Robert Bloch (1917-1994)
Me quedé mirando a aquel inglés, mientras él hacía lo mismo conmigo; pero fui yo quien primero hizo uso de la palabra, para preguntar:
—¿Sir Guy Hollis?
En efecto asinti.
—¿Y yo tengo el gusto de hablar con John Carmody, el psiquiatra?
Asentí a mi vez, mientras seguía examinando discretamente la figura de mi distinguido visitante. Típicamente inglés: alto, delgado y ligeramente encorvado, rubio, y con el clásico y encrespado bigote. Además, el traje de tweed. Tuve la sospecha de que guardaba un monóculo en uno de los bolsillos de su chaleco. Y también me pregunté si no habría dejado su paraguas en el vestíbulo: pero lo que más me intrigaba era la razón que habría impulsado a sir Guy Hollis, de la Embajada británica, a ir a visitar a un psiquiatra de Chicago, desconocido para él.
Tras haber tomado asiento, el visitante se aclaró la voz, echó un vistazo a su alrededor, dio unos golpecitos con su pipa sobre el tablero de mi escritorio y abrió la boca, para preguntarme:
—Señor Carmody, ¿ha oído hablar de Jack el Destripador?
—¿Se refiere usted al famoso asesino?
—Efectivamente; al más monstruoso de todos los asesinos. Peor que Springheel Jack y que Crippen. Jack el Destripador. Jack el Rojo.
—He oído hablar de él.
—¿Y conoce usted su historia?
—Escuche, sir Guy, creo que no llegaremos a ninguna parte, si empezamos a charlar de esos crímenes.
—No se trata de ninguna charla, señor Carmody. Es un asunto importantísimo. Cuestión de vida o muerte.
Con un suspiro me recliné en mi sillón. Al fin y al cabo, para eso estamos los psiquiatras, para escuchar pacientemente a los que nos consultan. Adelante, pues dije. Oigamos esa historia. Y sir Guy encendió un cigarrillo y empezó su relato.
Londres, 1888. A fines de aquel verano, y a principios del otoño, apareció la siniestra figura de Jack el Destripador, algo así como una sombra armada con un cuchillo, que merodeaba por el East End de Londres, siempre al acecho en los distritos de Whitechapel y Spitalfields. Seis veces empleó ese cuchillo, para cercenar los cuellos de mujeres londinenses. Su primer crimen lo cometió el siete de agosto. El cuerpo de aquella víctima presentaba treinta y nueve puñaladas. Fue un crimen bestial. Luego, el treinta y uno del mismo mes, el segundo asesinato. La prensa comenzó a interesarse en la cuestión.
Por fin, el ocho de septiembre, Scotland Yard designó personal especial para investigar el caso. Lo único que se sabía era que el asesino usaba diestramente su cuchillo, para rebanar y extirpar trofeos, y que sus víctimas eran cuidadosamente elegidas. Nadie lo haba visto ni tenía la más mínima idea sobre su identidad, pero los vigilantes nocturnos tropezaban de continuo con los sangrientos despojos de su satánica obra.
¿Quién era? ¿Quién podría ser aquel criminal? ¿Un médico loco? Un carnicero? ¿Algún científico que hubiera perdido el juicio? ¿Un maniático escapado de algún manicomio? ¿O tal vez un aristócrata trastornado, o incluso, un miembro de la misma policía londinense.
Sir Guy movió la cabeza con aire de desconcierto, y siguió diciendo:
—Luego apareció aquella poesía en la Prensa, una estrofa, de autor anónimo, que parecía que iba destinada a poner fin a la especulación, pero que, por el contrario, sirvió para acrecentar el interés de toda la población. Escúchela:
No soy carnicero ni judío,
tampoco marino o armador,
sino su mejor y más valioso amigo,
atentamente, Jack el Destripador.
En tono levemente burlón, comenté:
—Muy interesante.
Pero no logré desanimar al narrador, que sin inmutarse prosiguió:
—Por espacio de cierto tiempo no volvió a oírse hablar del criminal, aunque eso no bastaba para que todo el mundo se preguntase cuándo daría su próximo golpe, y para que se continuara especulando acerca de su identidad y paradero. Luego, el nueve de noviembre, encontraron a aquella mujer en su cuarto. Entonces cundió el pánico, verdadero pánico. No obstante, el criminal no volvió a dar seales de vida. Poco a poco, el interés fue declinando, pero no su recuerdo. Decían algunos que Jack se había marchado a América, en tanto que otros insinuaban la posibilidad de que se hubiera suicidado. Se han expuesto infinidad de teorías, hipótesis y argumentos, pero lo único cierto es que nadie sabe quién era Jack el Destripador, ni por qué cometió aquellos asesinatos, ni por qué desapareció tan imprevistamente.
Sir Guy se qued callado, como si esperase que yo dijera algo. Y eso fue lo que hice, al comentar, en tono de aburrimiento:
—Una historia bien narrada; pero con una ligera tendencia emotiva.
