Tokio lo recibía con un torbellino de luces y murmullos. Una ciudad que nunca dormía, que lo devoraba todo, pero que al mismo tiempo le ofrecía un silencio extraño en los rincones donde nadie miraba. Viktor había aprendido a leer esos silencios, y era precisamente en ellos donde ahora estaba construyendo lo suyo: un restaurante que no era simplemente un negocio, sino una declaración personal.
El edificio era discreto, una fachada tradicional que podía pasar desapercibida entre cientos de locales, pero por dentro se estaba transformando. Tablas de madera pulida, paredes reforzadas y un salón que empezaba a tomar forma. Mientras caminaba entre andamios y polvo de cemento, Viktor se detuvo en el centro, observando el espacio vacío como si ya pudiera verlo terminado. Lo imaginaba lleno de luz cálida, aromas intensos y voces mezcladas en un murmullo sofisticado. Pero sobre todo, lo imaginaba como suyo.
Ayudar a Noah siempre había sido parte de su vida; lo hacía con convicción, aunque eso significara poner sus propios planes en pausa. Pero esta vez era diferente. Esta vez, Viktor necesitaba algo que no estuviera ligado al peso de los Veyrith, algo que no fuera sombra de nadie. Este restaurante era su forma de dejar una huella, de demostrarse —quizá más a sí mismo que a los demás— que podía levantar algo con sus propias manos.
Apoyó una mano en la madera áspera de una de las columnas, cerrando los ojos unos segundos. Recordó los años en los que había sido solo un jugador más en el tablero de otros, cumpliendo órdenes, cargando con expectativas que nunca había pedido. Ese eco aún lo seguía, pero aquí… aquí había una oportunidad distinta. El restaurante no sería solo una pantalla para sus negocios; sería un refugio, un lugar que hablaría de él sin necesidad de palabras.
En el despacho improvisado del segundo piso, desplegó los planos sobre la mesa. Con un cigarro encendido en los labios, trazaba con el dedo las líneas de los pasillos, de las habitaciones privadas, de la cocina que quería perfecta hasta en el último detalle. Había elegido chefs que no solo fueran talentosos, sino que transmitieran en cada plato una identidad. No buscaba simpleza; buscaba arte, precisión y alma.
Sabía que pronto volvería a sumergirse en los asuntos de Noah, y no dudaba en hacerlo. Pero mientras tanto, cada decisión que tomaba sobre ese restaurante lo acercaba más a algo que sentía suyo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitía imaginar un futuro donde no solo sobrevivía a base de cálculos y estrategias, sino donde podía sentarse en ese mismo salón, copa en mano, y sentirse dueño de su propio destino.
La conclusión le resultaba tan inevitable como inquietante: en una ciudad que tragaba imperios y olvidaba nombres, Viktor estaba decidido a dejar el suyo grabado. Y lo haría no con gritos, sino con un lugar donde cada persona que cruzara la puerta sentiría que estaba entrando en su mundo.
El edificio era discreto, una fachada tradicional que podía pasar desapercibida entre cientos de locales, pero por dentro se estaba transformando. Tablas de madera pulida, paredes reforzadas y un salón que empezaba a tomar forma. Mientras caminaba entre andamios y polvo de cemento, Viktor se detuvo en el centro, observando el espacio vacío como si ya pudiera verlo terminado. Lo imaginaba lleno de luz cálida, aromas intensos y voces mezcladas en un murmullo sofisticado. Pero sobre todo, lo imaginaba como suyo.
Ayudar a Noah siempre había sido parte de su vida; lo hacía con convicción, aunque eso significara poner sus propios planes en pausa. Pero esta vez era diferente. Esta vez, Viktor necesitaba algo que no estuviera ligado al peso de los Veyrith, algo que no fuera sombra de nadie. Este restaurante era su forma de dejar una huella, de demostrarse —quizá más a sí mismo que a los demás— que podía levantar algo con sus propias manos.
Apoyó una mano en la madera áspera de una de las columnas, cerrando los ojos unos segundos. Recordó los años en los que había sido solo un jugador más en el tablero de otros, cumpliendo órdenes, cargando con expectativas que nunca había pedido. Ese eco aún lo seguía, pero aquí… aquí había una oportunidad distinta. El restaurante no sería solo una pantalla para sus negocios; sería un refugio, un lugar que hablaría de él sin necesidad de palabras.
