Lenore Dove nació antes de tiempo, con apenas siete meses en el vientre de su madre. Maude Ivory, su mamá, era todo canto y memoria; una muchacha del Distrito 12 con más melodías que certezas. El pacificador que la embarazó desapareció en cuanto supo la noticia, dejando a Maude Ivory sola frente al parto… y a la muerte.
Lenore llegó llorando al mundo y Maude lo dejó sin llegar a cantarle una sola canción.
Siguiendo con la tradición de la Bandada, su nombre es compuesto, por un poema y un color. Lenore Dove.
Así fue como la criaron sus tíos: Clerk Carmine y Tam Amber. Su refugio, sus raíces. Eran artistas errantes, soñadores testarudos que le contaban la historia de la Bandada cuando caminaban de distrito en distrito. Le hablaron de Lucy Gray Baird como se habla de una leyenda prohibida, como se murmura el nombre de una heroína sepultada en el silencio. “Ese nombre no se dice en voz alta”, le advirtió Clark Carmine con una sonrisa triste y la mirada perdida,
Lenore siempre supo que no encajaba.
En el Distrito 12 la miraban como si fuera de otro mundo: bailaba sin música, cantaba con las manos, lloraba por lo que nadie más parecía notar. Era histriónica, sí, pero también intensa, furiosa. Cuando amaba, lo hacía sin medida. Cuando odiaba, ardía.
Si
Odiaba los Juegos del Hambre con cada fibra de su cuerpo. Sabía que no siempre habían existido y se preguntaba, una y otra vez, por qué seguían ahí. ¿Qué clase de sociedad podía festejar la muerte de sus propios hijos? ¿Qué clase de monstruo podía mirar la Arena con una sonrisa?
No podía ser justo. No podía.
Tenía doce años cuando la arrestaron por primera vez. Quemó el escenario principal durante un acto del Capitolio. Su tío Clerk Carmine, entre resignado y orgulloso, dijo que le recordaba a Billy Taupe. Y cuando golpeó a un pacificador que maltrató a una anciana, volvió a ser arrestada. “Es que sientes demasiado, Lenore Dove”, le decían. Pero ella no sabía cómo ser de otra manera.
Y aún así, entre tanto fuego, era cálida. Siempre extendía la mano a quien lo necesitaba, con una empatía casi insoportable.
Conoció a Haymitch Abernathy gracias a su primo Burdock. Él no sabía sonte nombres y colores, así que ella se lo enseñó, como quien muestra una estrella nueva en el cielo. Se volvieron amigos primero, amigos de verdad, de esos que se reconocen aunque no se entiendian del todo.
Haymitch se quedaba. Eso bastaba.
Y cuando supo que él también la quería, no dudó. “Somos novios”, le dijo al mundo con el pecho inflado y la risa en la garganta. Él la envolvió en sus brazos, y río con ella. Sabía que la quería. Lo sabía como se saben las cosas verdaderas, sin necesidad de pruebas.
Nunca le contó que estaba con los rebeldes. No quería que lo tocaran, que lo señalaran, que le hicieran daño. Pero no sirvió. El día que lo secuestraron fue por defenderla de un pacificador. Lo llevaron a los Juegos. Y ella no lloró hasta llegar a casa. En la oscuridad, sola, se permitió romperse.
Solo vio una edición de los Juegos. La suya. La de Haymitch.
Cuando su nota de entrenamiento fue un uno, sintió una furia desesperada. Subió al escenario de la plaza y gritó. Si iban a enterrar a Haymitch, a ella también.
La detuvieron.
Y esta vez, no fue solo una celda.
La torturaron. Le dijeron cosas que se clavan como cuchillos.
Uno de los pacificadores, con una sonrisa repugnante, susurró: “Finalmente la mocosa creció”.
Pero Lenore Dove resistió. Porque sus tíos y su primo Burdock le llevaban comida a escondidas. Porque la esperanza se cuela por cualquier rendija.
La liberaron justo cuando Haymitch iba a volver. Pero no lo vio. Clerk Carmine y Tam Amber no dejaron que se quedara ni una noche más. “Es hora de vivir los viejos días de la Bandada”, le dijeron, arrastrándola al bosque.
Y entonces lo descubrieron.
El Distrito 13 seguía en pie.
Los recibieron como refugiados. Sus tíos contaron las historias que Panem había querido enterrar. Y ella, rota y viva, empezó a sanar.
Hoy vive allí. En los silencios del subterráneo, en los recuerdos de canciones, rezando por Haymitch, por Burdock, por el fin de las cosechas.
Sabe que no hay libertad sin memoria, ni justicia sin rebelión.
Y mientras respire, no va a dejar de cantar.