—Es que tengo todos los documentos existentes sobre el caso. He reunido los datos relativos a aquellos crímenes y los he estudiado concienzudamente.
—Muy bien —dije, poniéndome en pie y ahogando un bostezo—. He pasado un buen rato, escuchando su relato. Ha sido usted muy amable, al abandonar sus obligaciones en la embajada británica para venir y distraer a un humilde psiquatra con sus amenas anécdotas.
En lugar de ofenderse por mi observación, sir Guy frunció el entrecejo e inquirió:
—¿Quiere saber por qué estoy interesado en el caso de Jack el Destripador?
—Desde luego.
—Porque he descubierto su pista. Creo que se encuentra aquí, en Chicago.
Sin disimular mi asombro, volví a sentarme y murmuré, al paso que parpadeaba repetidamente:
—¿Cómo?
—Que Jack el Destripador está aquí, en Chicago. Y yo estoy dispuesto a localizarlo, aunque...
—Un momento, por favor. Dígame, ¿en qué fechas se cometieron esos crímenes?
—De agosto a noviembre de 1888.
—¡1888! Pues si Jack el Destripador era entonces un hombre maduro, a estas alturas debe estar muerto. Incluso aunque hubiera nacido en aquel año, hoy tendría cincuenta y siete.
—¿Usted cree? Y además, no diga un hombre maduro, porque puede haber sido una mujer, o cualquier otra cosa.
Tras haber escrutado pensativamente el rostro de mi interlocutor, indiqué:
—Sir Guy, después de todo, creo que ha acertado usted al venir a verme, porque lo que usted necesita es un tratamiento psiquitrico, sin duda alguna.
—Tal vez tenga usted razón, señor Carmody. Entonces, ¿cree que estoy loco?
Desvié la vista y me encogí de hombros, pero como tenía que darle una respuesta sincera, le dije:
—No, no lo creo.
—En ese caso, quizá debiera escuchar los motivos que me inducen a creer que Jack el Destripador sigue vivo.
—¿Qué motivos son ésos?
—Verá usted, a lo largo de estos últimos treinta años he estado estudiando aquellos crímenes. Para ello me he entrevistado con las autoridades y he hablado con los amigos y conocidos de las víctimas, así como con los vecinos de los barrios que fueron escenario de la matanza. He reunido un copioso material de datos, y ahora dispongo de muchos conocimientos sobre la cuestión, incluidas multitud de versiones inverosmiles y teorías sin fundamento. No quiero aburrirle con la relación de mis conclusiones, pero sí le diré que me he dedicado a otras actividades más productivas, en este sentido: me he dedicado a estudiar crímenes no resueltos. Podría mostrarle muchos recortes de periódicos de casi la mitad de las grandes ciudades del mundo: San Francisco, Shanghai, Calcuta, Omsk, Pars, Berln, Pretoria, El Cairo, Miln, Adelaida. En todas esas poblaciones han ocurrido asesinatos con las mismas características.
»Yo he seguido esta pista sangrienta, desde Nueva York hacia el oeste, a través del Continente, desde San Francisco al Pacífico; y desde allí, a África. Durante la guerra, Europa. Luego, en América del Sur. Y desde 1930, otra vez aquí, en los Estados Unidos. Ochenta y siete asesinatos cometidos con la misma pauta, y en los que el avezado criminólogo reconoce la inconfundible impronta de Jack el Destripador.
»¿Recuerda usted los descuartizamientos ocurridos recientemente en Cleveland? Y en estos últimos seis meses, dos asesinatos en Chicago, uno de ellos allá en South Dearborn, y el otro en cierto lugar de Halsted. Y siempre el mismo tipo de crimen, la misma técnica. Le aseguro que todos llevan el sello de Jack.
Sonreí entonces, y comenté:
—Una teoría muy limitada, en verdad. No voy a discutirle los resultados de sus investigaciones ni las deducciones que haya obtenido, sir Guy. Usted es el criminólogo y yo no puedo hacer otra cosa que aceptar lo que me dice. Sin embargo, me gustaría que me aclarase un aspecto de la cuestión que queda un tanto oscuro. ¿Cómo es posible que un hombre de, digamos, ochenta y cinco años, cometa semejantes crímenes? Porque si Jack el Destripador tenía alrededor de treinta años en mil ochocientos ochenta y ocho, ahora, en mil novecientos cuarenta y tres, debería andar por los ochenta y cinco.
Sir Guy quedse silencioso, lo que me produjo cierta satisfacción, pues supuse que lo haba arrinconado, pero en seguida replicó:
—¿Y si no hubiera envejecido?
—¿Qué?
—Suponga que Jack el Destripador no hubiera envejecido, y siguiese tan joven como entonces —dijo.
—Estoy a punto de llamar a la enfemera para que le ponga un chaleco de fuerza.