En el despacho improvisado del segundo piso, desplegó los planos sobre la mesa. Con un cigarro encendido en los labios, trazaba con el dedo las líneas de los pasillos, de las habitaciones privadas, de la cocina que quería perfecta hasta en el último detalle. Había elegido chefs que no solo fueran talentosos, sino que transmitieran en cada plato una identidad. No buscaba simpleza; buscaba arte, precisión y alma.
Sabía que pronto volvería a sumergirse en los asuntos de Noah, y no dudaba en hacerlo. Pero mientras tanto, cada decisión que tomaba sobre ese restaurante lo acercaba más a algo que sentía suyo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitía imaginar un futuro donde no solo sobrevivía a base de cálculos y estrategias, sino donde podía sentarse en ese mismo salón, copa en mano, y sentirse dueño de su propio destino.
La conclusión le resultaba tan inevitable como inquietante: en una ciudad que tragaba imperios y olvidaba nombres, Viktor estaba decidido a dejar el suyo grabado. Y lo haría no con gritos, sino con un lugar donde cada persona que cruzara la puerta sentiría que estaba entrando en su mundo.
Tokio lo recibía con un torbellino de luces y murmullos. Una ciudad que nunca dormía, que lo devoraba todo, pero que al mismo tiempo le ofrecía un silencio extraño en los rincones donde nadie miraba. Viktor había aprendido a leer esos silencios, y era precisamente en ellos donde ahora estaba construyendo lo suyo: un restaurante que no era simplemente un negocio, sino una declaración personal.
El edificio era discreto, una fachada tradicional que podía pasar desapercibida entre cientos de locales, pero por dentro se estaba transformando. Tablas de madera pulida, paredes reforzadas y un salón que empezaba a tomar forma. Mientras caminaba entre andamios y polvo de cemento, Viktor se detuvo en el centro, observando el espacio vacío como si ya pudiera verlo terminado. Lo imaginaba lleno de luz cálida, aromas intensos y voces mezcladas en un murmullo sofisticado. Pero sobre todo, lo imaginaba como suyo.
Ayudar a Noah siempre había sido parte de su vida; lo hacía con convicción, aunque eso significara poner sus propios planes en pausa. Pero esta vez era diferente. Esta vez, Viktor necesitaba algo que no estuviera ligado al peso de los Veyrith, algo que no fuera sombra de nadie. Este restaurante era su forma de dejar una huella, de demostrarse —quizá más a sí mismo que a los demás— que podía levantar algo con sus propias manos.
Apoyó una mano en la madera áspera de una de las columnas, cerrando los ojos unos segundos. Recordó los años en los que había sido solo un jugador más en el tablero de otros, cumpliendo órdenes, cargando con expectativas que nunca había pedido. Ese eco aún lo seguía, pero aquí… aquí había una oportunidad distinta. El restaurante no sería solo una pantalla para sus negocios; sería un refugio, un lugar que hablaría de él sin necesidad de palabras.
En el despacho improvisado del segundo piso, desplegó los planos sobre la mesa. Con un cigarro encendido en los labios, trazaba con el dedo las líneas de los pasillos, de las habitaciones privadas, de la cocina que quería perfecta hasta en el último detalle. Había elegido chefs que no solo fueran talentosos, sino que transmitieran en cada plato una identidad. No buscaba simpleza; buscaba arte, precisión y alma.
Sabía que pronto volvería a sumergirse en los asuntos de Noah, y no dudaba en hacerlo. Pero mientras tanto, cada decisión que tomaba sobre ese restaurante lo acercaba más a algo que sentía suyo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitía imaginar un futuro donde no solo sobrevivía a base de cálculos y estrategias, sino donde podía sentarse en ese mismo salón, copa en mano, y sentirse dueño de su propio destino.
La conclusión le resultaba tan inevitable como inquietante: en una ciudad que tragaba imperios y olvidaba nombres, Viktor estaba decidido a dejar el suyo grabado. Y lo haría no con gritos, sino con un lugar donde cada persona que cruzara la puerta sentiría que estaba entrando en su mundo.
