Lucien se deja caer sobre el césped húmedo, sin la elegancia que muestra frente a la corte. Sus dedos se hunden en la hierba fría mientras fija la mirada en el cielo, donde las estrellas titilan como si parpadearan a destiempo.
Un suspiro apenas audible se escapa de sus labios.
-…Demasiado quieto hoy.-
Murmura para sí mismo, aunque no espera respuesta. Nunca la hay.
La brisa nocturna le despeina el cabello rubio, él ni intenta acomodarlo. Sus ojos siguen la pequeña danza de luz allá arriba, pero algo en su expresión deja claro que no está realmente mirando las estrellas, sino el espacio entre ellas.
Cierra los ojos un instante.
Cuando los abre, su mirada vuelve a ese cielo vasto que parece no ofrecerle nada.
Ni compañía.
Ni consuelo.
Solo un recordatorio sutil, constante, de lo grande que es el mundo y de lo pequeño que se siente él esta noche.
-…Qué ironía.-
Dice con una media sonrisa sin brillo, apoyando un brazo detrás de la cabeza.
La corte lo teme.
El reino lo respeta.
Las leyendas lo exageran.
Aquí, bajo las estrellas, Lucien no es nada de eso.
Solo un hombre solo, recostado contra la noche.
Lucien se deja caer sobre el césped húmedo, sin la elegancia que muestra frente a la corte. Sus dedos se hunden en la hierba fría mientras fija la mirada en el cielo, donde las estrellas titilan como si parpadearan a destiempo.
Un suspiro apenas audible se escapa de sus labios.
-…Demasiado quieto hoy.-
Murmura para sí mismo, aunque no espera respuesta. Nunca la hay.
La brisa nocturna le despeina el cabello rubio, él ni intenta acomodarlo. Sus ojos siguen la pequeña danza de luz allá arriba, pero algo en su expresión deja claro que no está realmente mirando las estrellas, sino el espacio entre ellas.
Cierra los ojos un instante.
Cuando los abre, su mirada vuelve a ese cielo vasto que parece no ofrecerle nada.
Ni compañía.
Ni consuelo.
Solo un recordatorio sutil, constante, de lo grande que es el mundo y de lo pequeño que se siente él esta noche.
-…Qué ironía.-
Dice con una media sonrisa sin brillo, apoyando un brazo detrás de la cabeza.
La corte lo teme.
El reino lo respeta.
Las leyendas lo exageran.
Aquí, bajo las estrellas, Lucien no es nada de eso.
Solo un hombre solo, recostado contra la noche.
Ustedes son lo único que me hace recordar que este es el mundo real cada vez que despierto...
— Le murmuraba a sus compañeros de cuatro patitas, esos que ya hace unos años, desde que se mudó, le hacían compañía incondicional. La dependencia emocional no era buena, lo sabía, pero ¿Qué daño le podían causar dos pequeños animalitos? Seguramente no más del que podría una persona.
Era la tercera vez en la semana que se despertaba con ese dolor en el pecho, con una angustia tal que parecía haber perdido una vida entera ¿Qué era ese sentimiento? Cada vez que despertaba de aquel sueño profundo, lo hacía con la sensación de haber perdido algo importante, muy importante, pero jamás lograba recordar que y no había nada nada en el mundo real que le causara semejante angustia.
¿Sería que en el mundo de sus sueños, otra realidad lo despedía con tristeza cada vez que debía regresar a este plano terrenal? ¿Por eso se sentía vacío? ¿Por eso cargaba una nostalgia inexplicable?
En lugar de seguir pensando se puso de pie, pues sus pequeños querían comida y recordó que no tenía. Ahora estaba concentrado en su nueva misión, conseguir una tienda abierta un domingo a las 5 de la mañana para comprarle comida a sus hijos gatunos. —
Ustedes son lo único que me hace recordar que este es el mundo real cada vez que despierto...
— Le murmuraba a sus compañeros de cuatro patitas, esos que ya hace unos años, desde que se mudó, le hacían compañía incondicional. La dependencia emocional no era buena, lo sabía, pero ¿Qué daño le podían causar dos pequeños animalitos? Seguramente no más del que podría una persona.
