• Traje a Sasha de compras y está llevando muchas cosas para la cena de navidad. Todavía estoy pensando en que excusa voy a poner este año... ¿Debería ya decirle a mi familia que no me gustan estas cosas?

    — Levantó un peluche de reno mientras lo miraba con una mezcla de desagrado y confusión, murmurando sus pensamientos. —

    Debería quedarme en casa encerrado este año...
    Traje a Sasha de compras y está llevando muchas cosas para la cena de navidad. Todavía estoy pensando en que excusa voy a poner este año... ¿Debería ya decirle a mi familia que no me gustan estas cosas? — Levantó un peluche de reno mientras lo miraba con una mezcla de desagrado y confusión, murmurando sus pensamientos. — Debería quedarme en casa encerrado este año...
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  • Era un hombre.
    Ahora, solo queda la bestia.
    El minotauro llegó sin aviso, cubierto de polvo, con la mirada perdida en algún punto que nadie ve. Nadie sabe de dónde vino, solo que las cadenas que arrastra no son de hierro, sino de culpa. En otro tiempo tuvo nombre, rostro, voz. Hoy, su respiración suena como un recuerdo que no quiere morir.
    Busca a quien lo transformó, o quizá a quien amó antes del castigo. Otros murmuran que solo quiere probar que sigue sintiendo algo, lo que sea, aunque sea dolor.
    Su intención es clara: encontrar al culpable y hacerle entender lo que significa no poder morir siendo humano.
    Era un hombre. Ahora, solo queda la bestia. El minotauro llegó sin aviso, cubierto de polvo, con la mirada perdida en algún punto que nadie ve. Nadie sabe de dónde vino, solo que las cadenas que arrastra no son de hierro, sino de culpa. En otro tiempo tuvo nombre, rostro, voz. Hoy, su respiración suena como un recuerdo que no quiere morir. Busca a quien lo transformó, o quizá a quien amó antes del castigo. Otros murmuran que solo quiere probar que sigue sintiendo algo, lo que sea, aunque sea dolor. Su intención es clara: encontrar al culpable y hacerle entender lo que significa no poder morir siendo humano.
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  • Rastros de tinta.
    Fandom Hololive/OC
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    Shiori Novella

    Nerissa no estaba de humor ¿Dónde diablos está Shiori? Todo era extraño, había desaparecido de la nada y sabiendo que eran fugitivas, le preocupaba en exceso que quizás haya ocurrido lo peor.

    Shiori le había contado a Nerissa sobre diferentes lugares donde se escondía, pero...

    — ¡¿Por qué no me pudo dar una dirección?! — Dijo algo enfadada.

    Shiori le había estado dejando pistas, por Dios ¿No era más fácil decirle la dirección de los lugares? Pero, por mucho que le frustrara, entendía la precaución de Shiori, siempre había sido precavida, y, aunque a veces le diera rabia, era la líder del grupo, tendría motivos para hacerlo así.

    — Cuando la encuentre, más le vale al menos decirme algo bonito... — Murmuró, suspirando.

    Tras seguir las pistas de Shiori durante un tiempo, hoy era el día... O eso esperaba Nerissa.

    Un bloque de apartamentos, menudo escondite, alzó la mirada, viendo las escaleras que tenía que subir. — No podría haber elegido un lugar peor. — Se quejó, bajó la mirada, derrotada ¿Tendría que subir escaleras?¿No había un ascensor? — Me estás haciendo trabajar mucho Shiori. — Realmente... Por mucho que se quejara, estaba preocupada.

    Profundamente preocupada.

    — En serio... ¿Estás bien? — Murmuró para sus adentros mientras subía la escaleras hasta finalmente alcanzar el piso que creía que era, solamente esperaba no haberse equivocado.

    Fue a la puerta indicada, metió la llave y... ¡Clic! — No me lo puedo creer, ha funcionado de verdad. — Otra vez, su mente prodigiosa daba frutos.

    Entró en el apartamento, todo estaba ordenado, quizás... Demasiado, como se nota que Shiori era archivista.

