Junio era una bendición para los trabajadores del Paraíso 74. Con la llegada del sexto mes del año, también lo hacían las lluvias torrenciales constantes que, sobre todo durante aquellos días, arrasaban la zona. Aunque las temperaturas seguían siendo tropicales, la estampa desmerecía hasta el punto de hacer bajar en picado las reservas. Les esperaban unos meses más tranquilos, mucho más tranquilos, y concretamente aquel era un regalo.
Turnos relajados, pocos turistas, poco que hacer... Casi parecía que tenían trabajos corrientes de ocho horas diarias, con descansos y vacaciones pagadas. Desde la misma plataforma del Paraíso se indicaba junio como un mes de reformas, reparaciones, mejoras... Una forma sutil de indicar a los posibles turistas que allí no tenían mucho que hacer. Los únicos que no parecían darse por aludidos eran, salvo un par de excepciones mal contadas, un grupo bastante numeroso de japoneses con fijación por las mujeres, mejor cuanto más jóvenes. La situación dejaba a Heitor, y a muchos compañeros, en un limbo de paz y trabajo ligero que era un verdadero sueño.
Solo había un punto negativo para tanta paz: las dosis de Utopia eran las mínimas. Sin turistas que les ofrecieran más o que les valorasen por su servicio, el consumo se reducía y la incertidumbre aumentaba. Un fallo en temporada alta podía subsanarse. En temporada baja era una dosis perdida. A no ser que los japoneses te reclamasen en una de las villas. Heitor solo les había llevado una langosta un día, hacía cosa de una semana.
Fue uno de los motivos por lo que, cuando aquella tarde Lawan 62 le ofreció un vial por cubrirla aquella noche en uno de los bares a pie de playa, aceptó sin titubeos. Utopia por una noche de no trabajar que además le ahorraba a ella ponerse en peligro. Ojalá pudiera ser altruista. Ojalá. Se lo repitió una y cien veces mientras se pinchaba, arrodillado en su cuarto, antes del turno.
Un turno sin sobresaltos, sin sorpresas. Un turno que empezó sacudiendo bien el paraguas corporativo que dejó bien guardado antes de quedarse plantado detrás de la barra. Disimuladamente, aunque nadie le prestase atención, recuperó de donde llevaba días guardado un libro de edición de bolsillo que leía durante las horas muertas.
El agua caía con fuerza, creando una banda sonora perfecta para su lectura. Las pocas mesas ocupadas, bien protegidas bajo sombrillas o doseles propios, ya estaban atendidas cuando él había relevado a su compañero en el turno. Ya se ocuparían de llamarle si le necesitaban. Por ahora su atención plena la tenía un crimen de ficción mucho menos trágico que aquella vida.