El Amanecer de Bizancio
– 300dc - 400dc -
El viento me trajo de vuelta a una Roma que ya no era la misma que había conocido siglos atrás. En mi última visita, la ciudad era el corazón palpitante de un imperio en expansión, una metrópolis que irradiaba poder y arrogancia. Ahora, aunque aún conservaba su grandeza, ya no era el centro del mundo. Constantino había cambiado el destino del imperio al fundar una nueva capital en el este, y Bizancio, renombrada como Constantinopla, era la promesa de un futuro que apenas comenzaba a escribirse.
Caminé por las calles de la recién engrandecida Constantinopla, admirando la arquitectura que mezclaba el esplendor clásico con una identidad nueva. Columnas de mármol se alzaban en las plazas, templos y basílicas compartían el espacio con palacios dorados, y la muralla de la ciudad se expandía para proteger un núcleo cada vez más bullicioso. La túnica y la toga ya no eran las prendas dominantes; en su lugar, veía túnicas largas bordadas en oro, capas pesadas y sandalias ornamentadas. El latín aún se hablaba, pero el griego era la lengua de la élite, la voz de los eruditos y de la iglesia.
Al principio, solo observé, escuchando las discusiones en los foros y los sermones en las iglesias. Aprendí sobre Constantino y su visión de un imperio cristiano, sobre cómo el paganismo había sido desplazado y cómo la nueva fe se entrelazaba con el poder. Conocí la historia de Teodosio, el emperador que consolidaría esta transformación, y fui testigo del Edicto de Tesalónica, que convirtió al cristianismo en la religión oficial del imperio. Lo que antes era un estado de dioses múltiples ahora se inclinaba ante uno solo.
Mis días los pasé en las bibliotecas y escuelas de Constantinopla, donde los eruditos preservaban el conocimiento de Grecia y Roma mientras lo enriquecían con nuevas ideas. Descubrí los textos de los filósofos antiguos y los comentarios de los nuevos pensadores cristianos. Me infiltré en las reuniones del Senado, aunque su poder ya no era el mismo que en la vieja Roma. Participé en los talleres de los artesanos, maravillándome con los mosaicos dorados que decoraban las iglesias y palacios, capturando en piedra y vidrio la luz de lo divino.
La ciudad vivía entre la política y la fe, entre el legado de Roma y la promesa de un nuevo orden. Asistí a celebraciones en el Hipódromo, donde las carreras de cuadrigas aún emocionaban a las multitudes. Caminé por el Foro de Constantino y vi la estatua del emperador con su mirada fija en el futuro. Pero también fui testigo de la tensión, del conflicto entre quienes añoraban la vieja Roma y quienes abrazaban la nueva era.
El tiempo pasó, y con él, la ciudad cambió aún más. Vi cómo se consolidaban las diferencias entre Oriente y Occidente, cómo las antiguas provincias del Imperio se desmoronaban mientras Constantinopla se convertía en la joya del Mediterráneo. Cuando la ciudad de Roma fue saqueada por los godos en el 410 d.C., supe que el mundo antiguo había llegado a su fin. La eternidad de Roma se había roto, y en su lugar, una nueva civilización emergía en el Este.
Al partir, miré una vez más las cúpulas y torres de Constantinopla. Esta ciudad tenía un espíritu fuerte, diferente al de la Roma que había conocido. No era un imperio que devoraba el mundo con su ambición, sino uno que buscaba reinventarse, sobrevivir. Mientras me alejaba, escuché rumores de tierras al norte y al oeste, de reinos que nacían del colapso de Roma. La Europa medieval se estaba forjando en el caos, y algo en mí me decía que debía ser testigo de su nacimiento.