Era la tercera vez en la semana que se despertaba con ese dolor en el pecho, con una angustia tal que parecía haber perdido una vida entera ¿Qué era ese sentimiento? Cada vez que despertaba de aquel sueño profundo, lo hacía con la sensación de haber perdido algo importante, muy importante, pero jamás lograba recordar que y no había nada nada en el mundo real que le causara semejante angustia.
¿Sería que en el mundo de sus sueños, otra realidad lo despedía con tristeza cada vez que debía regresar a este plano terrenal? ¿Por eso se sentía vacío? ¿Por eso cargaba una nostalgia inexplicable?
En lugar de seguir pensando se puso de pie, pues sus pequeños querían comida y recordó que no tenía. Ahora estaba concentrado en su nueva misión, conseguir una tienda abierta un domingo a las 5 de la mañana para comprarle comida a sus hijos gatunos. —
Como si no hubiera sido suficiente ser intimidado, golpeado, insultado, casi asesinado y probablemente abusado, el joven no sabía como pedirle a su madre que alejara a aquel hombre, que más que un guardián, era su boleto directo al inframundo.
Negaba, tratando de idear un plan, algo creíble y, a la vez, que lo dejara bien parado, algo más allá de sólo seguir entrenando y tratando de ser más fuerte, donde se le vino la idea.
—El reino vecino...
Murmuró para sus adentros, recordando sobre una posible alianza, una labor democrática que su padre y madre deberían hacer pero, dadas las circunstancias, podría encargarse él y, de paso, alejarse de Antínoo, aunque el pensar en dejar a su madre sola le hacía retractarse.
—No, no puedo...
Como si no hubiera sido suficiente ser intimidado, golpeado, insultado, casi asesinado y probablemente abusado, el joven no sabía como pedirle a su madre que alejara a aquel hombre, que más que un guardián, era su boleto directo al inframundo.
Negaba, tratando de idear un plan, algo creíble y, a la vez, que lo dejara bien parado, algo más allá de sólo seguir entrenando y tratando de ser más fuerte, donde se le vino la idea.
—El reino vecino...
Murmuró para sus adentros, recordando sobre una posible alianza, una labor democrática que su padre y madre deberían hacer pero, dadas las circunstancias, podría encargarse él y, de paso, alejarse de Antínoo, aunque el pensar en dejar a su madre sola le hacía retractarse.
—No, no puedo...
La música ya flotaba en el aire cuando la carroza se detuvo frente a la entrada principal del palacio. Sophie Beckett respiró hondo, una mezcla de nervios y emoción avivándole el pecho. Su vestido color marfil caía como una cascada de luz, y la máscara plateada que llevaba ocultaba lo suficiente para volverla un misterio, pero no tanto como para opacar la elegancia de sus ojos.
Los escalones de mármol parecían interminables. Cada paso hacía crujir la tela fina de su falda, mientras el murmullo del gentío dentro del salón crecía. Apenas cruzó las puertas, un torbellino de colores, risas y música la envolvió.
Candelabros dorados iluminaban el lugar con un brillo cálido, reflejándose en máscaras de todos los estilos. Sophie avanzó con suavidad, sintiendo varias miradas curiosas deslizándose hacia ella. No era habitual que alguien desconocido llegara tan impecablemente tarde.
Un violinista tocó una nota aguda justo cuando ella dio un paso al centro del salón, como si anunciara su entrada sin saberlo. Un par de bailarines se apartaron al verla, y una brisa ligera de sorpresa recorrió la sala.
Sophie levantó ligeramente el mentón, permitiéndose una sonrisa apenas perceptible detrás de la máscara. Si había un lugar donde los secretos florecían y las identidades se diluían, era ese baile.
Y esa noche, ella no era la hijastra invisible.
Esa noche, era la invitada que todos intentarían descifrar.
"Llegada de Sophie Beckett al baile de máscaras"
La música ya flotaba en el aire cuando la carroza se detuvo frente a la entrada principal del palacio. Sophie Beckett respiró hondo, una mezcla de nervios y emoción avivándole el pecho. Su vestido color marfil caía como una cascada de luz, y la máscara plateada que llevaba ocultaba lo suficiente para volverla un misterio, pero no tanto como para opacar la elegancia de sus ojos.