    Al cruzar hacia la sala, sus ojos se posaron inmediatamente sobre una libreta que había en la mesa... Se acercó tranquilamente y tomó asiento antes de tomar la libreta y abrirla para comenzar a leer. — Más te vale ser útil... —
    [specter_copper_horse_768] Nerissa no estaba de humor ¿Dónde diablos está Shiori? Todo era extraño, había desaparecido de la nada y sabiendo que eran fugitivas, le preocupaba en exceso que quizás haya ocurrido lo peor. Shiori le había contado a Nerissa sobre diferentes lugares donde se escondía, pero... — ¡¿Por qué no me pudo dar una dirección?! — Dijo algo enfadada. Shiori le había estado dejando pistas, por Dios ¿No era más fácil decirle la dirección de los lugares? Pero, por mucho que le frustrara, entendía la precaución de Shiori, siempre había sido precavida, y, aunque a veces le diera rabia, era la líder del grupo, tendría motivos para hacerlo así. — Cuando la encuentre, más le vale al menos decirme algo bonito... — Murmuró, suspirando. Tras seguir las pistas de Shiori durante un tiempo, hoy era el día... O eso esperaba Nerissa. Un bloque de apartamentos, menudo escondite, alzó la mirada, viendo las escaleras que tenía que subir. — No podría haber elegido un lugar peor. — Se quejó, bajó la mirada, derrotada ¿Tendría que subir escaleras?¿No había un ascensor? — Me estás haciendo trabajar mucho Shiori. — Realmente... Por mucho que se quejara, estaba preocupada. Profundamente preocupada. — En serio... ¿Estás bien? — Murmuró para sus adentros mientras subía la escaleras hasta finalmente alcanzar el piso que creía que era, solamente esperaba no haberse equivocado. Fue a la puerta indicada, metió la llave y... ¡Clic! — No me lo puedo creer, ha funcionado de verdad. — Otra vez, su mente prodigiosa daba frutos. Entró en el apartamento, todo estaba ordenado, quizás... Demasiado, como se nota que Shiori era archivista. Al cruzar hacia la sala, sus ojos se posaron inmediatamente sobre una libreta que había en la mesa... Se acercó tranquilamente y tomó asiento antes de tomar la libreta y abrirla para comenzar a leer. — Más te vale ser útil... —
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  • Meredith ya sabía que Billy estaría ahí.

    No porque alguien se lo hubiera dicho, sino porque el aire alrededor del estacionamiento se sentía distinto: cargado, tenso, como cuando una tormenta se queda suspendida sin decidirse a caer. Él siempre venía acompañado de esa sensación.

    Se apoyó contra la baranda, el cuaderno abierto sobre las piernas, dibujando sin mirar demasiado el papel. No necesitaba hacerlo. Sus manos sabían qué trazar solas. A unos metros, el Camaro rugía bajo el peso del silencio, y Meredith podía sentir la presencia de Billy incluso sin voltearse.

    —Estás haciendo mucho ruido —comentó, sin alzar la voz, como si continuara una conversación que nunca había terminado.

    Sus ojos se desviaron hacia ese punto vacío, apenas a la derecha del auto. El murmullo volvió, suave, insistente. Meredith frunció el ceño y apoyó el lápiz contra la hoja, marcando una línea más fuerte de lo necesario.

    —Hoy están inquietos —añadió, sin explicarse. Billy nunca pedía explicaciones, y por eso ella hablaba.

    Cerró el cuaderno al fin y levantó la vista hacia él, expresión serena, curiosa, completamente libre de interés romántico. Con Billy no necesitaba fingir. No intentaba impresionarlo ni esquivarlo. Era una rareza compartida, un acuerdo tácito.

    —¿Tú también lo sientes?—preguntó, ladeando la cabeza—. O sólo estás de mal humor otra vez.

    La pregunta quedó flotando entre ambos, junto con el ruido lejano de Hawkins fingiendo normalidad.

    Meredith esperó, paciente, mientras algo invisible parecía moverse justo detrás de él.


