La historia de Aleksandra está en dos partes completamente diferentes, la una de la otra.

En la primera, es Aleksandra escribiendo su historia a manera de un diario. Es naturalmente ambigua para escribir y relatar sus situaciones, ya que creció en un ambiente rural y su manera de expresarse, en esos momentos, era breve y con falta de detalles, centrándose más en sus emociones que en la situación social.

La segunda parte está escrita ya desde un punto de vista externo, mostrando mayor atención en su alrededor y la manera en que la historia se movió en el camino que ella seguía.

I

No soy nadie.

En esta sociedad llena de apariencias, rangos, vestidos, estatus… no soy nadie. A pesar de mis “talentos”, soy una persona desconocida. Pero creo que eso está bien, así es más fácil el pasar desapercibida.

Es mejor así, en ese entonces no sabría como lo tomaría mi esposo, que no entendería de situaciones sobrenaturales a pesar de ver el sol pasearse por el cielo y no cuestionar su razón o motivo. A pesar de que él mismo estaba atado al ciclo donde ambos estábamos destinados.

Ese ciclo.

El mago del lago me dijo que, de ahora en adelante, sería difícil de recordar las situaciones pasadas, sobre todo si los tres estábamos tan alejados de la magia; los Atalayas me obsequiaron la magia en esta vida, a este cuerpo, haciéndome comprender todo lo que el mago pasó en su inmortalidad.

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Mi nombre.

Se me dio un nombre al nacer: Aleksandra. Un nombre, para una bruja, es algo importante… darlo, le da poder al oyente. Mi madre tenía ese poder sobre mí. Mi padre tenía ese poder sobre mí… incluso mi hermano mayor, Maximilien, lo tenía.

Nací en la pobreza, aunque yo no considero que lo fuera; tenía el estómago lleno, el cuerpo cubierto con prendas, y una cama, compartida con mis padres, en la que dormía. Mi padre trabajaba en el campo y mi hermano mayor era un soldado. Pero, según mi madre, éramos pobres, porque nuestras manos estaban sucias con la tierra del campo, porque no teníamos joyas o vestido coloridos como los miembros del clero.

—Y, peor aún. —Me dijo, en un tono de decepción. —Tienes el cabello rojo como tu tía, que es de mal augurio. Nadie va a querer contraer matrimonio contigo.

El cabello rojo oscuro y los ojos verdes de la tía Yelena eran de mala suerte, decían, por haber nacido de noche bajo la luna nueva; fue ese el motivo por el que, cuando comencé a sangrar a los doce años, fui enviada al convento del pueblo, para así convertirme en una monja y evitar que esa maldición se siguiera pasando. Mis padres no parecían tan dolidos como yo lo estaba con mi partida, eso lo recuerdo muy claramente.

A diferencia de lo que pensaba, las hermanas de la Caridad fueron amables y dulces conmigo, aunque terriblemente estrictas en las labores: oración, limpieza, estudio. Cortaron mi cabello hasta arriba de los hombros, me vistieron con el hábito claro de novicia; me enseñaron a leer y escribir, privilegio de nobles y religiosos, a preparar medicinas para los enfermos y heridos… que se me daba bastante bien.

—Es como si Dios te hubiese bendecido con ese talento. —La hermana Alegra, mi tutora, me decía cada día.

Si, pero yo no lo notaba.  Mi talento, según yo, era la fuerza que había adquirido tras trabajar en el campo junto a mis padres, por lo que era realmente útil para ellas al poder levantar cosas más pesadas aun con el hábito puesto. Por mi servicio en el templo, se me daba como pago 8 dines diarios, de los cuales mandaba la mitad al final de la semana a mi madre… no era mucho, mi hermano ganaba 2 desjat (20 dines) como soldado, pero podía ayudarlos un poco con ello.

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Era una noche de luna llena cuando conocí al capitán Locksley.

Era un grupo “élite” del emperador Andrev I, que llegó al convento a descansar y curar sus heridas; era un hombre de no más de 25 años, no tan alto o fornido como sus soldados, pero tenía un aire que inspiraba respeto, y sus ojos grises eran gélidos, cortantes, abrumadores, como si observaras una tormenta que se avecinaba. Llevaba el platinado cabello atado en una cola baja, y el negro atuendo con pantalón guinda y detalles dorados, distintivo de los soldados élite. Recordaba a Maximilien hablar acerca de ellos, de entrar a entrenar en su grupo, de lo grandes que eran…

—¿Cuál es tu nombre?

Me sorprendió. La mayoría de los hombres dormían en ese momento, a excepción de dos guardias, en el galerón que utilizábamos como comedor para mendigos y viajeros; tuve un deja vu cuando vi los ojos del capitán en mí, y sentí como una descarga eléctrica sacudía mi cuerpo en ese momento. Bajé las cubetas con agua que había sacado del pozo en el jardín, solo para evitar salpicarme con ellas.