Los escalones de mármol parecían interminables. Cada paso hacía crujir la tela fina de su falda, mientras el murmullo del gentío dentro del salón crecía. Apenas cruzó las puertas, un torbellino de colores, risas y música la envolvió.
Candelabros dorados iluminaban el lugar con un brillo cálido, reflejándose en máscaras de todos los estilos. Sophie avanzó con suavidad, sintiendo varias miradas curiosas deslizándose hacia ella. No era habitual que alguien desconocido llegara tan impecablemente tarde.
Un violinista tocó una nota aguda justo cuando ella dio un paso al centro del salón, como si anunciara su entrada sin saberlo. Un par de bailarines se apartaron al verla, y una brisa ligera de sorpresa recorrió la sala.
Sophie levantó ligeramente el mentón, permitiéndose una sonrisa apenas perceptible detrás de la máscara. Si había un lugar donde los secretos florecían y las identidades se diluían, era ese baile.
Y esa noche, ella no era la hijastra invisible.
Esa noche, era la invitada que todos intentarían descifrar.
[Bened1ct]
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Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
Regresó como si nada hubiera pasado, con esa sonrisa suave que siempre había usado para calmarme, con ese toque cálido que tantas veces fue hogar. Pero esta vez… yo la frené. Sentí el temblor en mis propias manos cuando le dije cómo se habían vuelto las cosas para mí. Lo dije con sinceridad, con ese miedo que quema, y ella lo recibió con su compostura perfecta, esa compostura que solo tienen las personas que saben romperse por dentro sin que nadie las vea. Lo aceptó… pero algo entre nosotras se quebró para siempre. Un hilo invisible, delicado, algo que quizás nunca vuelva a su estado original.
Pero no había tiempo para sanar nada.
El día del eclipse llegó.
Mis resultados con Veythra eran un desastre. Cada corte, cada intento, cada orden… era respondido con vibraciones de disgusto, como si la katana me reprochara existir. Y Akane, otra vez, había desaparecido. Esta vez mi culpa era real, nítida, punzante.
El eclipse se aproximaba, devorando el cielo lentamente, y por primera vez… no estaba sola. Mi madre, Jennifer, decidió entrenarme. Sus palabras, su presencia, su sombra inmensa… eran un apoyo y, al mismo tiempo, un recordatorio de lo pequeña que era yo frente a todo lo que estaba a punto de ocurrir.
Le mostré a Veythra. La llamé.
No respondió.
No importaba cuánto intentara conectar, no importaba cuánto me esforzara por ver los hilos del mundo: la espada permaneció muda. Silenciosa. Reacia.
Jennifer me pidió permiso para sostenerla.
Y fue como si Veythra despertara.
Sin esfuerzo, sin siquiera tensar su cuerpo, mi madre generó un corte limpio, perfecto, como el que usé contra el Yokai. Un corte que atravesaba el espacio como si el aire mismo se abriera para dejarla pasar. Las sombras y la luz parecieron inclinarse ante ella.
Me devolvió la espada y, con la calma de quien ha cargado mil profecías, me dio un único consejo:
Jennifer: “La mente en blanco.
Y el orgullo intacto.”
Cuando volví a desenvainarla, vibró. No sé si por mí… o porque el sol estaba empezando a apagarse. El eclipse avanzaba, tragándose la luz. Y con cada segundo que pasaba, sentía el murmullo del Caos más cerca, llamando a mi sangre, a mi destino… y a la espada que aún no sabía si sería mi aliada o mi verdugo.
Relato en Post y comentario de la imagen 🩷
Akane volvió.
Regresó como si nada hubiera pasado, con esa sonrisa suave que siempre había usado para calmarme, con ese toque cálido que tantas veces fue hogar. Pero esta vez… yo la frené. Sentí el temblor en mis propias manos cuando le dije cómo se habían vuelto las cosas para mí. Lo dije con sinceridad, con ese miedo que quema, y ella lo recibió con su compostura perfecta, esa compostura que solo tienen las personas que saben romperse por dentro sin que nadie las vea. Lo aceptó… pero algo entre nosotras se quebró para siempre. Un hilo invisible, delicado, algo que quizás nunca vuelva a su estado original.
