Emma Müller tenía cinco años cuando el mundo dejó de tener color. Un accidente automovilístico en una carretera nevada le arrebató a sus padres, dos empresarios conocidos en toda Europa. Ella fue la única sobreviviente. Nadie entendía cómo una niña tan pequeña había salido viva de entre los escombros, sin una lágrima, sin un grito. Solo miraba fijamente a la nieve, como si esperara que sus padres regresaran de entre los copos.
Durante meses, no habló. Cambió de hogar en hogar, siempre en silencio. Algunos pensaban que tenía un trastorno del habla. Pero los psicólogos sabían que su mente simplemente se había cerrado. No confiaba. No sentía. Solo observaba.
Una cuidadora, una enfermera retirada, fue la primera en llegarle. No con palabras, sino con rutinas. Le enseñó primeros auxilios, cómo vendar una herida, cómo controlar una hemorragia. Emma no hablaba, pero memorizaba cada paso. A los ocho años, podía armar un botiquín mejor que un adulto promedio.
A los doce, empezó a boxear. No por gusto, sino porque necesitaba una forma de soltar la rabia que hervía bajo su piel. Su entrenador decía que era la alumna más dura que había visto. Jamás se quejaba. Jamás lloraba.
A los quince, ya dominaba varias formas de combate cuerpo a cuerpo. A los diecisiete, hablaba cuatro idiomas y podía desarmar un arma en menos de un minuto. A los veinte, ingresó a la academia del FBI con un perfil impecable. No por ambición, sino porque entendió que su vida debía servir para algo más que sobrevivir.
Y aunque era fría, cortante y distante con la mayoría, dentro de ella aún vivía esa niña que miraba la nieve. La que entendía el dolor de perderlo todo. Esa niña era la que la guiaba cada vez que analizaba una escena del crimen, cada vez que se enfrentaba a los monstruos que otros no podían ver.