El Eco de un Grito Ahogado

Nunca debí existir.

Eso lo supe desde que tuve uso de razón. Mi madre era una banshee, un susurro en la noche, un lamento condenado a anunciar muertes. Mi padre, un terco investigador humano que creyó que podía amar lo sobrenatural sin consecuencias.

Se equivocó.

Ella se desvaneció después de traerme al mundo, como si el universo mismo hubiera decidido que su destino era llorar por los muertos, no criar a un hijo. Me quedé con él, con sus libros polvorientos y sus teorías sobre criaturas que la mayoría negaba. Crecí entre dos mundos: demasiado humano para los sobrenaturales, demasiado extraño para los humanos.

Y entonces, a los dieciséis, el hormigueo llegó por primera vez.

Un dolor afilado en la nuca, como un cuchillo de hielo. Después, la visión: mi padre, desplomado en un callejón, su sangre mezclándose con la lluvia. Corrí como un loco, las botas resbalando en el asfalto mojado. Pero ya era demasiado tarde.

Su cuerpo aún estaba caliente cuando lo encontré. Y en la pared, justo encima de él, alguien (o algo) había grabado un símbolo: un ojo dentro de un círculo, las líneas quemadas como con ácido.

La policía lo archivó como un robo fallido.

Mi padre murió por lo que sabía. Y ahora… ese símbolo me persigue en cada caso, en cada espectro que susurra advertencias.

Alguien mató al único humano que me importó.

Y voy a destripar la verdad, aunque tenga que arrancársela a los muertos.