Pero no había tiempo para sanar nada.
El día del eclipse llegó.
Mis resultados con Veythra eran un desastre. Cada corte, cada intento, cada orden… era respondido con vibraciones de disgusto, como si la katana me reprochara existir. Y Akane, otra vez, había desaparecido. Esta vez mi culpa era real, nítida, punzante.
El eclipse se aproximaba, devorando el cielo lentamente, y por primera vez… no estaba sola. Mi madre, Jennifer, decidió entrenarme. Sus palabras, su presencia, su sombra inmensa… eran un apoyo y, al mismo tiempo, un recordatorio de lo pequeña que era yo frente a todo lo que estaba a punto de ocurrir.
Le mostré a Veythra. La llamé.
No respondió.
No importaba cuánto intentara conectar, no importaba cuánto me esforzara por ver los hilos del mundo: la espada permaneció muda. Silenciosa. Reacia.
Jennifer me pidió permiso para sostenerla.
Y fue como si Veythra despertara.
Sin esfuerzo, sin siquiera tensar su cuerpo, mi madre generó un corte limpio, perfecto, como el que usé contra el Yokai. Un corte que atravesaba el espacio como si el aire mismo se abriera para dejarla pasar. Las sombras y la luz parecieron inclinarse ante ella.
Me devolvió la espada y, con la calma de quien ha cargado mil profecías, me dio un único consejo:
Jennifer: “La mente en blanco.
Y el orgullo intacto.”
Cuando volví a desenvainarla, vibró. No sé si por mí… o porque el sol estaba empezando a apagarse. El eclipse avanzaba, tragándose la luz. Y con cada segundo que pasaba, sentía el murmullo del Caos más cerca, llamando a mi sangre, a mi destino… y a la espada que aún no sabía si sería mi aliada o mi verdugo.
Regresó como si nada hubiera pasado, con esa sonrisa suave que siempre había usado para calmarme, con ese toque cálido que tantas veces fue hogar. Pero esta vez… yo la frené. Sentí el temblor en mis propias manos cuando le dije cómo se habían vuelto las cosas para mí. Lo dije con sinceridad, con ese miedo que quema, y ella lo recibió con su compostura perfecta, esa compostura que solo tienen las personas que saben romperse por dentro sin que nadie las vea. Lo aceptó… pero algo entre nosotras se quebró para siempre. Un hilo invisible, delicado, algo que quizás nunca vuelva a su estado original.
Pero no había tiempo para sanar nada.
El día del eclipse llegó.
Mis resultados con Veythra eran un desastre. Cada corte, cada intento, cada orden… era respondido con vibraciones de disgusto, como si la katana me reprochara existir. Y Akane, otra vez, había desaparecido. Esta vez mi culpa era real, nítida, punzante.
El eclipse se aproximaba, devorando el cielo lentamente, y por primera vez… no estaba sola. Mi madre, Jennifer, decidió entrenarme. Sus palabras, su presencia, su sombra inmensa… eran un apoyo y, al mismo tiempo, un recordatorio de lo pequeña que era yo frente a todo lo que estaba a punto de ocurrir.
Le mostré a Veythra. La llamé.
No respondió.
No importaba cuánto intentara conectar, no importaba cuánto me esforzara por ver los hilos del mundo: la espada permaneció muda. Silenciosa. Reacia.
Jennifer me pidió permiso para sostenerla.
Y fue como si Veythra despertara.
Sin esfuerzo, sin siquiera tensar su cuerpo, mi madre generó un corte limpio, perfecto, como el que usé contra el Yokai. Un corte que atravesaba el espacio como si el aire mismo se abriera para dejarla pasar. Las sombras y la luz parecieron inclinarse ante ella.
Me devolvió la espada y, con la calma de quien ha cargado mil profecías, me dio un único consejo:
Jennifer: “La mente en blanco.
Y el orgullo intacto.”
Cuando volví a desenvainarla, vibró. No sé si por mí… o porque el sol estaba empezando a apagarse. El eclipse avanzaba, tragándose la luz. Y con cada segundo que pasaba, sentía el murmullo del Caos más cerca, llamando a mi sangre, a mi destino… y a la espada que aún no sabía si sería mi aliada o mi verdugo.
