En el barrio viejo, donde las farolas parpadean y el aire huele a lluvia y piedra húmeda, todos conocen la silueta de la Parroquia de la Misericordia.
De día, su campanario proyecta sombra sobre las calles tranquilas; de noche, esa misma sombra parece alargarse más de lo natural, como si el edificio buscara a quién llevarse.

Cuentan que, hace años, la iglesia había caído en abandono hasta que llegó el nuevo sacerdote: un hombre joven, de voz apacible y ojos tan claros que parecían ver a través del alma.
Desde su llegada, los fieles volvieron poco a poco, atraídos por su carisma… y por algo más difícil de explicar. Los que lo oían predicar decían que, por primera vez, sentían culpa verdadera.

Pero con el tiempo, empezaron los rumores.

Dicen que si alguien acude a confesarse a medianoche, el Padre Devereux abre personalmente las puertas, aunque jure que la iglesia está cerrada.
Que las luces no se encienden, pero hay velas esperándolo, y una voz serena lo invita a acercarse al altar.
Que durante la confesión, él nunca interrumpe, ni ofrece absolución de inmediato. Solo guarda silencio.
Y si la persona miente o calla algo la vela frente al confesionario parpadea tres veces.

Nadie sabe qué ocurre después. Solo que, a la mañana siguiente, el confesor no vuelve a ser visto.
Algunos creen que los pecadores huyen por vergüenza. Otros, que el Padre los envía a algún retiro espiritual. Pero hay quien jura que, en las madrugadas, se escuchan campanas bajo tierra, y que el aire se impregna de incienso y hierro.

Aun así, cada domingo la iglesia se llena. Porque, como dicen los vecinos: “El Padre Devereux no solo escucha tus pecados… los limpia. Y algunos, para limpiarse, tienen que desaparecer.”

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Dicen que la calma es una virtud de los santos, pero en él habita algo distinto: una quietud que no nace de la inocencia, sino del control absoluto. Su voz rara vez se alza más allá de lo necesario y, aún así, tiene el poder de acallar a quien le escucha. En su mirada, tan clara como el cielo, se esconde una verdad que nadie se atreve a nombrar.

Adrien es un hombre de fe, o eso es lo que parece. Custodia la parroquia con gran devoción, pero también como alguien que guarda un secreto. Su presencia inspira respeto incluso en aquellos que no creen en nada. Los fieles lo buscan por consuelo. Algunos hayan redención, otros, un destino que preferirían no haber encontrado.

Su figura es tan impecable como sus palabras. Su cabello rubio, corto, enmarca un rostro que parece haber sido tallado para inspirar confianza. Con manos delgadas y firmes, se mueven con precisión y, aún así, parece haber una fuerza contenida en ellas, como guardando memorias de actos no pertenecientes a un pastor.

En la comunidad que lo rodea se habla de él entre una mezcla de gratitud y temor. Algunos lo llaman santo; otros, con voz más baja, dicen que el demonio se puso una sotana. Adrien nunca habla sobre tales rumores ni los desmiente. En cambio, muestra una sonrisa que no llega a sus ojos, pero serena, antes de continuar con su día a día.

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La verdad es que Adrien hace justicia por mano propia, utilizando la fe como recurso para controlar a los creyentes y los no tan creyentes. No es un fanático relogioso, solo utiliza lo que sabe para poder realizar su trabajo: para purgar.

Cree fervientemente que, por más confesiones que se haga, si la persona no está en verdad arrepentida o si sus actos fueron demasiado graves entonces no basta con confesarse: volverán a pecar. Es suficiente motivo para actuar; purificar el alma desde lo más crudo al asesinar a tales personas mediante rituales ocultos bajo los calabozos de la parroquia.

No se cree un mosntruo, no siente odio ni venganza, es su modo de romper el ciclo. Él ve la absolución real, no la que exige palabras o pequeños castigos, sino la que requiere acción verdadera.

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