La noche se cernía densa sobre el campamento. El catre de Lucien crujía al menor movimiento, y aun así, no hallaba reposo. La vela agonizaba en la mesa cercana, su luz temblorosa trazando sombras que parecían retorcerse con vida propia sobre la lona.
El cazador yacía de espaldas, las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos fijos en el techo como si esperaran una señal. El silencio del bosque no era silencio del todo: crujían ramas a lo lejos, un búho ululaba, y el viento murmuraba entre las hojas con una cadencia que a otros podría arrullar… pero no a él.
Lucien no dormía. No podía.
Cada noche sabía que el mal podía moverse mientras los hombres soñaban, y la costumbre de vivir entre los condenados lo había hecho desconfiar incluso del descanso. Su espada reposaba al alcance de la mano, su amuleto de hierro frío colgaba aún de su cuello.
El cuerpo pedía tregua, pero la mente —forjada en sospecha y fuego— se mantenía despierta, alerta.
Aguardando.
Porque en el mundo de Lucien, incluso el sueño podía ser una trampa tendida por las brujas.
El cazador yacía de espaldas, las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos fijos en el techo como si esperaran una señal. El silencio del bosque no era silencio del todo: crujían ramas a lo lejos, un búho ululaba, y el viento murmuraba entre las hojas con una cadencia que a otros podría arrullar… pero no a él.
Lucien no dormía. No podía.
Cada noche sabía que el mal podía moverse mientras los hombres soñaban, y la costumbre de vivir entre los condenados lo había hecho desconfiar incluso del descanso. Su espada reposaba al alcance de la mano, su amuleto de hierro frío colgaba aún de su cuello.
El cuerpo pedía tregua, pero la mente —forjada en sospecha y fuego— se mantenía despierta, alerta.
Aguardando.
Porque en el mundo de Lucien, incluso el sueño podía ser una trampa tendida por las brujas.
La noche se cernía densa sobre el campamento. El catre de Lucien crujía al menor movimiento, y aun así, no hallaba reposo. La vela agonizaba en la mesa cercana, su luz temblorosa trazando sombras que parecían retorcerse con vida propia sobre la lona.
El cazador yacía de espaldas, las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos fijos en el techo como si esperaran una señal. El silencio del bosque no era silencio del todo: crujían ramas a lo lejos, un búho ululaba, y el viento murmuraba entre las hojas con una cadencia que a otros podría arrullar… pero no a él.
Lucien no dormía. No podía.
Cada noche sabía que el mal podía moverse mientras los hombres soñaban, y la costumbre de vivir entre los condenados lo había hecho desconfiar incluso del descanso. Su espada reposaba al alcance de la mano, su amuleto de hierro frío colgaba aún de su cuello.
El cuerpo pedía tregua, pero la mente —forjada en sospecha y fuego— se mantenía despierta, alerta.
Aguardando.
Porque en el mundo de Lucien, incluso el sueño podía ser una trampa tendida por las brujas.