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Regresó como si nada hubiera pasado, con esa sonrisa suave que siempre había usado para calmarme, con ese toque cálido que tantas veces fue hogar. Pero esta vez… yo la frené. Sentí el temblor en mis propias manos cuando le dije cómo se habían vuelto las cosas para mí. Lo dije con sinceridad, con ese miedo que quema, y ella lo recibió con su compostura perfecta, esa compostura que solo tienen las personas que saben romperse por dentro sin que nadie las vea. Lo aceptó… pero algo entre nosotras se quebró para siempre. Un hilo invisible, delicado, algo que quizás nunca vuelva a su estado original.
Pero no había tiempo para sanar nada.
El día del eclipse llegó.
Mis resultados con Veythra eran un desastre. Cada corte, cada intento, cada orden… era respondido con vibraciones de disgusto, como si la katana me reprochara existir. Y Akane, otra vez, había desaparecido. Esta vez mi culpa era real, nítida, punzante.
El eclipse se aproximaba, devorando el cielo lentamente, y por primera vez… no estaba sola. Mi madre, Jennifer, decidió entrenarme. Sus palabras, su presencia, su sombra inmensa… eran un apoyo y, al mismo tiempo, un recordatorio de lo pequeña que era yo frente a todo lo que estaba a punto de ocurrir.
Le mostré a Veythra. La llamé.
No respondió.
No importaba cuánto intentara conectar, no importaba cuánto me esforzara por ver los hilos del mundo: la espada permaneció muda. Silenciosa. Reacia.
Jennifer me pidió permiso para sostenerla.
Y fue como si Veythra despertara.
Sin esfuerzo, sin siquiera tensar su cuerpo, mi madre generó un corte limpio, perfecto, como el que usé contra el Yokai. Un corte que atravesaba el espacio como si el aire mismo se abriera para dejarla pasar. Las sombras y la luz parecieron inclinarse ante ella.
Me devolvió la espada y, con la calma de quien ha cargado mil profecías, me dio un único consejo:
Jennifer: “La mente en blanco.
Y el orgullo intacto.”
Cuando volví a desenvainarla, vibró. No sé si por mí… o porque el sol estaba empezando a apagarse. El eclipse avanzaba, tragándose la luz. Y con cada segundo que pasaba, sentía el murmullo del Caos más cerca, llamando a mi sangre, a mi destino… y a la espada que aún no sabía si sería mi aliada o mi verdugo.
Relato en Post y comentario de la imagen 🩷
Akane volvió.
Regresó como si nada hubiera pasado, con esa sonrisa suave que siempre había usado para calmarme, con ese toque cálido que tantas veces fue hogar. Pero esta vez… yo la frené. Sentí el temblor en mis propias manos cuando le dije cómo se habían vuelto las cosas para mí. Lo dije con sinceridad, con ese miedo que quema, y ella lo recibió con su compostura perfecta, esa compostura que solo tienen las personas que saben romperse por dentro sin que nadie las vea. Lo aceptó… pero algo entre nosotras se quebró para siempre. Un hilo invisible, delicado, algo que quizás nunca vuelva a su estado original.
Pero no había tiempo para sanar nada.
El día del eclipse llegó.
Mis resultados con Veythra eran un desastre. Cada corte, cada intento, cada orden… era respondido con vibraciones de disgusto, como si la katana me reprochara existir. Y Akane, otra vez, había desaparecido. Esta vez mi culpa era real, nítida, punzante.
El eclipse se aproximaba, devorando el cielo lentamente, y por primera vez… no estaba sola. Mi madre, Jennifer, decidió entrenarme. Sus palabras, su presencia, su sombra inmensa… eran un apoyo y, al mismo tiempo, un recordatorio de lo pequeña que era yo frente a todo lo que estaba a punto de ocurrir.
Le mostré a Veythra. La llamé.
No respondió.
No importaba cuánto intentara conectar, no importaba cuánto me esforzara por ver los hilos del mundo: la espada permaneció muda. Silenciosa. Reacia.
Jennifer me pidió permiso para sostenerla.
Y fue como si Veythra despertara.
