Encontrándose en el salón de la mansión Phantomhive, Jean se sentía sofocado.

Ni siquiera vistiendo un fino traje de lino se sentía cómodo. Seguramente, ni desnudo soportaría este infierno.

Hacia tanto calor que no importaba cuánto se ventilara con el abanico, el sudor se acumulaba en su cara y en su cuerpo molestamente.

—¡Tengo calor! —se quejó, en su irritación, golpeando el abanico contra el suelo y ocasionado que el ruido reverberara por el silencioso salón.

El conde Phantomhive suspiró, levantándose del sillón con gracia y tomando su bastón.

—Sebastián —llamó al mayordomo— , haz los preparativos para un picnic en el jardín.

—Como ordene, mi señor —le respondió con una sonrisa cortés.

El conde se dispuso a retirarse.

Jean se levantó de la alfombra, dejando sus juguetes a un lado con intenciones de seguirlo.

—Señorito —se interpuso Sebastián, deteniendo al niño. —No es apropiado que deje sus juguetes tirados en el suelo.

Jean hizo un puchero, frunciendo los labios y arqueando una ceja con molestia.

—Levántalo tú —le respondió.

Sebastián ladeó la cabeza, llevándose una mano a la frente con una conmoción teatral.

—¿Por qué de repente se comporta de esta manera? —murmuró. —Hace tan solo unos días, era tan bien portado.

—Mi primo dijo que estabas aquí para servirme —argumentó Jean. —¿No es verdad?

Por un segundo, pareció que iba a hacer una mueca, pero Sebastián sonrió, llevándose una mano al corazón.

—Ciertamente. Pero también estoy aquí para enseñarle la importancia de mantener el orden.

—No entiendo —terminó diciendo Jean—, ¿me sirves o me enseñas?

—Soy su tutor, y es mi deber enseñarle buenos modales. Así como soy el mayordomo de la familia Phantomhive y le brindo la más atenta hospitalidad. Recuerde, está aquí como pupilo e invitado de mi amo.

—Si es así —inquirió Jean con cierta recriminación. —¿Cuándo me enseñará el conde Phantomhive?

La interacción con el líder de la casa se resumía a compartir las tres comidas del día con Jean.

Luego, se retiraba a su despacho a encargarse de asuntos importantes de su compañía y sus tierras.

A veces, simplemente lo veía jugar en el salón, preguntándole sobre cómo iban sus lecciones con Sebastián, como hace meros minutos. Pero, hasta el momento, no le había instruido nada.


—Puede que usted no se percate de ello —le respondió el mayordomo con paciencia. —Pero mi amo ha estado brindándole lecciones todo este tiempo. No todas las enseñanzas se dan en el aula de la biblioteca, señorito.

Jean entreabrió la boca, viéndose asombrado por tal revelación.

—¿En verdad, Sebastián? —inquirió. De repente, frunciendo el ceño, y recordando lo que el conde Phantomhive le decía.

“Jean, sostén de esta manera el cuchillo” le había dicho ayer durante la cena, “así cortarás mejor”.

“Jean” le había dicho otro día, cuando lo vio en el pasillo. “No te cuelgues de la ventana”.

“Jean” lo regañó hace dos días. “No sigas, ni mucho menos, creas en la palabra de un extraño”. Había querido perseguir al señor que traía la mercadería en la cocina porque le había dicho que en el pueblo habían muchos niños como él, y Jean había querido conocerlos.

—¡Oh! —exclamó, con una expresión de brillante entendimiento. —Tienes razón.


También recordó de una vez que le dijo: “Mantener el orden es mantener las ideas ordenadas”.

Cuando Jean había llenado el pasillo de juguetes y libros.

Entonces, para sorpresa de Sebastián, a quién siempre le tocaba lidiar con las preguntas incesantes del niño, Jean se fue a recoger sus juguetes en silencio, los cuales, no eran más que un caballo de madera y un conejo amargado de la compañía Funtom.


En sus manos pequeñas estos dos elementos parecían realmente grandes, por lo que Sebastián lo ayudo abriéndole la puerta.

—Llévelos a su habitación —le indicó. Luego, se inclinó, sacando un pañuelo blanco y limpiándole delicadamente el sudor de la cara. Jean cerró los ojos, dejándose hacer.

El sirviente se enderezó y le sonrió amablemente, empujándolo suavemente con la palma enguantada sobre su espalda.

—Iré enseguida a buscarlo para darle un baño.

—Bueno —le contestó Jean, perdiéndose en el pasillo en un trote entusiasta.

Le había puesto de buen humor darse cuenta que todo este tiempo el conde Phantomhive le había estado enseñando, si bien cosas que podría hacer Sebastián; significaba que estaba interesado en él.


Cuando llegó a su habitación, tuvo que dejar los juguetes en el suelo, y subirse a un pequeño banquito para llegar a la manilla y abrir la puerta.

Se acercó a su baúl de juguetes, guardando el caballo de madera allí pero quedándose con el conejo, a quien había bautizado como el señor Funtom.

A Jean le fascinaba, y le gustaba llevárselo a todas partes: hoy no sería excepción.

Luego, suspiró. El calor era tan molesto que lo irritaba.

—Dejé el abanico en el salón —murmuró, saliendo por la puerta sin importarle cerrarla.

Ansiosamente corrió por los pasillos, en una de esas, tropezándose y cayendo de cara al piso.

El dolor fue inmediato, le ardió la cara tan fuerte que comenzó a llorar.