—Hablo en serio —afirmó sir Guy.
—Todos dicen lo mismo, que hablan en serio. Y es una verdadera pena, ¿no le parece? Todos los que vienen a consultarme aseguran formalmente que oyen voces raras y ven extrañas figuras, pero de todos modos, no queda más remedio que encerrarlos.
No voy negar que mis palabras fueron crueles, pero obraron el efecto que buscaban, ya que sir Guy se puso en pie, me miró fijamente, y dijo:
—Reconozco que es una teoría absurda. No obstante, tenga en cuenta que todas las teorías que se han formulado son tanto o más descabelladas: que era un médico, un maníaco o una mujer. Por tanto, por qué ha de ser la mía distinta de las demás?
—Por una sencilla razón, porque la gente crece y se hace mayor, porque todo el mundo envejece, sir Guy, incluso los médicos, los maníacos y las mujeres.
—¿Y los hechiceros? Los que practican la nigromancia, la magia negra.
—¿Qué quiere decir?
—He estudiado todos los detalles, señor Carmody. He examinado con detenimiento las fechas en las que se cometieron esos crímenes, y la pauta, el ritmo que formaban esas fechas: el ritmo solar, lunar y estelar, o sea, su aspecto sideral, su significado astrológico.
Aquel hombre estaba completamente loco, pero yo seguí escuchándole.
—Escuche usted, señor Carmody. Suponga que Jack el Destripador no matara por el simple placer de matar, sino que lo impulsara el deseo de hacer... sacrificios.
—¿Qué clase de sacrificios?
—Se ha dicho que si se ofrecen sacrificios a los espíritus de las tinieblas, éstos otorgan favores, cuando el momento es el adecuado, por cierto, cuando la luna y las estrellas están en conveniente posición, y con las debidas ceremonias, esos espíritus conceden grandes favores, por ejemplo, el don de la juventud.
—Lo que usted plantea, repito —dije— es una teoría muy interesante, pero lo único que me intriga es un aspecto de todo este asunto: ¿por qué ha venido a contármelo a mí? Yo no soy ninguna autoridad en materia de brujería, y tampoco soy policía, ni criminólogo, sino un médico psiquiatra.
En respuesta, él sonri sibilinamente y, a su vez, preguntó:
—Entonces, ¿se siente interesado en la cuestión?
—Bien, sí. Creo que debe de haber alguna causa seria para...
—La hay, señor Carmody, pero yo quería asegurarme previamente de su interés. Ahora puedo revelarle mi plan.
—¿Qué plan?
Sir Guy me miró a los ojos un momento. Luego anunció:
—John Carmody, usted y yo vamos a capturar a Jack el Destripador.
Así sucedieron las cosas. Y si me he extendido en la relación de tantos detalles como ocurrieron en la primera entrevista, sólo ha sido porque los considero muy importantes, ya que ayudan a comprender el carácter de sir Guy Hollis. Y en vista de lo que sucedió a continuación, más valdrá que siga detallando las diversas partes de nuestro convenio. Por supuesto, que la idea de sir Guy era bastante simple, aunque más bien se trataba de una corazonada, y no de una idea.
—Usted conoce a la gente de aquí —me dijo la segunda vez que nos vimos—. Me he informado al respecto, y por eso le he elegido como al hombre ideal para secundarme en mi propósito. Sé que entre sus relaciones se cuentan muchos escritores, pintores, poetas; en suma, lo que se llama la intelectualidad. Y por ciertas razones, cuya naturaleza no hace al caso, tengo la sospecha de que Jack el Destripador pertenece a esta comunidad. Es más, creo que le gusta aparecer como un exécntrico. Y espero que si usted me lleva a los sitios donde suelen reunirse esos intelectuales, y me presenta a ellos, podré descubrirle y desenmascararle.
—Por mi parte —dije—, no tengo nada que oponer, pero no sé cómo se las va a arreglar para buscarle.
—Tal como ha dicho antes, ese criminal puede tener cualquier apariencia. Puede ser viejo o joven, rico o pobre. Puede ser un ladrón, un médico, un abogado.
—¿Cómo lo reconocerá?
—Eso se verá cuando llegue la ocasión, pero debo encontrarle en seguida, cuanto antes.
—¿Y por qué tanta prisa?
—Porque dentro de dos días volverá a matar.
—¿Está usted seguro?
—Completamente, señor Carmody. Ya le dije que había estudiado bien el asunto y que todos los crímenes coinciden con ciertas características astrológicas. Por eso, si tal como sospecho, si ese hombre ha de ofrecer sacrificios para renovar su juventud, tendrá que cometer otro asesinato en el término de dos das. Fíjese en la disposición de sus primeros crímenes, en Londres: siete de agosto, treinta y uno de agosto, ocho de septiembre, 30 de septiembre, 9 de noviembre. ¿Ve usted? Intervalos de veinticuatro días, de nueve días, de veintidós días (esta vez causó dos muertes), y por último, de cuarenta das. Claro que en esos intervalos hubo también otros crímenes, pero no se le achacaron a él. De todas formas, el caso es que he trazado un esquema basado en mis cálculos, y por eso sé que Jack volverá a matar en el término de dos días.