Sin esfuerzo, sin siquiera tensar su cuerpo, mi madre generó un corte limpio, perfecto, como el que usé contra el Yokai. Un corte que atravesaba el espacio como si el aire mismo se abriera para dejarla pasar. Las sombras y la luz parecieron inclinarse ante ella.
Me devolvió la espada y, con la calma de quien ha cargado mil profecías, me dio un único consejo:
Jennifer: “La mente en blanco.
Y el orgullo intacto.”
Cuando volví a desenvainarla, vibró. No sé si por mí… o porque el sol estaba empezando a apagarse. El eclipse avanzaba, tragándose la luz. Y con cada segundo que pasaba, sentía el murmullo del Caos más cerca, llamando a mi sangre, a mi destino… y a la espada que aún no sabía si sería mi aliada o mi verdugo.
*La puerta del santuario se abrió sola, con un chirrido suave que pareciera invitar… o advertir. Dentro, el aire era frío, pesado, casi palpable. Entre las sombras, una figura se alzó con calma. Mori Calliope estaba sentada en lo alto de una escalera desgastada, una pierna sobre la otra, mirando hacia la entrada como si hubiera estado esperando exactamente ese momento.
Una calavera flotaba perezosamente sobre su mano, girando despacio. Sus ojos rojos brillaron apenas vio la silueta que cruzó el umbral.
Mori Calliope ladeó la cabeza, su sonrisa lenta, afilada, más curiosa que amable.*
-Vaya… *murmuró la segadora, su voz resonando como eco entre los pilares*. Así que finalmente decidiste venir.
*La calavera cayó en su mano y Calli se levantó, dejando que su capa negra se deslizara detrás de ella con un susurro casi vivo.*
-Aikaterine Ouro… ¿qué asunto trae a alguien como tú hasta mi puerta?
*La neblina afuera se cerró, como si ya no hubiera retorno.*
[Mercenary1x]
*La puerta del santuario se abrió sola, con un chirrido suave que pareciera invitar… o advertir. Dentro, el aire era frío, pesado, casi palpable. Entre las sombras, una figura se alzó con calma. Mori Calliope estaba sentada en lo alto de una escalera desgastada, una pierna sobre la otra, mirando hacia la entrada como si hubiera estado esperando exactamente ese momento.
Una calavera flotaba perezosamente sobre su mano, girando despacio. Sus ojos rojos brillaron apenas vio la silueta que cruzó el umbral.
Mori Calliope ladeó la cabeza, su sonrisa lenta, afilada, más curiosa que amable.*
-Vaya… *murmuró la segadora, su voz resonando como eco entre los pilares*. Así que finalmente decidiste venir.
*La calavera cayó en su mano y Calli se levantó, dejando que su capa negra se deslizara detrás de ella con un susurro casi vivo.*
-Aikaterine Ouro… ¿qué asunto trae a alguien como tú hasta mi puerta?
*La neblina afuera se cerró, como si ya no hubiera retorno.*
- mmm...abuela fallecio hace dos dias...es tan dificil vivir sin su aroma a amabilidad y cariño-
murmura el joven mirando aquella comida sin ganas, tenia que comer aunque el apetito se le fue pues solo su abuela le daba felicidad sufuciente
#masarusaaaaaad
La tarde había caído con esa luz pálida que no sabe si es invierno o simplemente descuido del sol.
La Biblioteca Municipal de Saint-Lys se levantaba como siempre: silenciosa, ordenada, y un poco ajena a la época. Los ventanales altos permitían que el último brillo opaco del día entrara en diagonal, como si quisiera tocar el polvo suspendido y comprobar que aún existía.
Mireille había llegado antes de que encendieran las lámparas.
A ella eso le bastaba.
No caminaba entre los estantes: flotaba con la calma de quien conoce cada rincón antes incluso de visitarlo, como si la memoria de los demás fuera suficiente para orientarla. Llevaba un abrigo claro, ligeramente anticuado, y el cabello recogido en un moño flojo que dejaba escapar hebras rebeldes.
Había escogido una mesa al fondo, bajo el retrato amarillento de un antiguo alcalde que nadie recordaba.