    Billy Hargrove
    Meredith ya sabía que Billy estaría ahí. No porque alguien se lo hubiera dicho, sino porque el aire alrededor del estacionamiento se sentía distinto: cargado, tenso, como cuando una tormenta se queda suspendida sin decidirse a caer. Él siempre venía acompañado de esa sensación. Se apoyó contra la baranda, el cuaderno abierto sobre las piernas, dibujando sin mirar demasiado el papel. No necesitaba hacerlo. Sus manos sabían qué trazar solas. A unos metros, el Camaro rugía bajo el peso del silencio, y Meredith podía sentir la presencia de Billy incluso sin voltearse. —Estás haciendo mucho ruido —comentó, sin alzar la voz, como si continuara una conversación que nunca había terminado. Sus ojos se desviaron hacia ese punto vacío, apenas a la derecha del auto. El murmullo volvió, suave, insistente. Meredith frunció el ceño y apoyó el lápiz contra la hoja, marcando una línea más fuerte de lo necesario. —Hoy están inquietos —añadió, sin explicarse. Billy nunca pedía explicaciones, y por eso ella hablaba. Cerró el cuaderno al fin y levantó la vista hacia él, expresión serena, curiosa, completamente libre de interés romántico. Con Billy no necesitaba fingir. No intentaba impresionarlo ni esquivarlo. Era una rareza compartida, un acuerdo tácito. —¿Tú también lo sientes?—preguntó, ladeando la cabeza—. O sólo estás de mal humor otra vez. La pregunta quedó flotando entre ambos, junto con el ruido lejano de Hawkins fingiendo normalidad. Meredith esperó, paciente, mientras algo invisible parecía moverse justo detrás de él. [Billy_Hargrove]
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    Loki Queen Ishtar La perturbación

    Mi llegada no fue esperada.
    Pero tampoco pasó desapercibida.

    Antes incluso de que la brecha se abriera, antes del relámpago que me escupió al mundo, algo se tensó en el tejido. Un latido fuera de lugar. Una sombra donde no debía haberla.

    Sasha lo sintió.

    No como un ruido.
    No como una visión.
    Sino como una ofensa.

    El aire del salón se volvió denso cuando alzó la mano. El gesto fue mínimo, casi perezoso, pero la orden resonó como un decreto antiguo.

    Los pilares respondieron primero.

    Katrin llegó envuelta en un destello seco, preciso, con los ojos ya afilados, como si hubiera estado esperando la excusa perfecta para intervenir.
    Lisesharte emergió a su lado un instante después, silenciosa, con esa calma peligrosa de quien entiende el desastre antes de que ocurra.

    No hubo preguntas.
    No las necesitaban.

    Sasha alzó la mirada una vez más y llamó a la tercera.

    —Ryu.

    La respuesta no fue inmediata.

    Muy lejos de allí, una loba caminaba sin prisa. El cielo aún vibraba, pero ella avanzaba con expresión tediosa, casi molesta, como si alguien hubiera interrumpido una tarde tranquila.

    —Qué pesada… —murmuró, sin acelerar el paso.

    Llegaría.
    Siempre llegaba.
    Pero a su manera.


    ---

    Yo, ajena a todo eso… o quizá no tanto, caminaba.

    El castillo Ishtar se alzaba en la distancia, una promesa y una amenaza a la vez. Cada paso hacia él hacía que mi cuerpo protestara: un temblor leve, un pulso mal colocado, un recuerdo que no era mío.

    Lo ignoré.

    Había sobrevivido al Caos.
    Al corte.

    Un castillo no iba a detenerme.

    Pero entonces… algo rozó mi percepción.

    Me detuve.

    No fue hostilidad directa.
    Tampoco curiosidad humana.

    Era… presencia.

    Una densidad distinta en el aire. Como si alguien —o algo— me estuviera observando desde fuera del ángulo correcto del mundo. No delante. No detrás.

    Al lado.

    Sonreí, ladeando un poco la cabeza.