—Comprendido, sir Guy —asentí—, pero sigo preguntándome qué papel desempeño yo en este asunto.
—Ya se lo dije, el de presentarme a sus amistades. Lléveme a todas las reuniones, a todos...
—Pero, ¿por dónde empiezo? Que yo sepa, mis relaciones artísticas, pese a sus excentricidades, son todas excelentes personas, gente perfectamente normal.
—Ah, querido amigo, también lo es El Destripador. Normal en todo sentido, menos en ciertas y determinadas noches, que es cuando se transforma en un monstruo patológico, en un ser sin edad que se oculta en las sombras, preparado para matar. Porque en esas noches en que las estrellas irradian su fulgor letal...
—De acuerdo, de acuerdo —dije de pronto, interrumpiéndole—. Le llevaré a esas reuniones. También necesito asistir para beber unos buenos tragos, porque después de oírle a usted...
Aquella misma noche llevé a sir Guy a casa de Lester Baston. Mientras subíamos en el ascensor al lujoso ático, juzgué oportuno advertirle.
—Baston es un verdadero exécntrico, y lo mismo puede decirse de sus invitados. Por tanto, conviene que se prepare usted para recibir toda clase de sorpresas.
—Estoy preparado, no se preocupe.
Y en demostración de lo que decía, sacó un revólver del bolsillo posterior de su pantalón. Alarmado, exclamé:
—¡Oiga! Qué se propone?
—Estar preparado —explicó sir Guy, seriamente—, para el caso de que lo descubra.
Pero, ¿cómo va a presentarse en una reunión de amigos con un revólver cargado? ¿No comprende que...?
—Tranquilícese. No pienso hacer tonterías.
Al salir del ascensor, avanzamos por el pasillo hacia la puerta del departamento de Baston. Durante el corto trayecto volví a inquirir:
—Otra cosa, ¿cómo he de presentarle? ¿Puedo decirles quién es usted y lo que se propone?
—No tengo inconveniente. Y hasta es posible que convenga decir la verdad desde el primer momento.
—Pero, ¿no comprende usted que si el Destripador, por increíble y peregrina casualidad, estuviera presente, se apresuraría a ponerse en guardia?
—Eso es, precisamente, lo que yo deseo, señor Carmody, que la impresión que le produzca el anuncio de lo que ando buscando lo deje desconcertado y le obligue a delatarse a sí mismo.
No pude por menos que mirar de reojo a mi acompañante y murmurar:
—¿Sabe que serviría usted para psiquiatra? De todos modos, debo advertirle que mis amigos son muy particulares. Prepárese para cualquier broma pesada.
—Descuide —respondió, sonriendo—, estoy preparado. Y es más, he madurado un plan que pienso poner en práctica. No se extrañe por nada de lo que yo haga, ¿de acuerdo?
Asentí con un gesto y apreté el timbre de la puerta, que fue abierta a los pocos segundos por el propio Baston. Tenía éste los ojos enrojecidos, casi tan rojos como las cerezas del cóctel Manhattan que llevaba en una mano. Tras habes mirado alternativamente a mi sombrero y a los poblados bigotes de sir Guy, dio un paso atrás y comentó:
—¡Vaya! Tenemos aquí a La Morsa y el Carpintero. Adelante, adelante.
Seguidamente, le presenté a sir Guy. Después de estrecharle la mano, indicó que le siguiéramos hasta el amplio salón, donde se hallaban los demás concurrentes, envueltos en densa nube de humo de tabaco. Todos los tenían un vaso en la mano, y las notas solemnes de la marcha del amor de las naranjas, procedentes del piano situado en un ángulo de la estancia, no lograban apagar por completo el rumor del polo africano que unos jugadores practicaban en el rincón opuesto.
No había nada que hacer. Prokofieff no podía rivalizar con las piezas de marfil, que producían cada vez más ruido. Sir Guy confirmó entonces mis anteriores sospechas al sacar un monóculo de un bolsillo de su chaleco y ajustarlo en la órbita de su ojo derecho, para mirar primero a la poetisa Laverne Gonnister, y luego a Hymie Kralik, el cual acababa de recibir un golpe en un ojo, de parte de la anterior, y se había acostado en el suelo, chillando como un condenado.
