El aire estaba denso, impregnado con el aroma metálico de la sangre y el incienso sofocante que me quemaba la garganta con cada respiración. Las velas parpadeaban en la penumbra, proyectando sombras alargadas sobre las paredes cubiertas de símbolos antiguos. Estaba arrodillado en el centro del círculo, con el frío de la piedra traspasando mi piel desnuda. La sangre fresca goteaba de un corte en mi antebrazo, mezclándose con la tinta oscura de los sellos dibujados sobre mi carne.
Mi abuela estaba de pie frente a mí, con los ojos cerrados y las manos extendidas, murmurando palabras en un idioma que ya no sonaba extraño para mí. La conocía bien, sabía que su expresión serena ocultaba la emoción profunda de verme en ese punto del ritual, el momento decisivo, la entrega total.
Cerré los ojos y dejé que la energía me atravesara, como siempre lo había hecho. El aire vibró, el suelo pareció hundirse bajo mis rodillas, y en lo más profundo de mi ser sentí su llegada. Él estaba aquí.
Al principio, fue solo un murmullo en los rincones de mi mente. Un susurro bajo, íntimo, que me envolvía como un amante acariciando mi conciencia. Luego, su presencia se expandió, llenándolo todo con una gravedad sofocante. Mi piel se erizó y mi cuerpo se estremeció con un escalofrío que no era de miedo, sino de reconocimiento.
Él y yo siempre habíamos tenido una conexión.
La sombra tomó forma frente a mí, primero como una silueta, luego como algo más definido. Nunca lo veía con claridad, pero su esencia era inconfundible. Un vacío oscuro y denso se extendió a mi alrededor, devorando la luz de las velas hasta que solo quedamos nosotros: mi abuela, él y yo.
—Samuel... — Su voz no sonó en mis oídos, sino en lo más profundo de mi mente. Su tono era cálido, casi amoroso, pero con la intensidad de un hierro al rojo vivo marcando mi alma. — Es el momento, entrégate.
Mis labios se entreabrieron, las palabras del juramento estaban listas para salir, para sellar el pacto de una vez por todas. Pero entonces, ocurrió.
Una grieta.
No sé de dónde vino, si de mi corazón, de mi mente o de un lugar más allá de mi comprensión. Dudé.
Fue un instante. Un parpadeo de pensamiento.
¿Y si esto no era lo que realmente quería?
La duda me golpeó como un relámpago y en el mismo momento en que cruzó mi mente, él lo sintió.
La temperatura cayó de golpe. Mi respiración se tornó errática, el aire era espeso, imposible de inhalar. El ambiente cambió; la conexión que habíamos compartido toda mi vida se fracturó en un solo latido.
No supe lo que había hecho hasta que lo sentí: el dolor.
No fue físico, al menos no del todo. Fue algo más profundo, algo que desgarró mi alma como un filo ardiente arrancándome la carne de los huesos. Mi pecho se contrajo con una presión insoportable y caí hacia adelante, apoyando las manos en el suelo, jadeante.
Su ira me envolvió.
Ya no era mi guía, ni mi protector, ni mi mentor, se convirtió en mi carcelero.
—¿Me traicionas? — Su voz ya no era seductora. Era un rugido sordo, una tormenta desatada en mi interior. — ¿Después de todo lo que te he dado?
Quise hablar, quise explicar, pero no había palabras para justificar lo que había sentido en ese instante.
Entonces, me marcó.
Sentí el fuego recorrer mi piel, clavándose en lo más profundo de mi ser. No necesitaba ver la herida para saber lo que significaba: era su marca, su sello, su posesión
Mi abuela me observó con una expresión que nunca antes había visto en su rostro, decepción, no ira, no furia. Solo decepción.
Había fallado.
Y desde esa noche, todo cambió.
Él ya no me hablaba con ternura. No era una presencia reconfortante. Se convirtió en un cazador, y yo en su presa.