— 𝐸𝑙 𝐴𝑐𝑡𝑜𝑟 𝑑𝑒𝑙 𝑉𝑒𝑙𝑜 𝐸𝑡𝑒𝑟𝑛𝑜 —
El teatro estaba vacío. Las butacas cubiertas por sábanas blancas, como tumbas de espectadores ausentes. El aire olía a polvo antiguo y a rosas secas. Solo el eco respiraba en ese lugar, caminando por las vigas como un gato hambriento.
Y en el escenario...
Johan.
Vestido de terciopelo negro con bordes dorados. Sentado frente a un espejo alto, ovalado, de esos que no reflejan tanto como devuelven memorias. Frente a él, una mesa con frascos de maquillaje, máscaras apiladas, pelucas, anillos, guantes y vendas. Tantas veces había cambiado de rostro que sus dedos sabían maquillarlo con los ojos cerrados.
Hoy le tocaba ser alguien nuevo. O quizás alguien olvidado.
—¿Quién seré esta noche? —se preguntó, y la voz no tenía ni una pizca de ironía. Era real la duda. Terriblemente real.
Le habló a su reflejo, pero su reflejo no le devolvió la palabra.
Solo lo miró, paciente, como se mira a alguien que se sigue ahogando en un pozo donde ya no hay agua.
Porque Johan ya fue todo.
Fue dios en una tierra sin fe. Fue demonio donde solo quedaba culpa.
Fue padre, verdugo, sanador, mártir, traidor, maestro, esclavo, amante, tumba.
Fue cada cosa con la misma pasión con la que un adicto busca el próximo trago de sí mismo.
Y ahora...
Ahora no quedaba nada.
Pero debía actuar. Porque el silencio también exige máscaras. Porque incluso cuando el universo se duerme, alguien tiene que mantener viva la ilusión de que la historia continúa.
Tomó un anillo. Lo giró entre los dedos.
Un objeto antiguo. Recuerdo de un rol que lo marcó... aunque ya no recordaba cuál.
Solo sabía que alguien —algún Johan pasado— había amado con ese anillo. O tal vez traicionado.
—Hoy seré un salvador que no cree en la salvación —murmuró, mientras se cubría la cara con polvo blanco—. O un farsante que, por una vez, dice la verdad.
Y entonces sonrió.
No con burla. Sino con esa melancolía digna de un monstruo que ha jugado a ser humano demasiadas veces... y se ha olvidado de qué vino primero.
Se puso de pie.
La luz del escenario lo abrazó como un ritual. No había público. No había obra. Pero había que actuar. Porque el teatro no necesita testigos. Solo necesita que alguien lo mantenga vivo.
Y Johan siempre está dispuesto.
A ser todo.
A ser nada.
A interpretar cualquier cosa, menos a sí mismo.
— 𝐸𝑙 𝐴𝑐𝑡𝑜𝑟 𝑑𝑒𝑙 𝑉𝑒𝑙𝑜 𝐸𝑡𝑒𝑟𝑛𝑜 —
El teatro estaba vacío. Las butacas cubiertas por sábanas blancas, como tumbas de espectadores ausentes. El aire olía a polvo antiguo y a rosas secas. Solo el eco respiraba en ese lugar, caminando por las vigas como un gato hambriento.
Y en el escenario...
Johan.
Vestido de terciopelo negro con bordes dorados. Sentado frente a un espejo alto, ovalado, de esos que no reflejan tanto como devuelven memorias. Frente a él, una mesa con frascos de maquillaje, máscaras apiladas, pelucas, anillos, guantes y vendas. Tantas veces había cambiado de rostro que sus dedos sabían maquillarlo con los ojos cerrados.
Hoy le tocaba ser alguien nuevo. O quizás alguien olvidado.
—¿Quién seré esta noche? —se preguntó, y la voz no tenía ni una pizca de ironía. Era real la duda. Terriblemente real.
Le habló a su reflejo, pero su reflejo no le devolvió la palabra.
Solo lo miró, paciente, como se mira a alguien que se sigue ahogando en un pozo donde ya no hay agua.
Porque Johan ya fue todo.
Fue dios en una tierra sin fe. Fue demonio donde solo quedaba culpa.
Fue padre, verdugo, sanador, mártir, traidor, maestro, esclavo, amante, tumba.
Fue cada cosa con la misma pasión con la que un adicto busca el próximo trago de sí mismo.
Y ahora...
Ahora no quedaba nada.
Pero debía actuar. Porque el silencio también exige máscaras. Porque incluso cuando el universo se duerme, alguien tiene que mantener viva la ilusión de que la historia continúa.
Tomó un anillo. Lo giró entre los dedos.
Un objeto antiguo. Recuerdo de un rol que lo marcó... aunque ya no recordaba cuál.
Solo sabía que alguien —algún Johan pasado— había amado con ese anillo. O tal vez traicionado.
—Hoy seré un salvador que no cree en la salvación —murmuró, mientras se cubría la cara con polvo blanco—. O un farsante que, por una vez, dice la verdad.
Y entonces sonrió.
No con burla. Sino con esa melancolía digna de un monstruo que ha jugado a ser humano demasiadas veces... y se ha olvidado de qué vino primero.
Se puso de pie.
La luz del escenario lo abrazó como un ritual. No había público. No había obra. Pero había que actuar. Porque el teatro no necesita testigos. Solo necesita que alguien lo mantenga vivo.
Y Johan siempre está dispuesto.
A ser todo.
A ser nada.
A interpretar cualquier cosa, menos a sí mismo.