    —Así que no estoy sola… —murmuré.

    El viento cambió de dirección.
    La luz pareció vacilar un segundo.

    Sea lo que fuera, no pertenecía al camino…
    pero tampoco al castillo.

    Y eso lo hacía interesante.
    [loki_q1] La perturbación Mi llegada no fue esperada. Pero tampoco pasó desapercibida. Antes incluso de que la brecha se abriera, antes del relámpago que me escupió al mundo, algo se tensó en el tejido. Un latido fuera de lugar. Una sombra donde no debía haberla. Sasha lo sintió. No como un ruido. No como una visión. Sino como una ofensa. El aire del salón se volvió denso cuando alzó la mano. El gesto fue mínimo, casi perezoso, pero la orden resonó como un decreto antiguo. Los pilares respondieron primero. Katrin llegó envuelta en un destello seco, preciso, con los ojos ya afilados, como si hubiera estado esperando la excusa perfecta para intervenir. Lisesharte emergió a su lado un instante después, silenciosa, con esa calma peligrosa de quien entiende el desastre antes de que ocurra. No hubo preguntas. No las necesitaban. Sasha alzó la mirada una vez más y llamó a la tercera. —Ryu. La respuesta no fue inmediata. Muy lejos de allí, una loba caminaba sin prisa. El cielo aún vibraba, pero ella avanzaba con expresión tediosa, casi molesta, como si alguien hubiera interrumpido una tarde tranquila. —Qué pesada… —murmuró, sin acelerar el paso. Llegaría. Siempre llegaba. Pero a su manera. --- Yo, ajena a todo eso… o quizá no tanto, caminaba. El castillo Ishtar se alzaba en la distancia, una promesa y una amenaza a la vez. Cada paso hacia él hacía que mi cuerpo protestara: un temblor leve, un pulso mal colocado, un recuerdo que no era mío. Lo ignoré. Había sobrevivido al Caos. Al corte. Un castillo no iba a detenerme. Pero entonces… algo rozó mi percepción. Me detuve. No fue hostilidad directa. Tampoco curiosidad humana. Era… presencia. Una densidad distinta en el aire. Como si alguien —o algo— me estuviera observando desde fuera del ángulo correcto del mundo. No delante. No detrás. Al lado. Sonreí, ladeando un poco la cabeza. —Así que no estoy sola… —murmuré. El viento cambió de dirección. La luz pareció vacilar un segundo. Sea lo que fuera, no pertenecía al camino… pero tampoco al castillo. Y eso lo hacía interesante.
    La perturbación

    Mi llegada no fue esperada.
    Pero tampoco pasó desapercibida.

    Antes incluso de que la brecha se abriera, antes del relámpago que me escupió al mundo, algo se tensó en el tejido. Un latido fuera de lugar. Una sombra donde no debía haberla.

    Sasha lo sintió.

    No como un ruido.
    No como una visión.
    Sino como una ofensa.

    El aire del salón se volvió denso cuando alzó la mano. El gesto fue mínimo, casi perezoso, pero la orden resonó como un decreto antiguo.

    Los pilares respondieron primero.

    Katrin llegó envuelta en un destello seco, preciso, con los ojos ya afilados, como si hubiera estado esperando la excusa perfecta para intervenir.
    Lisesharte emergió a su lado un instante después, silenciosa, con esa calma peligrosa de quien entiende el desastre antes de que ocurra.

    No hubo preguntas.
    No las necesitaban.

    Sasha alzó la mirada una vez más y llamó a la tercera.

    —Ryu.

    La respuesta no fue inmediata.

    Muy lejos de allí, una loba caminaba sin prisa. El cielo aún vibraba, pero ella avanzaba con expresión tediosa, casi molesta, como si alguien hubiera interrumpido una tarde tranquila.

    —Qué pesada… —murmuró, sin acelerar el paso.

    Llegaría.
    Siempre llegaba.
    Pero a su manera.


    ---

    Yo, ajena a todo eso… o quizá no tanto, caminaba.

