró. No dijo nada. Pero lo respetó.
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Hermaeus Mora murmuró desde las profundidades del conocimiento prohibido:
—“Ya lo he leído. Su historia es una anomalía que no debía ser escrita… pero lo fue. Incluso los dragones del tiempo no pueden evitar que la tinta fluya.”
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Clavicus Vile, por supuesto, sonrió con dientes brillantes:
—“Una nieta del mismísimo Akatosh... Si me diera solo un deseo suyo… ¡Solo uno! Ohhh, Barbas, ve a buscarla. Haz que me escuche.”
—¿Y si me da una galleta en vez? —respondió Barbas.
—“¡TAMBIÉN LA ACEPTARÉ!”
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Sithis, en su esquina oscura y callada, simplemente se estremeció.
Una grieta se abrió en su eterno vacío.
Una presencia tan vieja como el tiempo se había saltado su sombra…
Y eso era imperdonable.
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Y mientras los Príncipes Daédricos maquinaban, discutían, y se revolvían en su ego cósmico…
Ella seguía viva.
Ella seguía caminando.
Y yo, Barbas, seguiré anotando.
Porque, a veces, la historia no la escriben ni los dragones ni los dioses…
La escriben las hijas.