Los chillidos de Hymie duraron hasta que alguien lo pisó fuertemente en el estómago, al pasar por encima suyo, de camino hacia el comedor, en busca de otra botella. Seguidamente, sir Guy oyó que Nadia Vilinoff, la artista comercial, expresaba su desagrado con respecto al tatuaje que Johnny Odcutt exhibía, y a continuación desvió su vista hacia la mesa, debajo de la cual se encontraba Barclay Melton, en animado coloquio con la esposa del tatuado. En esto, Lester Baston se plantó en el centro de la sala y reclamó la atención general al estrellar un vaso en el suelo, antes de anunciar:
—Señoras y señores, tengo el gusto de presentarles a dos distinguidos visitantes, nada menos que La Morsa y el Carpintero. El primero es sir Guy Hollis, uno que tiene algo que ver con la embajada británica, y el otro, como todos saben, no es más que nuestro querido amigo John Carmody, el eminente curador de manías inofensivas.
Acto seguido, asió a sir Guy por un brazo y lo llevó al centro de la estancia, para indicarle:
Ha de saber usted, sir Guy, que tenemos la costumbre de someter a discreto interrogatorio a nuestros nuevos amigos. No es más que una sencilla formalidad, ¿comprende usted? Supongo que estará preparado para responder a nuestras preguntas.
Por supuesto que lo está —pensé yo—, viene preparado para todo.
Baston, al ver que el neófito asentía con aire afable, dio una palmada y exclamó:
—¡Amigos! Aquí os entrego a este bulto procedente de la Gran Bretaña. Tenéis la palabra.
Comenzó inmediatamente el pitorreo que yo había anunciado a sir Guy, pero no tuve ocasión de escucharlo, pues en aquel momento se acercó a mí Lydia Dare y me enganchó por un brazo, para llevarme a remolque a la salita vecina y dedicarme uno de los clásicos discursos que empiezan así: Oh, cariño. Estuve esperando que me telefonearas...
Cuando al fin pude librarme de ella, volví al salón y comprobé, a juzgar por el alboroto general, que sir Guy estaba comportándose, en todos los aspectos, normal y sociablemente.
—Y si se me permite una pregunta —inquirió entonces Baston—, ¿puede explicarnos a qué se debe su visita de esta noche, oh Morsa?
—Por supuesto que sí. Estoy buscando a Jack el Destripador.
Nadie celebró esta vez con risas la respuesta de sir Guy, quizás porque todos los presentes sufrieron la misma impresión que yo había experimentado al oírla por primera vez. Miré entonces a los reunidos y empecé a preguntarme... No; no era posible. Laverne Gonnister, Hymie Kralik, Dick Pool, Nadia Vilinoff, Johnny Odcutt y su esposa, Barclay Melton, Lydia Dare; todos eran inofensivos. Y, sin embargo, qué sonrisa más forzada, la que mostraba Dick Pool. ¿Y la mueca sardónica que torcía los labios de Barclay Melton?
Ya sé que estos pensamientos eran absurdos, pero se daba el caso que hasta entonces no me había dado cuenta de una evidente realidad: que todos los citados, al igual que yo mismo y que todo el mundo, tenían secretos en su vida, hechos y circunstancias que no se revelaban en el curso de aquellas festivas reuniones. ¿Cuántos de los allí presentes tendrían algo turbio que ocultar? ¿Quién, de entre ellos, veneraría a la horrenda diosa Hécate y le ofrecería sangrientos sacrificios? Porque, puestos en plan de sospechar, hasta el mismo Lester Baston podía estar fingiendo.
Volví a concentrar mi atención en el ambiente general, formado por el conjunto de asombradas expresiones de Baston y sus invitados, en manifiesto contraste con la que exhibía sir Guy, de completa complacencia, como si se sintiera satisfecho con la expectación que acababa de suscitar. ¿A qué se debería la obsesión de aquel inglés por lo relativo a Jack el Destripador? ¿Sería, tal vez, un pretexto para encubrir otros secretos?
—La Morsa no bromea, amigos —advirtió Baston, dando una palmada en un hombro a sir Guy, para romper as la tensión nerviosa que parecía haber paralizado a los demás—. Nuestro pariente de la Gran Bretaña se encuentra, verdaderamente, en la buena pista del Destripador, cuya historia conocéis todos, verdad que sí? Pues bien; sir Guy está convencido de que ese asesino sigue viviendo... y cree que anda merodeando por Chicago. Y por si fuera poco, queridos amigos, sir Guy tiene razones para suponer que Jack el Destripador podría hallarse, incluso, en el seno de esta alegre reunión.
La declaración ocasionó las burlonas risitas que eran de esperar.
—¡Lydia Dare! —exclamó entonces Baston, en tono de cómico reproche—. Ni tú ni las otras chicas tenéis motivo para reíros, porque han de saber que El Destripador puede ser muy bien una mujer, una especie de Jill la Destripadora.
Laverne Gonnister se aproximó a sir Guy, para mirarle de cerca y preguntarle:
—¿Quiere usted decir que sospecha, realmente, de uno de nosotros? Pero, si ese Jack el Destripador desapareció hace mucho tiempo! En mil ochocientos ochenta y ocho, si mal no recuerdo.