    El castillo Ishtar se alzaba en la distancia, una promesa y una amenaza a la vez. Cada paso hacia él hacía que mi cuerpo protestara: un temblor leve, un pulso mal colocado, un recuerdo que no era mío.

    Lo ignoré.

    Había sobrevivido al Caos.
    Al corte.

    Un castillo no iba a detenerme.

    Pero entonces… algo rozó mi percepción.

    Me detuve.

    No fue hostilidad directa.
    Tampoco curiosidad humana.

    Era… presencia.

    Una densidad distinta en el aire. Como si alguien —o algo— me estuviera observando desde fuera del ángulo correcto del mundo. No delante. No detrás.

    Al lado.

    Sonreí, ladeando un poco la cabeza.

    —Así que no estoy sola… —murmuré.

    El viento cambió de dirección.
    La luz pareció vacilar un segundo.

    Sea lo que fuera, no pertenecía al camino…
    pero tampoco al castillo.

    Y eso lo hacía interesante.
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    La perturbación

    Mi llegada no fue esperada.
    Pero tampoco pasó desapercibida.

    Antes incluso de que la brecha se abriera, antes del relámpago que me escupió al mundo, algo se tensó en el tejido. Un latido fuera de lugar. Una sombra donde no debía haberla.

    Sasha lo sintió.

    No como un ruido.
    No como una visión.
    Sino como una ofensa.

    El aire del salón se volvió denso cuando alzó la mano. El gesto fue mínimo, casi perezoso, pero la orden resonó como un decreto antiguo.

    Los pilares respondieron primero.

    Katrin llegó envuelta en un destello seco, preciso, con los ojos ya afilados, como si hubiera estado esperando la excusa perfecta para intervenir.
    Lisesharte emergió a su lado un instante después, silenciosa, con esa calma peligrosa de quien entiende el desastre antes de que ocurra.

    No hubo preguntas.
    No las necesitaban.

    Sasha alzó la mirada una vez más y llamó a la tercera.

    —Ryu.

    La respuesta no fue inmediata.

    Muy lejos de allí, una loba caminaba sin prisa. El cielo aún vibraba, pero ella avanzaba con expresión tediosa, casi molesta, como si alguien hubiera interrumpido una tarde tranquila.

    —Qué pesada… —murmuró, sin acelerar el paso.

    Llegaría.
    Siempre llegaba.
    Pero a su manera.


    ---

    Yo, ajena a todo eso… o quizá no tanto, caminaba.

    El castillo Ishtar se alzaba en la distancia, una promesa y una amenaza a la vez. Cada paso hacia él hacía que mi cuerpo protestara: un temblor leve, un pulso mal colocado, un recuerdo que no era mío.

    Lo ignoré.

    Había sobrevivido al Caos.
    Al corte.

    Un castillo no iba a detenerme.

    Pero entonces… algo rozó mi percepción.

    Me detuve.

    No fue hostilidad directa.
    Tampoco curiosidad humana.

    Era… presencia.

    Una densidad distinta en el aire. Como si alguien —o algo— me estuviera observando desde fuera del ángulo correcto del mundo. No delante. No detrás.

    Al lado.

    Sonreí, ladeando un poco la cabeza.

    —Así que no estoy sola… —murmuré.

    El viento cambió de dirección.
    La luz pareció vacilar un segundo.

    Sea lo que fuera, no pertenecía al camino…
    pero tampoco al castillo.

