Un año después de que Alexa se fue
Daniel ya no recordaba cómo era sonreír.
El tiempo no lo había curado. Lo había endurecido, lo había encerrado tras un muro tan impenetrable que ni él mismo sabía si quedaba algo detrás. Su entrenamiento no se detuvo. Si acaso, se volvió más despiadado. Su padre ya no tenía que recordarle que se levantara cuando caía. Ahora lo hacía por instinto. No porque sintiera orgullo, no porque quisiera ser fuerte. Solo porque no tenía otra opción. Ser fuerte era lo único que le quedaba.
Ya no hablaba más de lo necesario. Sus respuestas eran cortas, calculadas, sin rastro de emoción. Con el tiempo, hasta sus padres dejaron de intentar acercarse. Su madre lo miraba con tristeza, como si esperara que en algún momento su hijo regresara. Su padre solo veía en él a un soldado. Y Daniel… Daniel no veía nada. Ni en ellos, ni en sí mismo.
Las noches eran lo mismo. Soñaba con cosas que ya no comprendía del todo. Una risa lejana. Un nombre que una vez significó todo para él. Pero cuando despertaba, la sensación se evaporaba antes de poder alcanzarla. Se quedaba acostado, mirando el techo, con la certeza de que algo dentro de él se había roto de forma irreversible. No se molestaba en intentar dormir de nuevo. ¿Para qué? Ya no tenía pesadillas. No tenía nada.
Un día, mientras entrenaba, se miró las manos. Callosas, firmes, perfectas para sostener una espada, para recibir golpes sin temblar. Eran las manos de un guerrero. De alguien que había dejado de ser un niño hacía mucho. Y, por primera vez en mucho tiempo, pensó en el niño que había sido. En el niño que se aferraba a la risa de su hermana, en el niño que creía que siempre estarían juntos, en el niño que aún podía sentir.
Ese niño estaba muerto.
Esa noche, por primera vez en un año, salió del castillo. Caminó sin rumbo hasta el bosque, donde el aire olía a tierra mojada y el viento susurraba entre los árboles. No sabía por qué estaba ahí. No tenía un propósito. Simplemente… llegó. Se detuvo en un claro y alzó la vista al cielo. La luna brillaba con su luz pálida, distante. Fría.
Algo dentro de él se encogió.
Se arrodilló sin darse cuenta. Sus manos se cerraron en puños sobre la hierba húmeda. Sus labios se entreabrieron, como si quisieran pronunciar un nombre que llevaba demasiado tiempo enterrado. Pero no lo hizo. No podía. Había aprendido a tragarse las palabras, a tragarse el dolor. Así era más fácil.
Pero entonces, sin querer, un susurro escapó de sus labios, tan débil que el viento casi se lo llevó.
—¿Era esto lo que querías para mí madre…?
No esperaba respuesta. Nunca la había esperado. Y aun así, su pecho dolió como si alguien hubiera hundido una daga en él. Cerró los ojos. Sintió la humedad de la tierra, el frío de la noche, el peso del silencio.
Por un instante, solo por un instante, permitió que la soledad lo envolviera por completo.
Y luego, se puso de pie.
Sin lágrimas. Sin ira. Sin nada.
Volvió al castillo, con la luna siguiéndolo como un recordatorio de lo que ya no era. De lo que nunca volvería a ser.
Algún día, descubriría la verdad sobre su hermana. Y cuando lo hiciera, todo su mundo volvería a tambalearse.
Daniel Selene murió aquella noche en el bosque. Lo que quedó en su lugar fue un guerrero, un heredero, un hombre sin alma. Nunca fue el mismo. Nunca volvió a apreciar a nadie así. Se encerró en una burbuja para que nadie más pudiera dañarlo. No fue hasta sus 19, que conoció a una chica elfo rubia y princesa, con la cual se enamoró y piensa darlo todo por ella. Ya perdió una vez a su persona más amada, no lo permitirá de nuevo. Pero eso, es historia para otra ocasión.