—Sí, eh —comentó Baston, burlonamente—. Vaya, ¿cómo es que estás tan enterada de esa fecha? Resulta sospechoso, ¿verdad, sir Guy? Viglela usted. No la pierda de vista, que es posible que no sea tan joven como parece. Porque estas poetisas esconden muchas cosas.
Recobrada a poco la tranquilidad, pronto renació el bullicio en el salón. El invitado que había estado tocando el piano se dispuso a aporrear nuevamente las teclas. Lydia Dare empezó a dar señales de desasosiego, fija la vista en la puerta del pasillo que conducía a la cocina, con el evidente deseo de marchar a esta dependencia en busca de otra bebida. De pronto, gritó Baston:
—¡Eli! ¿Sabes una cosa? La Morsa tiene un revólver.
Y, en efecto, su mano haba rozado inadvertidamente el costado izquierdo del inglés, notando el contacto del arma. Y antes de que sir Guy se hubiera dado cuenta de lo que estaba sucediendo, se la había quitado de la funda. Por un momento, temí que las bromas hubiesen llegado demasiado lejos, pero al mirar a sir Guy vi que me dirigía un guiño, y recordé su anterior advertencia: que no debía alarmarme, ocurriera lo que ocurriese.
—Juguemos limpio con nuestro amigo la Morsa —siguió diciendo Baston—. Sabemos que ha venido aquí desde Inglaterra para llevar a cabo su misión. Y yo sugiero que en caso de que ninguno de vosotros esté dispuesto a confesar, le demos una oportunidad de descubrir al criminal... por las malas. Escuchad ahora atentamente. Voy a apagar las luces durante un minuto, y si alguno de los presentes es Jack el Destripador, podrá optar por dos salidas: escapar inmediatamente o eliminar a su implacable perseguidor. ¿De acuerdo?
Pese a que la propuesta venía de un hombre achispado, no dejó de parecerme bastante estúpida. En el consiguiente batiburrillo de exclamaciones y comentarios, nadie concedió atención a las débiles protestas de sir Guy. Acto seguido, Lester Baston se acercó a una pared y levantó una mano hasta el interruptor.
—¡Que nadie se mueva! —advirtió—. Estaremos a oscuras durante un minuto y tal vez a merced de un asesino. Luego encender las luces y empezar a recoger cadáveres. Elijan a sus compañeros de aventuras, señoras y caballeros.
Se apagaron entonces las luces y alguien soltó una risita nerviosa. Desde el sitio en que me encontraba, pude oír el rumor de unos pasos, así como un ligero murmullo. Una mano me tocó la cara, provocándome un respingo.
Aquella situación era absurda; verdaderamente absurda. Estar allí de pie, en silencio y en la oscuridad, en compañía de un grupo de chiflados. Claro que eso no bastaba para que me sintiese extrañamente receloso, aterrorizado más bien, porque no podía evitar una horrible idea: la de que Jack el Destripador deba de haber andado así, por las calles de Londres, en medio de las tinieblas, entre infinidad de personas que temían por sus vidas.
De modo imprevisto, alguien profirió un alarido, y yo reconocí la voz de sir Guy, antes de oír el sordo golpe producido por un pesado cuerpo al caer al suelo. A continuación, Lester Baston encendió las luces... y a todos se nos escapó un grito de horror. Sir Guy Hollis yacía sobre la alfombra, con los brazos abiertos y empuñando su revólver en una mano.
Entonces me maravillé al comprobar cuán diversas pueden ser las expresiones de los seres humanos, confrontados con un espectáculo como aquél. Todos los invitados de Baston se hallaban allí. Ninguno había aprovechado la oportunidad para escabullirse, y, sin embargo, sir Guy estaba tumbado en el suelo, inmóvil y...
—¡Estupendamente! —dijo sir Guy, ponindose de rodillas, para levantarse y dedicarnos una afable sonrisa—. No ha sido más que un experimento. Si Jack el Destripador se hubiese encontrado entre ustedes y hubiera creído que me habían asesinado, en este momento se habría delatado a sí mismo. Ahora he quedado completamente convencido de la inocencia de todos ustedes, queridos amigos. Perdónenme por el susto que acabo de proporcionarles.
Seguidamente, se dirigió a mí y me preguntó:
—¿Nos vamos, John? Creo que es un poco tarde.
Incapaz de reaccionar, le seguí en silencio hasta el vestíbulo para recoger nuestros sombreros, mientras el resto de la concurrencia continuaba mirándonos sin decir palabra.
Conforme con nuestro previo acuerdo, a la noche siguiente me reuní con sir Guy en la esquina de la Calle 29 y la avenida Halsted. Después de lo que había presenciado veinticuatro horas antes, hallábame preparado para cualquier eventualidad, pero nada extraño ocurrió en el momento del encuentro. Sir Guy estaba esperándome, al amparo de las sombras de un portal, y lo único que reveló su actitud de alerta fue el instintivo movimiento de su mano, en dirección de la funda de su revólver, cuando yo me le aproximé sin ser visto y exclamó:
—Buenas noches.