Abría un libro viejo—demasiado viejo para estar en circulación—y lo hojeaba como quien escucha una historia que ya conoce de memoria.
A ratos, levantaba la vista.
No como quien espera a alguien… sino como quien siente que algo se aproxima.
Un par de estudiantes caminó cerca. Uno de ellos la miró dos veces, con ese gesto automático de quien cree reconocer un rostro de algún sitio. Ella sonrió apenas, un gesto tan delicado que parecía prestado.
—Otra vez no —murmuró para sí, casi riéndose, pasando un dedo por la página—. Aún no he estado aquí. No realmente.
En la mesa había dejado un cuaderno de tapas desgastadas, donde anotaba cosas sueltas:
“La casa respira distinto por las mañanas. La bisabuela dice que es normal.”
“Hoy escuché pasos en el corredor que da al invernadero. No eran míos.”
“A veces me pregunto si vine aquí por primera vez… o regresé.”
Nada tenía fechas. Nunca.
Cuando la puerta principal volvió a abrirse y el aire frío entró con un leve suspiro, Mireille levantó la vista otra vez.
Esta vez sí se detuvo.
El hombre que cruzaba el umbral no era un rostro común.
Había algo en él, algo en la forma en que pisaba despacio, como quien reconoce los espacios por vibración más que por vista. Algo en su mirada que parecía leer las sombras con la misma naturalidad con la que otros leen señalizaciones.
Ella lo observó unos segundos más de lo socialmente aceptable.
No con descaro… sino con reconocimiento.
Lo había visto antes.
O tal vez no.
Con Mireille, esa línea nunca era un mapa fiable.
Cerró el libro con suavidad, apoyando ambas manos sobre la portada.
—Interesante —susurró, como si él pudiera oírla desde la distancia—. Llegaste más rápido de lo que pensé.
Se acomodó el abrigo y dejó que un mechón suelto cayera sobre su mejilla. No se levantó. No hizo un gesto dramático.
Simplemente esperó, tranquila, como si el tiempo—ese viejo y cansado conocido suyo—hubiera decidido detenerse un momento para observar también.
La biblioteca no cambió.
Pero algo en sus pasillos sintió que acababa de comenzar una historia que no debía archivarse.
La tarde había caído con esa luz pálida que no sabe si es invierno o simplemente descuido del sol.
La Biblioteca Municipal de Saint-Lys se levantaba como siempre: silenciosa, ordenada, y un poco ajena a la época. Los ventanales altos permitían que el último brillo opaco del día entrara en diagonal, como si quisiera tocar el polvo suspendido y comprobar que aún existía.
Mireille había llegado antes de que encendieran las lámparas.
A ella eso le bastaba.
No caminaba entre los estantes: flotaba con la calma de quien conoce cada rincón antes incluso de visitarlo, como si la memoria de los demás fuera suficiente para orientarla. Llevaba un abrigo claro, ligeramente anticuado, y el cabello recogido en un moño flojo que dejaba escapar hebras rebeldes.
Había escogido una mesa al fondo, bajo el retrato amarillento de un antiguo alcalde que nadie recordaba.
Abría un libro viejo—demasiado viejo para estar en circulación—y lo hojeaba como quien escucha una historia que ya conoce de memoria.
A ratos, levantaba la vista.
No como quien espera a alguien… sino como quien siente que algo se aproxima.
Un par de estudiantes caminó cerca. Uno de ellos la miró dos veces, con ese gesto automático de quien cree reconocer un rostro de algún sitio. Ella sonrió apenas, un gesto tan delicado que parecía prestado.
—Otra vez no —murmuró para sí, casi riéndose, pasando un dedo por la página—. Aún no he estado aquí. No realmente.
En la mesa había dejado un cuaderno de tapas desgastadas, donde anotaba cosas sueltas:
“La casa respira distinto por las mañanas. La bisabuela dice que es normal.”
“Hoy escuché pasos en el corredor que da al invernadero. No eran míos.”
“A veces me pregunto si vine aquí por primera vez… o regresé.”
Nada tenía fechas. Nunca.
Cuando la puerta principal volvió a abrirse y el aire frío entró con un leve suspiro, Mireille levantó la vista otra vez.
Esta vez sí se detuvo.