—Aleks, mi señor. —Contesté, tal como me habían enseñado las hermanas.

La soledad de ese momento pudo haber sido maliciosa para ojos ajenos, pero, en ese entonces, yo era demasiado inocente para notarlo. Además, desconocía el prestigio de ese hombre delante de mí.

—¿Aun eres novicia?

—Sí.

Fue toda nuestra conversación esa noche. Tan rara, que me dificultó el poder dormir.

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—Aleksandra, el capitán Locksley ha ofrecido 100 sto por ti. —La madre superiora se notaba bastante preocupada. —Una parte será para tus padres, y el resto para el convento. Quiere llevarte a la capital, con la promesa de darte un trabajo gratificante. Partirás con ellos al medio día.

No tuve decisión. Era simplemente un objeto que fue vendido a un hombre.

Me despedí de mis hermanas, teniendo una sensación de nostalgia y dolor en el pecho; recuerdo haber llorado mucho dentro de una de las carretas, cargada de hombres y suministros, pensando en todo lo que había dejado atrás por… ¿100 sto? ¿Cuántos dines era eso? En ese entonces jamás había escuchado tal denominación.

—Es normal sentirse nostálgico por lo que se dejó atrás, pero eso no quiere decir que no puedas regresar.

El capitán Locksley solo se acercaba a mi por las noches, para saber si había comido y para corroborar que nadie me hubiese lastimado (sus soldados le temían demasiado); aun llevaba conmigo las prendas de novicia, aunque en colores opacos, aquellas que utilizábamos cuando salíamos del convento. Estaba consciente de que me veía devastada y agotada.

—¿Podré regresar? —Le había cuestionado, notando mi propia voz enronquecida.

Odiaba llorar. Lo odiaba, pero…

—Sí, con el tiempo. El trabajo que te he ofrecido podrá permitírtelo con el tiempo.

“Ofrecido”. La madre superiora solo me había exigido que me fuera con él, no me lo ofreció; sin embargo, decidí guardar silencio al respecto.

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Fueron dos días de camino para llegar a la ciudad capital; fue asombroso para mí, en ese entonces, el ver las enormes casas pintadas, con vitrales y escalones que solo había visto en la residencial del clérigo, el hombre más rico del pueblo. Las calles eran de piedra lisa, no de tierra, y había luces en lo alto de varas gruesas de madera, iluminando la tarde noche en la que llegamos.

El capitán Locksley me dejó en un edificio de esos, que tenía dos pisos y ventanales claros cubiertos con cortinas de tela; allí se encontraba madame Luthier, una mujer corpulenta que gustaba de vestidos coloridos largos y perfumes fuertes, pero de carácter amable y maternal. Se me dio entonces una habitación pequeña, pero para mi sola, a diferencia de la celda que compartía con otra novicia y de el único cuarto en el que vivía con mis padres: tenía una cama (de verdad), un ventanal, una cajonera con velas, una mesita de madera con un espejo ovalado, que contenía una palangana con agua y una pequeña toalla.

—Mañana al amanecer ya debes estar levantada y lista para el desayuno. Después, vendrán tus nuevas clases y prácticas.

Madame Luthier salió de la habitación en ese momento, dejándome sola, abstraída en lo que tenía delante; era la primera vez que podía verme ante un espejo, dormir en una cama suave. En ese momento tenía el cabello corto hasta los hombros, rojo ondulado, y la cara lechosa, dorada por el sol, manchada por la tierra y polvo del camino.

Jamás había dormido tan bien.

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Fueron dos años.

Era la rutina de despertar, alistarme, desayunar, limpiar. Estudiar junto a otras señoritas la etiqueta que se tenía en ese lugar, quizá leer un poco y escribir otro tanto; a media tarde, portar la máscara que cubría parcialmente nuestros rostros y cabeza, para entrenar físicamente con el uso de la esgrima, la lanza, e incluso los puños.

Estaba siendo preparada, sin saber al inicio, para ser una élite.

Tardé un poco en comprenderlo. El capitán Adam Locksley tenía el talento de “encontrar talentos” con solo mirarlos, y él había visto algo en mi aquella noche en el convento; éramos un grupo reducido, llevábamos el rostro cubierto para no revelar ante ajenos nuestras identidades, aunque, entre nosotros y el capitán nos conocíamos las caras y nombres de pila. Los más avanzados usaban propiamente la careta de una armadura liviana, en color cromado, así como el peto, los antebrazos y piernas de una.

Solo se conocían de manera pública la identidad de tres soldados élite, quienes eran los encargados de guardar la vida del emperador: el duque Gabriel Isov, un fornido muchacho de rubio cabello y ojos dorados, el mismo capitán Locksley… y Lain Lakefield.