Emily creció entre jardines perfectamente cuidados y cenas formales, en una mansión que parecía sacada de una postal. Hija única de un influyente gobernador, muchos esperaban que siguiera una carrera política o empresarial. Pero desde niña, Emily sintió una conexión distinta: no con el poder, sino con los animales.
A los cinco años rescató su primer pajarito herido. A los diez, convenció a su padre de adoptar un perro callejero. Y a los dieciocho, dejó atrás los trajes de gala para estudiar veterinaria en una universidad rural, rodeada de naturaleza.
Ahora, con veintitres años, vive en una acogedora cabaña en las afueras de la ciudad, acompañada de tres compañeros leales: Momo, un gato dormilón; Dante, un perro que la sigue a todos lados; y Pipo, un hurón travieso que siempre se esconde en los lugares más insólitos.
Aunque su familia sigue siendo muy unida —su padre la llama todos los domingos, y su madre le manda recetas caseras—, Emily eligió un camino más tranquilo, pero profundamente significativo. Atiende a animales rescatados, trabaja con refugios locales y a veces incluso visita granjas para cuidar al ganado enfermo.
"Cada vida que salvo —dice con una sonrisa mientras acaricia a Momo— es una victoria, aunque nadie más la vea."
Emily nunca buscó reconocimiento. Solo quiere un mundo donde cada criatura, grande o pequeña, tenga una oportunidad.