—¡Jean! —dijo la voz del conde Phantomhive, quien de casualidad pasaba por ahí.

Se acercó y lo ayudó a levantarse. Tenía la cara fruncida por la preocupación, y sosteniendo suavemente su rostro por el mentón, se fijó que no estuviera herido de gravedad.
Soltó un suspiro de alivio al notar que no era más que un golpe que le dejaría la cara un poco roja.

—¿¡Cuántas veces te dije que no corras por el pasillo!? —lo regañó, y Jean, que tenía la cara adolorida, con escucharlo gritarle solo lloró más fuerte.

Apiadándose de él, el conde Phantomhive negó con la cabeza, y lo alzó en brazos. Con una mano en su espalda y la otra limpiando sus lágrimas, le habló con suavidad.

—¿Te duele mucho?

—¡Sí! —contestó Jean con vehemencia. Refugiándose en su pecho. El conde Phantomhive acarició su cabeza.

—Ya pasará —le dijo con voz sedosa. Jean no tenía recuerdos claros de haberlo escucharlo hablarle así antes, pero, por alguna razón, sentía que esta situación era familiar.
—Si caminaras con calma esto no pasaría —siguió retándolo, pero siendo más blando. —¿Cuál era tu prisa?

Jean hipó, pero, el llanto había parado, y estaba tratando de normalizar su respiración.

—Tengo calor —murmuró, mostrando la cara, que estaba roja por el golpe y el llanto, lágrimas sin derramar acumulándose en sus ojos azules delicadamente. El conde Phantomhive se las limpió con cuidado con una expresión tranquila.

—Quería buscar el abanico —continuó diciendo Jean de manera más compuesta—, lo dejé en el salón.

—Hoy hace mucho calor, entiendo que estés ansioso —concordó el conde. —Pero correr sin cuidado solo provocará que te lastimes, por suerte, solo te has golpeado un poco. La próxima vez, puede ser peor.

Arqueó una ceja, y lo miró con una expresión tan seria que lo intimidó.

—Prométeme que tendrás cuidado de ahora en adelante.

Jean asintió con la cabeza.

—Bien —se vio satisfecho el conde, comenzando a caminar. —Vamos a buscar ese abanico.

Jean sonrió contento.

Cuando el conde Phantomhive lo trataba de esta manera, sentía un calor distinto al calor insoportable del verano. Era como una calidez que nacía de su pecho y se extendía por todo su cuerpo agradablemente.

Jean deseó fuertemente que todos los días fueran así.

Y tan feliz estaba que olvidó al conejo en el suelo, que había volado de sus manos cuando se tropezó.

El conde Phantomhive lo llevó en brazos hasta que, a lo lejos, notaron la figura de Sebastián.

Cuando se acercaron, el mayordomo se reverenció.

—Amo —dijo, respectivamente—, señorito Jean.

—¿Cómo van los preparativos para el picnic? —inquirió el conde.

—Están listos —respondió el sirviente, enderezándose y haciendo un ademán estilizado hacia cierta dirección. —Por favor, acompáñenme.

El conde Phantomhive lo bajó, y Jean no pudo evitar sentirse decepcionado. Pero pedirle que lo cargara hasta el jardín sería inapropiado, Sebastián le había repetido en varias oportunidades que no debía pedir que lo alzaran.


En cambio, Jean buscó su mano, y el conde se lo permitió, entrelazándolas aun cuando el calor hacía que las manos sudaran.


Así, los tres se encaminaron al jardín, Jean pareciendo un enano entre gigantes. Naturalmente, por tener dos años era bastante pequeño.

Pronto, la vista del amplio jardín los recibió con su aroma floral y terroso. Un viento sopló, y fue como un alivio que esfumó por breves segundos el sofocante calor veraniego.

Finnian, el jardinero, regaba las flores a los lejos, y al verlos, los saludó alegremente.

Jean le devolvió el saludo, moviendo la mano que tenía libre. El conde Phantomhive simplemente asintió.

—Por aquí —les indicó Sebastián, llevándolos a una parte del jardín que tenía una gran sombra, dada por un árbol grande con un follaje denso y de un verde vibrante.

Una manta de diseño a cuadros rojos y blancos se encontraba dispuesta sobre el corto césped, sobre ésta había una canasta, platos y cubiertos, vasos y una jarra con jugo con hielo.

El conde lo guió a sentarse, cruzándose de piernas, Jean lo imitó.

Sebastián se agachó junto la canasta, abriéndola y sacando bocadillos que sirvió en un plato para cada uno. Luego, les sirvió un jugo fresco de frutas.

A Jean le pasó un vaso más pequeño, a su medida. Todavía su motricidad no era la mejor, por lo que se ensució la cara al beber. El mayordomo lo limpió con una servilleta.

—Está mejor aquí, ¿verdad? —comenzó a decir el conde Phantomhive. Jean asintió, masticando un pedazo de emparedado.

El conde Phantomhive acarició su cabeza con suavidad, y le brindó la vista más hermosa: una sonrisa que calentó su corazón.

—Come despacio —le dijo, y tomando una servilleta, le limpió la boca sucia con migajas.

 

El picnic transcurrió tranquilo, incluso Finnian se acercó con una pelota, y jugó con Jean un rato. Los demás se unieron, y las risas se mezclaron con el viento, arrastrándolos lejos en el tiempo, y grabándolas en la memoria de tiempos felices.