    Y eso lo hacía interesante.
    La perturbación Mi llegada no fue esperada. Pero tampoco pasó desapercibida. Antes incluso de que la brecha se abriera, antes del relámpago que me escupió al mundo, algo se tensó en el tejido. Un latido fuera de lugar. Una sombra donde no debía haberla. Sasha lo sintió. No como un ruido. No como una visión. Sino como una ofensa. El aire del salón se volvió denso cuando alzó la mano. El gesto fue mínimo, casi perezoso, pero la orden resonó como un decreto antiguo. Los pilares respondieron primero. Katrin llegó envuelta en un destello seco, preciso, con los ojos ya afilados, como si hubiera estado esperando la excusa perfecta para intervenir. Lisesharte emergió a su lado un instante después, silenciosa, con esa calma peligrosa de quien entiende el desastre antes de que ocurra. No hubo preguntas. No las necesitaban. Sasha alzó la mirada una vez más y llamó a la tercera. —Ryu. La respuesta no fue inmediata. Muy lejos de allí, una loba caminaba sin prisa. El cielo aún vibraba, pero ella avanzaba con expresión tediosa, casi molesta, como si alguien hubiera interrumpido una tarde tranquila. —Qué pesada… —murmuró, sin acelerar el paso. Llegaría. Siempre llegaba. Pero a su manera. --- Yo, ajena a todo eso… o quizá no tanto, caminaba. El castillo Ishtar se alzaba en la distancia, una promesa y una amenaza a la vez. Cada paso hacia él hacía que mi cuerpo protestara: un temblor leve, un pulso mal colocado, un recuerdo que no era mío. Lo ignoré. Había sobrevivido al Caos. Al corte. Un castillo no iba a detenerme. Pero entonces… algo rozó mi percepción. Me detuve. No fue hostilidad directa. Tampoco curiosidad humana. Era… presencia. Una densidad distinta en el aire. Como si alguien —o algo— me estuviera observando desde fuera del ángulo correcto del mundo. No delante. No detrás. Al lado. Sonreí, ladeando un poco la cabeza. —Así que no estoy sola… —murmuré. El viento cambió de dirección. La luz pareció vacilar un segundo. Sea lo que fuera, no pertenecía al camino… pero tampoco al castillo. Y eso lo hacía interesante.
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  • «Escena cerrada»

    El juicio de los Dioses.

    Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal.

    Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo.

    Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber.

    El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis.

    Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia.

    No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo.

    Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar.

    —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él.

    A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta.

    Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo.

    Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia.

    Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca.

    Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá.

    Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa.

    Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa.

    —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento.

    A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
    «Escena cerrada» El juicio de los Dioses. Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal. Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo. Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber. El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis. Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia. No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo. Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar. —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él. A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta. Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo. Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia. Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca. Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá. Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa. Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa. —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento. A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
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  • En el cine, por su cuenta. Parecía un excelente plan hasta que el murmullo de las parejas comenzó a ponerle nerviosa.
    Tal vez no había sido buena idea si se trataba de una película romántica.
    En el cine, por su cuenta. Parecía un excelente plan hasta que el murmullo de las parejas comenzó a ponerle nerviosa. Tal vez no había sido buena idea si se trataba de una película romántica.
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  • — Ah, uno ya no puede desayunar tranquila. — Murmura con el sándwich en su boca mientras se ataba sus agujetas.
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  • Su padre, Norman Osborn.
    Fandom Spiderman
    Categoría Romance
    STARTER PARA Norman Osborn

    Parque Midtown. 16:41 h.

    El cielo tenía un color gris, casi violeta que anunciaba una tarde indecisa. El viento, moviendo las copas de los árboles.

    Angelique caminaba con las manos hundidas en los bolsillos de su sudadera, el cabello oscuro cayendo en mechones rebeldes que le rozaban las mejillas cada vez que inclinaba la cabeza.

    Harry caminaba a su lado, medio metro por detrás, como siempre. Él hablaba; ella escuchaba sin que lo pareciera.

    —…y entonces Peter me dice que no entiende cómo funciona el nuevo microprocesador del club, ¡cuando yo llevo semanas diciéndole que si no estudia los fundamentos no hay nada que hacer! —Harry rió, un poco demasiado fuerte para el silencio del parque—. En serio, a veces creo que le falta un algo.

    Angelique levantó apenas la mirada, observándolo desde un ángulo casi imperceptible.

    —¿Solo un algo? —respondió, seca, aunque sus labios se levantaron apenas, sonriendo.

    Harry pareció reconfortarse con aquello. Con ella siempre se conformaba con poco.

