Exhaló despacio, la hoja estigia de su espadavibrando con un leve zumbido entre sus manos. El aire denso del vestíbulo olía a ceniza y a furia reprimida. Sombras errantes comenzaban a surgir del suelo ennegrecido, deslizándose como recuerdos rotos, y los cráneos -brillantes como faroles de muerte- flotaban a la distancia, temblando antes del estallido.
—Bien... —musita, girando el cuello con un leve crujido— Que comience el recibimiento.
Corrió sin aviso. La espada cayó con violencia calculada, cada tajo siguiendo el ritmo de su respiración. Las sombras chillaban, deshaciéndose en polvo oscuro al contacto con la hoja. Uno, dos, cinco... La sangre negra salpicó sus botas. Las voces susurrantes que habitaban en los bordes de su mente se agitaron con cada golpe mal dado, con cada desliz.
Las voces eran dignas de ser enemigas, la distracción de palabras que lo confundían o desconcertaban por momentos, conseguían uno que otro vértigo pero no por ello, iba a distraerse al completo. Apretó su mandíbula. «no me dejaré vencer»pensó con terquedad. No obstante, por distracción no vio al cráneo explosivo acercarse por su flanco izquierdo hasta que la chispa se encendió.
—Tsk... Maldición —fue todo lo que dijo antes de impulsarse hacia atrás. La explosión sacudió los muros y le dejó una quemadura roja sobre el brazo.
«No duele, el dolor es psicológico. No duele»se repitió mentalmente, intentando ser ¿Optimista? Pero claro, no funcionó, ardía como el miasma de cenizas de un incendio quema los pulmones al aspirarlo.
Cerberus, al otro lado del umbral, gruñó. No por intervenir, sino por instinto de protección. Pero sabía mejor. No podía moverse. Este entrenamiento hecho para el príncipe del inframundo, objetivo claro, saber manejar su arma divina: la espada estigia, la hoja de principio áspero.
—Estoy bien, viejo amigo —masculló entre dientes mientras limpiaba la sangre de su frente con el dorso de la mano—. Aunque no niego que una garra tuya hubiera sido útil justo ahora.
Apretó la empuñadura de la espada con más fuerza, dejando que el instinto tomara el control. Dejó de pensar. Dejó de calcular. Dejó de temer. La hoja se volvió extensión de su voluntad, un latido firme que deshacía a los enemigos antes de que llegaran a tocarlo.
Finalmente, silencio. Solo el sonido de su respiración agitada. «Golpeé sin pausa. Me distraje con las voces» anotó mentalmente: «La espada responde mejor si dejo que fluya. Y los cráneos... Siempre llegan en silencio.»
Se giró brevemente hacia Cerberus, alzando una ceja con una media sonrisa de respeto fatigado.
—¿Qué opinas? ¿Digno de un bocado o de un zape en la cabeza?
El can infernal solo lo observó con sus tres pares de ojos, la cola tambaleando apenas con orgullo contenido. Voltea a mirar el pasillo que se abría más allá.
—Siguiente sala. A ver si esta vez no dejo que me exploten la cara.
Y sin más, se internó de nuevo en la sombra.