—Muy buenas —le contesté—. ¿Preparado para iniciar nuestra desatinada partida de caza?
—En efecto —asintió, sonriendo amigablemente—. Y me alegro al comprobar que concuerda usted conmigo, pues ha venido a la cita sin hacer preguntas. Eso demuestra que se fía de mi intuición.
Luego, mientras íbamos andando a lo largo de la calle, observó:
—Hay niebla esta noche, señor Carmody, igual que en Londres. Y además, también hace frío, a pesar de que estamos en noviembre. Es curioso. Niebla londinense... y el mes de noviembre. El mismo lugar y la misma época que la de los crímenes del Destripador.
—No exactamente —hice notar—. Permítame que le recuerde que no estamos en Londres, sino en Chicago, y que tampoco es el mes de noviembre de mil ochocientos ochenta y ocho, sino más de medio siglo después.
—¿Usted cree? No estoy tan seguro. Fíjese en estos callejones que vamos cruzando, estrechos, oscuros, como los del East End. Seguro que tienen más de medio siglo, por lo menos.
—Estamos en el barrio de South Clark —le indiqué—. Y la verdad es que no sé por qué me habrá citado usted aquí.
—Una corazonada. Sólo un presentimiento, señor Carmody. Quiero dar una vuelta por estos lugares, porque tienen una disposición muy semejante a la de la zona donde El Destripador solía deambular. No crea que lo buscaré en los distritos bien iluminados, como el barrio bohemio, sino aquí, entre las tinieblas, que es donde se mantiene al acecho.
No pude evitar que mi voz temblase un poco al preguntar, con fingido desparpajo:
—Entonces, ¿por eso va usted armado?
—Es posible que necesitemos un revólver. Al fin y al cabo, ésta es la noche en que ha de volver a matar.
Seguimos caminando por aquellas calles desiertas y envueltas en niebla. De vez en cuando se veía la claridad que brotaba del interior de una taberna, pero el resto del barrio se encontraba sumido en densa oscuridad. Al cabo de un rato, impresionado por aquel ambiente, empecé a temer la posibilidad de que me atacase a mí también la locura de mi acompañante, y con acento un tanto irritado, señalé:
—Pero, ¿no ve usted que no hay ni un alma por estas calles?
—Tiene que aparecer. Tiene que venir aquí, aquí. Un lugar sórdido como éste atrae a la maldad, y El Destripador es un espíritu maligno. Siempre ha cometido sus crímenes en los barrios sucios. Tal vez se trate de un capricho suyo, pero lo cierto es que parece sentir predilección por la mugre. Sin contar con que el tipo de mujer que elige como vctimas es más fcil de encontrar en los tugurios y tabernuchos de toda gran ciudad.
—Pues bien, entremos en algún tabernucho, porque lo cierto es que estoy helándome.
Minutos después cruzábamos la puerta de una taberna, cuyo único ocupante era el gigantesco tipo que atendía el mostrador. Tras haber abonado el importe de una botella de ginebra, fuimos a sentarnos en la intimidad de un reservado, donde nos pusimos a charlar, en tanto sorbíamos el contenido de nuestros vasos. Pasó un cuarto de hora, y otro cuarto.., y al final, era sir Guy el único que hablaba, y acerca de lo mismo que me había contado en mi consultorio el primer día en que nos vimos.
Como si no me lo hubiese referido entonces, pero es que los pobres obsesivos son así. No hay nada que los aparte de su idea fija. Yo me limitaba a asentir de vez en cuando, pacientemente, y a llenarle su vaso. Hasta que me pregunté si el exceso de alcohol, en lugar de aplacar a mi locuaz acompañante, no le desataría más la lengua. A punto de perder la paciencia, le interrumpí para observar:
—Perfectamente, sir Guy. Admitamos que tiene usted razón, que su teoría es correcta, aunque para ello debamos hacer caso omiso de las leyes naturales y tragarnos una porción de supersticiones. De acuerdo en que Jack descubrió la manera de prolongar su propia vida mediante el ofrecimiento de sacrificios, y en que ha viajado alrededor del mundo, tal como usted afirma. Supongamos, también, que todo lo que usted cree es absolutamente cierto, y que Jack está ahora aquí, en Chicago.
—Bien.
—Sencillamente, sir Guy, que aunque todo lo que usted se empea en creer fuera verdad, no por ello hemos de esperar que Jack el Destripador vaya a presentarse aquí, en esta taberna, para que usted lo mate o lo entregue a la policía. Y dicho sea de paso, todavía no sé lo que se propone hacer con él, en caso de que lo encuentre.
Vació de un trago su vaso y murmuró:
—Voy a atrapar a ese canalla. Voy a capturarlo y entregarlo a las autoridades, junto con todos los documentos y pruebas que he reunido a lo largo de todos estos años. He gastado una fortuna en esta investigación, señor Carmody, ¿o tal vez prefiere que lo tutee y le llame John?