    Caminaron unos metros más. Había niños jugando en un columpio, ancianos, un perro que olfateaba desesperadamente un arbusto. Todo extremadamente normal. Demasiado normal para el nudo que empezaba a formarse en el estómago de Angelique.

    Harry se aclaró la garganta.
    Ese sonido, esa forma de tensarse, ella ya la conocía.

    —Oye, An…
    Silencio.
    Angelique siguió caminando, sin prisa, como si no le hubiera escuchado.

    —An —repitió él, más bajo.
    Ella giró ligeramente la cabeza.

    —¿Qué pasa?

    Harry metió las manos en los bolsillos, nervioso, pero también entusiasmado. Había algo de niño pequeño a punto de revelar un secreto que lleva guardado demasiado tiempo.

    —Mi padre quiere conocerte.

    Angelique se detuvo.

    Harry la adelantó un paso, sorprendido por su reacción, y luego retrocedió para colocarse frente a ella.

    —¿En serio? —preguntó ella con voz suave, casi confusa.

    —Sí. Le... le hablé de ti. Y ya que insististe pues... Bueno, le has llamado la atención al Sr. Trabajo. Así que... bueno... —Se frotó la nuca—. Sé que soy muy pesado hablándote de él y entiendo que quieras conocer al Mandamás. Así que, considérate una privilegiada.

    Angelique arqueó una ceja.

    —¿Privilegiada?

    —Ya sabes cómo es él —mintió Harry. Porque Angelique no sabía cómo era él, no realmente—. Le gusta saber quién forma parte de mi vida. Dice que rodearse de mentes brillantes es crucial para crecer.

    Angelique bajó la mirada. “Mentes brillantes.”
    Ella no se consideraba una.
    Pero Norman Osborn…

    —La semana que viene.

    —¿La semana que viene?

    —Vamos... ¡No me digas que ahora te echas para atrás!

    Ella no contestó. Caminaron unos pasos más hasta un banco vacío. Angelique se dejó caer en un extremo, cruzando una pierna sobre la otra, ajustándose la manga.

    Harry se sentó a su lado, inclinándose hacia adelante con los codos sobre las rodillas.

    —Puedes decir que no —murmuró.

    Angelique lo miró.

    —Voy a ir —dijo.

    —Vas a encantarle.

    Angelique apartó la mirada hacia el camino del parque.

    ⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻

    Residencia Osborn. 18:59 h.

    El vestíbulo era amplio, impecable, envuelto en el perfume tenue de madera tratada. Todo brillaba. Todo estaba ordenado.

    Angelique se quedó de pie, con la mochila colgando suavemente de un hombro, mientras Harry se alejaba escaleras arriba para avisar a su padre.

    Su reflejo apareció fugazmente en una superficie de mármol pulido: negra de pies a cabeza, una sombra entre los tonos beige y dorados del hogar Osborn. El vestido negro caía hasta cubrirle los muslos; sus piernas desnudas, los zapatos a conjunto.

    Y entonces lo oyó: pasos. Sus pasos.

    Angelique levantó lentamente la cabeza hacia el pasillo de la derecha. Y Norman Osborn apareció.

    Traje oscuro perfectamente ceñido, camisa impoluta, la mirada más penetrante que ella había visto en su vida.

    No era simplemente un hombre imponente. Era un hombre acostumbrado a que la gente dejara de hablar al verlo. Un depredador elegante. Una mente que medía antes de actuar.

    Sus ojos tardaron exactamente un segundo en posarse sobre ella.

    Se detuvo a unos pasos de distancia, examinándola sin disimularlo.