El hombre que cruzaba el umbral no era un rostro común.
Había algo en él, algo en la forma en que pisaba despacio, como quien reconoce los espacios por vibración más que por vista. Algo en su mirada que parecía leer las sombras con la misma naturalidad con la que otros leen señalizaciones.
Ella lo observó unos segundos más de lo socialmente aceptable.
No con descaro… sino con reconocimiento.
Lo había visto antes.
O tal vez no.
Con Mireille, esa línea nunca era un mapa fiable.
Cerró el libro con suavidad, apoyando ambas manos sobre la portada.
—Interesante —susurró, como si él pudiera oírla desde la distancia—. Llegaste más rápido de lo que pensé.
Se acomodó el abrigo y dejó que un mechón suelto cayera sobre su mejilla. No se levantó. No hizo un gesto dramático.
Simplemente esperó, tranquila, como si el tiempo—ese viejo y cansado conocido suyo—hubiera decidido detenerse un momento para observar también.
La biblioteca no cambió.
Pero algo en sus pasillos sintió que acababa de comenzar una historia que no debía archivarse.
Rol con: ƤɑʍҽƖɑ Ӈɑեzís
Elías avanzó por el bosque con su paso lento y seguro, sus botas hundiéndose suavemente en la tierra húmeda. La luz filtrada entre los árboles se deslizaba por su figura alta y oscura, resaltando por momentos el brillo marfil de su cráneo óseo. No tenía prisa, el bosque del norte siempre había sido un lugar amable con él, silencioso y amplio, donde los sonidos de las hojas y el viento eran suficiente compañía.
Llevaba una manta doblada bajo el brazo y una cesta sencilla en la mano, una imagen casi extraña para alguien de su apariencia, pero que él aceptaba con naturalidad. A medida que avanzaba, el ambiente se volvía más luminoso y sereno hasta que, finalmente, el sendero desembocó en un pequeño claro.
Era un rincón cálido dentro del bosque, la hierba alta mecida por la brisa, un par de flores silvestres blancas destacando entre el verde, y el murmullo suave de un arroyo cercano que rompía el silencio de manera agradable. Un rayo de sol caía directo al centro del claro, como si el lugar hubiera sido preparado para él.
Elías dejó la cesta con cuidado y extendió la manta sobre la hierba. Se sentó con la espalda recta, las manos apoyadas sobre las rodillas, su cabeza huesuda girando levemente hacia el sendero por el que debía llegar la otra persona.
Esperaba sin inquietud, simplemente observando cómo el bosque respiraba a su alrededor. —Quizás llegué demasiado pronto... — murmuró, con esa voz profunda y calmada que parecía mezclarse con el propio viento.
Rol con: [P4M3L4]
Elías avanzó por el bosque con su paso lento y seguro, sus botas hundiéndose suavemente en la tierra húmeda. La luz filtrada entre los árboles se deslizaba por su figura alta y oscura, resaltando por momentos el brillo marfil de su cráneo óseo. No tenía prisa, el bosque del norte siempre había sido un lugar amable con él, silencioso y amplio, donde los sonidos de las hojas y el viento eran suficiente compañía.
Llevaba una manta doblada bajo el brazo y una cesta sencilla en la mano, una imagen casi extraña para alguien de su apariencia, pero que él aceptaba con naturalidad. A medida que avanzaba, el ambiente se volvía más luminoso y sereno hasta que, finalmente, el sendero desembocó en un pequeño claro.
Era un rincón cálido dentro del bosque, la hierba alta mecida por la brisa, un par de flores silvestres blancas destacando entre el verde, y el murmullo suave de un arroyo cercano que rompía el silencio de manera agradable. Un rayo de sol caía directo al centro del claro, como si el lugar hubiera sido preparado para él.
Elías dejó la cesta con cuidado y extendió la manta sobre la hierba. Se sentó con la espalda recta, las manos apoyadas sobre las rodillas, su cabeza huesuda girando levemente hacia el sendero por el que debía llegar la otra persona.
Esperaba sin inquietud, simplemente observando cómo el bosque respiraba a su alrededor. —Quizás llegué demasiado pronto... — murmuró, con esa voz profunda y calmada que parecía mezclarse con el propio viento.