—Como le parezca.
—De acuerdo, pues, John. Tal como iba diciéndote, la captura de este criminal supondrá la solución de muchos asesinatos que han quedado sin resolver. Te aseguro que una bestia enloquecida anda suelta por el mundo, una bestia que ofrece sacrificios a la diosa Hécate.
—No lo dudo. Sin embargo, me gustaría saber también cómo se las va a arreglar para reconocerle. Y, sobre todo, cómo está tan seguro de que habrá de encontrarle.
—Sé que anda cerca de aquí. Lo sé, lo presiento. Digamos que soy un sujeto... intuitivo, ¿comprende?
No. Sir Guy no era intuitivo. Era tonto y estaba borracho. Alargué entonces una mano y puse la botella fuera de su alcance. Y al ver que trataba de arrebatármela, me levanté y en tono destemplado, pues después de todo no era uno de mis pacientes, le dije:
—Escuche, esto pasa ya de la raya. Voy a hacerle una sugerencia, tomemos un taxi y marchémonos de aquí. Por lo visto, su amigo Jack se ha atemorizado y no vendrá a verle. Mañana, cuando se haya despejado, podrá presentarse ante las autoridades con todos sus documentos, para convencerles de lo acertado de su teoría, y si ellos le creen... en fin, las autoridades federales son lo suficientemente competentes para llevar a cabo una investigación a fondo y localizar a ese criminal.
Con la obstinación del beodo, sir Guy murmuró:
—No; en taxi, no.
—Bueno, hombre, nos iremos caminando si quiere, pero salgamos ya de aquí. ¿No sabe que son más de las doce?
En respuesta, se encogió de hombros, se puso en pie y fue conmigo hasta la puerta, pero al llegar allí, dio un paso atrás y desenfundó su revólver.
—¿Qué hace usted? —exclam, alarmado—. No pretenderá andar por la calle con un revólver en la mano. Venga, démelo.
No se opuso sir Guy a que le quitase el arma y me la guardara en un bolsillo de mi chaqueta. Una vez en la calle, donde la niebla se había vuelto más densa, echamos a andar hasta la primera encrucijada, punto en que mi aturdido acompañante se detuvo y se apoyó en la pared, fija la vista en el tenebroso callejón que partía de aquel sitio. Impaciente, farfulló:
—Usted piensa que todo esto es una broma. O una manía. Llámela como quiera, John, pero he de decirte una cosa. En 1888, una de las desgraciadas víctimas del Destripador fue mi madre. Sí, lo que has oído, mi madre. Luego, mi padre me reconoció, y me hizo compartir su juramento de emplear nuestras vidas en la búsqueda del asesino. Empezó esa búsqueda, y murió en Hollywood, en 1929, cuando seguía la pista del Destripador. Sí, la prensa dijo que lo habían matado en una reyerta, pero yo conozco la identidad de su asesino. Por eso he continuado su trabajo, ¿comprendes, John? Seguiré buscando a ese monstruo hasta que lo encuentre y pueda matarlo con mis propias manos. Porque Jack destruyó la vida de mi madre y la de muchas otras personas, para mantener la suya. Igual que un vampiro, se revuelca en la sangre de sus víctimas y se nutre de muerte. Igual que una fiera infernal, anda al acecho por el mundo, en espera de matar, y matar. Es endiabladamente astuto, pero yo no descansaré hasta que lo encuentre. No descansaré nunca, nunca.
No hacía falta que lo afirmara con tanto énfasis para convencerme. Seguro estaba de que jamás habría de renunciar a su propósito. Porque sir Guy era tan fanático en su obsesión como el mismo criminal al que buscaba.
Al día siguiente, quizás, cuando se hubieran disipado los efectos de su borrachera, iría a las autoridades para entregar sus documentos sobre el caso. Y seguiría investigando. Y tal vez, algún día, más tarde o más temprano recibiría la recompensa a su persistencia. Porque siempre, y a pesar de todo, había tenido la impresión de que aquel hombre no andaba muy descaminado con sus teorías, por fantásticas que éstas pareciesen.
—Vamonos —le apremié, asiéndole de un brazo—. Est haciéndose...
—Un momento. Devuélveme mi revólver. Me siento más tranquilo cuando lo tengo en mi funda.
Y como yo insistiera en obligarle a caminar, se afianzó sobre sus pies y repitió:
—Devuélveme mi revólver, John.
—Está bien —dije, al tiempo que sacaba una mano del bolsillo.
Sir Guy bajó la mirada... y abrió los ojos desmesuradamente, mientras balbuceó:
—Pero... eso no es mi revólver, es un cuchillo.
—Ya lo sé —asentí, derribándole al suelo.
—¡John! —gritó.
Y yo murmuré, al acercar la afilada hoja a su garganta:
—No me llames John. Llámame Jack.