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Hay hilos que tiemblan como carne viva.

Hay lazos que no son hechos de tiempo ni destino, sino de algo más antiguo, más rebelde: de elección.

Y cuando una elige cortarlos… algo en el universo se resquebraja.

Lo supe apenas sentí su vibración.

Temblaba como si supiera que lo estaba mirando.

Los hilos no lloran, no gritan, no suplican.

Pero ese...

Ese hilo tenía miedo.

Yo soy Átropos.

La que corta.

La que no duda.

Y sin embargo, dudé. 

No eran dioses. No eran héroes. Eran solo dos humanos.

Pero estaban unidos de una forma que me resultaba familiar, como si su conexión hubiese escapado a las Moiras, como si su unión hubiese nacido no del telar de Cloto ni de la medida de Láquesis, sino del capricho del universo, de una chispa errante que los eligió.

Él llevaba el dolor en la espalda. Ella, la esperanza entre las costillas.

No eran perfectos.

Se herían con palabras pequeñas.

Se perdían en los días grises.

Pero volvían.

Una y otra vez. Como la marea a la luna.

El hilo entre ellos era delgado, de un rojo tan oscuro que parecía negro bajo la sombra del destino.

Y sin embargo, vivía.

Se alimentaba de risas rotas, de cafés compartidos a la mitad, de canciones olvidadas que volvían a sonar en el momento justo.

Era un hilo que no entendía de lógica ni de tiempo.

Solo sabía permanecer.

Pero incluso el hilo más terco puede tensarse hasta el límite.

Una tarde, sin tormentas ni eclipses, ella calló más de lo que debía.

Y él no supo quedarse.

El hilo se encogió.

Yo lo sentí.

Latía con desesperación.

Pedía espacio, pedía aire, pedía una tregua.

Pero los humanos…

Ellos creen que amar es entender.

Y cuando no comprenden, abandonan.

Entonces, me llamaron.

Como siempre.

Como cada vez que un vínculo se rompe.

Me senté frente al telar.

Tomé las tijeras.

Y el universo enmudeció.

El hilo palpitó una vez más, como si quisiera decir: “No todavía”.

Yo...

Yo ya había cortado hilos de reyes, de madres e hijos, de amantes y traidores.

Pero nunca uno como ese.

Sentí algo en el pecho. Algo que no debería sentir.

Una punzada. Una pérdida anticipada.

Y aún así… lo hice.

El corte fue limpio.

La consecuencia, eterna.

Ahora ellos caminan por el mundo sin saber qué les falta.

Ríen, aman a otros, tienen días buenos.

Pero hay noches en que despiertan con la garganta cerrada.

Con la sensación de haber olvidado algo crucial.

No saben que lo que les falta es un hilo invisible.

Que yo fui la mano.

Que ese corte... fue un error.

Sí, yo, Átropos, lo admito:

Corté aquello que nunca debió cortarse.

No por destino.

No por tiempo.

Sino porque había algo sagrado en ese lazo.

Porque hay uniones que no vienen con fecha de caducidad.

Que resisten las estaciones, los silencios, el olvido.

Que no entienden de “para siempre”, pero insisten cada día.

Y yo, en mi impaciencia antigua, en mi poder milenario…

Las confundí con las demás.

Ahora ese hilo está en mi telar.

Fragmentado. Inerte.

Lo observo a veces.

Con el anhelo de que reviva.

Pero ya es tarde.

Incluso para mí.