Arribé desde las aguas italianas con un destino claro y tentador: la gran superpotencia estadounidense. Mi objetivo no era otro que sumergirme por completo en el desenfreno y el brillo de la ciudad del placer y los pecados… Las Vegas.
Después de aterrizar pasadas las 7:30 p.m., tomé un taxi directo al Strip. En menos de una hora ya estaba instalado en un lujoso hotel, con una habitación amplia, impecable, y una vista que prometía más de lo que el día podía darme. Pero para mí, la noche apenas comenzaba.
8:45 p.m.
Salí del hotel con paso firme y decidido, empujado por el hambre… y por algo más. Una inquietud que no venía del estómago, sino de más profundo. Elegí un restaurante elegante sin pensarlo demasiado: un risotto de mariscos y una copa de vino tinto que me supo más a preludio que a comida real.
Fue entonces cuando la vi.
La entrada del casino. Discreta. Casi privada. Como si no necesitara anunciarse, como si supiera que quien pertenece… siempre la encontrará.
Pagada la cuenta, me dirigí sin dudar hacia esa puerta de doble hoja iluminada por luces suaves y doradas. Y al cruzarla…
El interior me golpeó como un perfume antiguo: fichas deslizando sobre tapetes verdes, risas contenidas, suspiros, tragos caros, máquinas sonando como promesas rotas, y la luz tenue de los neones rebotando en las paredes de terciopelo.
Todo rugía dentro de mí.
Un ruido interno que no se calmaba con comida, ni con vino, ni con descanso.
Era un fuego antiguo, uno que había aprendido a apagar con disciplina durante el día…
Pero que por las noches —y más aún en una ciudad como esta— ardía sin pedir permiso.
**—Aquí no soy un simple profesor —**pensé mientras mis dedos acariciaban el borde de una ficha olvidada en la barra del salón.
—Aquí no soy el hombre que enseña historia en un aula aburrida, ni el que pasa desapercibido en el supermercado.
Aquí puedo ser quien realmente soy.
Un apostador elegante.
Un seductor sin corbata.
Un hombre al borde, buscando ese momento exacto entre perderlo todo… o ganarse a sí mismo.
Tomé asiento en una mesa de blackjack. Mis dedos temblaban apenas mientras soltaba los billetes y pedía fichas. No por miedo. Sino por ansias.
Una leve sonrisa apareció en mis labios cuando el crupier me miró por primera vez.
—Sólo una mano, ¿verdad? —susurré.
Mentí.
Arribé desde las aguas italianas con un destino claro y tentador: la gran superpotencia estadounidense. Mi objetivo no era otro que sumergirme por completo en el desenfreno y el brillo de la ciudad del placer y los pecados… Las Vegas.
Después de aterrizar pasadas las 7:30 p.m., tomé un taxi directo al Strip. En menos de una hora ya estaba instalado en un lujoso hotel, con una habitación amplia, impecable, y una vista que prometía más de lo que el día podía darme. Pero para mí, la noche apenas comenzaba.
8:45 p.m.
Salí del hotel con paso firme y decidido, empujado por el hambre… y por algo más. Una inquietud que no venía del estómago, sino de más profundo. Elegí un restaurante elegante sin pensarlo demasiado: un risotto de mariscos y una copa de vino tinto que me supo más a preludio que a comida real.
Fue entonces cuando la vi.
La entrada del casino. Discreta. Casi privada. Como si no necesitara anunciarse, como si supiera que quien pertenece… siempre la encontrará.
Pagada la cuenta, me dirigí sin dudar hacia esa puerta de doble hoja iluminada por luces suaves y doradas. Y al cruzarla…
El interior me golpeó como un perfume antiguo: fichas deslizando sobre tapetes verdes, risas contenidas, suspiros, tragos caros, máquinas sonando como promesas rotas, y la luz tenue de los neones rebotando en las paredes de terciopelo.
Todo rugía dentro de mí.
Un ruido interno que no se calmaba con comida, ni con vino, ni con descanso.
Era un fuego antiguo, uno que había aprendido a apagar con disciplina durante el día…
Pero que por las noches —y más aún en una ciudad como esta— ardía sin pedir permiso.
**—Aquí no soy un simple profesor —**pensé mientras mis dedos acariciaban el borde de una ficha olvidada en la barra del salón.
—Aquí no soy el hombre que enseña historia en un aula aburrida, ni el que pasa desapercibido en el supermercado.
Aquí puedo ser quien realmente soy.
Un apostador elegante.
Un seductor sin corbata.
Un hombre al borde, buscando ese momento exacto entre perderlo todo… o ganarse a sí mismo.
Tomé asiento en una mesa de blackjack. Mis dedos temblaban apenas mientras soltaba los billetes y pedía fichas. No por miedo. Sino por ansias.
Una leve sonrisa apareció en mis labios cuando el crupier me miró por primera vez.
—Sólo una mano, ¿verdad? —susurré.
Mentí.