Grimorio de lo Nunca Dicho
Interludio Apócrifo I: El Consejo de los Poderes
Relatado por Barbas, fiel compañero del Príncipe de los Tratos Dudosos y Testigo de las Locuras Eternas
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Hubo un día, entre los hilos del Tiempo y las sombras del Vacío, donde lo imposible ocurrió: todos los Poderes se reunieron.
No fue por una guerra. No fue por una invasión.
Fue por una niña.
Una niña con sangre de dragón en sus venas, hija del Devorador de Mundos y nieta del mismísimo Padre del Tiempo.
Su nombre aún no era temido ni cantado, pero su sola existencia ya alteraba las mareas del destino. Por ella… se convocó el Consejo.
En un plano suspendido entre Aetherius y Oblivion, Akatosh llamó a sus pares y adversarios, deseando entender, prevenir o simplemente evitar que su línea familiar acabara causando la próxima crisis cósmica.
El Consejo se formó.
Y yo, Barbas, lo vi. Y lo olí.
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Akatosh, tan serio como siempre, se quejaba de migrañas temporales.
Alduin, aún en su prisión, gruñía celoso desde la Nada.
Molag Bal intentó vender miedo y solo compró vergüenza.
Sheogorath trajo queso. Nadie preguntó por qué flotaba.
Mephala tejía y reía.
Meridia brillaba con desdén.
Sithis observaba… o quizá parpadeaba con todo el Vacío. Nunca entendí.
Y el Dovahkiin, sin saber que causaba esta guerra divina… tocaba el laúd en una taberna, con una rosa en la mano y un corazón puesto en esa muchacha de ojos brillantes y alma indomable.
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Entonces sucedió.
Alduin rugió.
Akatosh tronó.
Molag Bal chilló.
Y todos callaron.
Porque nadie, ni Aedra ni Daedra, quería provocar a la familia más peligrosa de Tamriel:
Padre destructor.
Abuelo intocable.
Nieta con futuro de leyenda.
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Yo, Barbas, lo vi todo.
Y mientras todos discutían destinos y profecías… yo me eché bajo la mesa del Consejo y me robé el queso.