    STARTER PARA [GREEN_GOBLIN] Parque Midtown. 16:41 h. El cielo tenía un color gris, casi violeta que anunciaba una tarde indecisa. El viento, moviendo las copas de los árboles. Angelique caminaba con las manos hundidas en los bolsillos de su sudadera, el cabello oscuro cayendo en mechones rebeldes que le rozaban las mejillas cada vez que inclinaba la cabeza. Harry caminaba a su lado, medio metro por detrás, como siempre. Él hablaba; ella escuchaba sin que lo pareciera. —…y entonces Peter me dice que no entiende cómo funciona el nuevo microprocesador del club, ¡cuando yo llevo semanas diciéndole que si no estudia los fundamentos no hay nada que hacer! —Harry rió, un poco demasiado fuerte para el silencio del parque—. En serio, a veces creo que le falta un algo. Angelique levantó apenas la mirada, observándolo desde un ángulo casi imperceptible. —¿Solo un algo? —respondió, seca, aunque sus labios se levantaron apenas, sonriendo. Harry pareció reconfortarse con aquello. Con ella siempre se conformaba con poco. Caminaron unos metros más. Había niños jugando en un columpio, ancianos, un perro que olfateaba desesperadamente un arbusto. Todo extremadamente normal. Demasiado normal para el nudo que empezaba a formarse en el estómago de Angelique. Harry se aclaró la garganta. Ese sonido, esa forma de tensarse, ella ya la conocía. —Oye, An… Silencio. Angelique siguió caminando, sin prisa, como si no le hubiera escuchado. —An —repitió él, más bajo. Ella giró ligeramente la cabeza. —¿Qué pasa? Harry metió las manos en los bolsillos, nervioso, pero también entusiasmado. Había algo de niño pequeño a punto de revelar un secreto que lleva guardado demasiado tiempo. —Mi padre quiere conocerte. Angelique se detuvo. Harry la adelantó un paso, sorprendido por su reacción, y luego retrocedió para colocarse frente a ella. —¿En serio? —preguntó ella con voz suave, casi confusa. —Sí. Le... le hablé de ti. Y ya que insististe pues... Bueno, le has llamado la atención al Sr. Trabajo. Así que... bueno... —Se frotó la nuca—. Sé que soy muy pesado hablándote de él y entiendo que quieras conocer al Mandamás. Así que, considérate una privilegiada. Angelique arqueó una ceja. —¿Privilegiada? —Ya sabes cómo es él —mintió Harry. Porque Angelique no sabía cómo era él, no realmente—. Le gusta saber quién forma parte de mi vida. Dice que rodearse de mentes brillantes es crucial para crecer. Angelique bajó la mirada. “Mentes brillantes.” Ella no se consideraba una. Pero Norman Osborn… —La semana que viene. —¿La semana que viene? —Vamos... ¡No me digas que ahora te echas para atrás! Ella no contestó. Caminaron unos pasos más hasta un banco vacío. Angelique se dejó caer en un extremo, cruzando una pierna sobre la otra, ajustándose la manga. Harry se sentó a su lado, inclinándose hacia adelante con los codos sobre las rodillas. —Puedes decir que no —murmuró. Angelique lo miró. —Voy a ir —dijo. —Vas a encantarle. Angelique apartó la mirada hacia el camino del parque. ⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻ Residencia Osborn. 18:59 h. El vestíbulo era amplio, impecable, envuelto en el perfume tenue de madera tratada. Todo brillaba. Todo estaba ordenado. Angelique se quedó de pie, con la mochila colgando suavemente de un hombro, mientras Harry se alejaba escaleras arriba para avisar a su padre. Su reflejo apareció fugazmente en una superficie de mármol pulido: negra de pies a cabeza, una sombra entre los tonos beige y dorados del hogar Osborn. El vestido negro caía hasta cubrirle los muslos; sus piernas desnudas, los zapatos a conjunto. Y entonces lo oyó: pasos. Sus pasos. Angelique levantó lentamente la cabeza hacia el pasillo de la derecha. Y Norman Osborn apareció. Traje oscuro perfectamente ceñido, camisa impoluta, la mirada más penetrante que ella había visto en su vida. No era simplemente un hombre imponente. Era un hombre acostumbrado a que la gente dejara de hablar al verlo. Un depredador elegante. Una mente que medía antes de actuar. Sus ojos tardaron exactamente un segundo en posarse sobre ella. Se detuvo a unos pasos de distancia, examinándola sin disimularlo.
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