Se las había arreglado para escabullirse al patio de la azotea sin ser vista por nadie en el hospital, aunque ella sabía que no tardarían mucho en darse cuenta de su ausencia. Cerró la pesada puerta de metal tras de sí y se acercó con los pies descalzos a una distancia considerable de los límites del borde del edificio. Era una diosa, realmente no necesitaba de esos cuidados intensivos, a diferencia de cualquier mortal, sus heridas sanaban más rápido, incluso su piel calcinada comenzaba a regenerarse y a volver a ser esa piel suave y delicada de siempre.

 

El viento gélido sacudió su bata blanca y Afro se abrazó a sí misma para evitar congelarse. Las inmensas calles y avenidas salpicadas de luces parecían un segundo cielo nocturno; lleno de pequeños luceros de diferentes colores, pantallas instaladas en los edificios que se habían enmudecido a medida que la medianoche se aproximaba. Afro siguió con la mirada a esos casi infinitos senderos luminosos, hasta llegar a un punto en la ciudad en los que estos desaparecían abruptamente, devorados por la oscuridad que se elevaba sobre el inmenso cráter de destrucción y escombros.

 

A Afro la recorrió un escalofrío que le heló la sangre y los huesos. El precioso rostro de la deidad se crispó y su mano llegó a tiempo a sus labios para amortiguar el grito ahogado de terror que brotó desde lo más profundo de su alma inmortal.

 

Más de la mitad de aquella ciudad había sido borrada de la existencia para siempre. ¿Cuántas de aquellas vidas que se apagaron durante esa noche habían pertenecido a niños, a criaturas inocentes que recién comenzaban sus andanzas en el mundo? ¿Cuántos transeúntes no habían abordado el último tren de medianoche, sabiendo que no volverían a la calidez de sus hogares? ¿Tan siquiera alguien tuvo tiempo para despedirse de sus seres queridos? Nadie volvería a sentir la luz del sol besando su piel, nunca más volverían a sentir la sensación reconfortante de un abrazo, sus risas y voces se esfumaron para siempre y con ellas, las lágrimas y el dolor también. Durante la colisión entre su poder y el de su adversario se desató una explosión, un infierno de fuego que alcanzó temperaturas imposibles, quizás las llamas fueron gentiles con todo aquello que consumieron, tal vez entregaron a todos y cada uno de los desafortunados habitantes de aquel sitio, el regalo de una muerte rápida e indolora. No podía asegurarlo.  

 

Debería sentirse culpable, debería de sentirse como el ser más repugnante sobre la tierra al haber sido ella uno de los autores de tal catástrofe. En parte se sentía así y, sin embargo, al intentar comprender lo sucedido, la culpa quedó subyugada por una sensación completamente diferente. Inesperada. Descubrió con asombro que no lo quedaba ninguna lagrima por derramar de sus ojos amatistas. Simplemente no las tenía.

 

En cambio, había una sombra que provenía desde los rincones inexplorados de su alma que embriagó su pecho con una sensación triunfal, satisfactoria; como si la hiciera enorgullecerse de su obra. La explosión solo fue la antesala para abrir la jaula a una bestia salvaje hecha de fuego y ceniza que moraba en lo más profundo de su ser, ahora liberada de sus cadenas. Su verdadero potencial, el despertar de un volcán inactivo. Su magia madurando más allá de lo que ella creía posible, su auténtico poder.

 

Poder.

 

Eso era el cosquilleo tan placentero que le recorría por las palmas de sus manos; poder. Porque ella sabía que ya no había marcha atrás, lo que despertó había traído a este mundo….

 

──── La condena de las Moiras…