• **South Town – Barrio central, 12:17 PM.**

    El sol caía como plomo sobre el asfalto agrietado. Los anuncios de neón parpadeaban a medias, aunque no era de noche. El aire olía a fritanga, concreto caliente y escape de motocicleta. Pero **Terry Bogard** caminaba tranquilo, manos en los bolsillos de su chaqueta roja, la gorra blanca echada ligeramente hacia atrás, como siempre.

    Sus botas resonaban contra la acera, y la gente se giraba a mirarlo. Algunos lo reconocían con una chispa de respeto o sorpresa. Otros solo veían a un tipo alto y musculoso con pinta de peleador de otra época.

    —¡Terry! —gritó un niño desde una tienda de cómics. Llevaba una camiseta con el logo de “Fatal Fury”.

    El luchador levantó una mano y sonrió, sin detenerse.

    —¡Quédate en la escuela, pequeño!.

    Una señora que barría la entrada de su casa asintió al verlo pasar.

    —South Town está más tranquila desde que usted volvió, señor Bogard.

    Terry se detuvo un segundo. La miró con una sonrisa suave.

    —Solo estoy de paso. Pero a veces… paso más seguido.

    Ella rió. Y él siguió caminando, bajando por una calle donde solían encontrarse los peores tipos del barrio. Ahora, había puestos ambulantes, música latina saliendo de una radio, y un grupo de chicos practicando patadas frente a un gimnasio.

    Terry se apoyó contra una farola. Observó en silencio, como un guardián invisible.

    **No era nostalgia lo que sentía. Era memoria.**

    Esta ciudad le había dado todo… y le había arrebatado aún más. Su hermano, su juventud, sus sueños de una vida normal. Pero también le había dado a **Rock**. Y eso bastaba.

    Cruzó la calle lentamente. Una camioneta negra pasó cerca. Un tipo en el asiento del copiloto lo miró con dureza. Terry lo miró de vuelta. No dijo nada. Pero el tipo desvió la mirada. Algunos aún recordaban. Y los que no… bueno, lo aprenderían a la mala.

    Se detuvo en un puesto de hot dogs.

    —Dame uno con todo, Greg —dijo.

    El vendedor, un viejo amigo de los años de torneos, sonrió sin levantar la vista.

    —¿Otra vez en ronda de vigilancia, lobo?

    Terry soltó una carcajada.

    —No es vigilancia. Es paseo. Pero si algo pasa… ya sabes.

    Greg le entregó el hot dog. Terry le dio un billete, negó el cambio y siguió caminando.

    Mientras daba la primera mordida, se detuvo frente a un muro cubierto de grafitis. Uno de ellos era reciente: la silueta de un lobo, pintada en tonos rojos y negros. Abajo, en letra torcida, decía: *“Still howling.”*

    Terry tragó y sonrió con orgullo.

    —Demonios, South Town… a veces pareces hasta poética.

    Y con el sol en la espalda, el viento caliente del mediodía revolviendo su chaqueta, siguió caminando, sin apuro. Porque **el Lobo Legendario** no necesitaba correr para mantener la ciudad a salvo. A veces, con solo andar… bastaba.
    **South Town – Barrio central, 12:17 PM.** El sol caía como plomo sobre el asfalto agrietado. Los anuncios de neón parpadeaban a medias, aunque no era de noche. El aire olía a fritanga, concreto caliente y escape de motocicleta. Pero **Terry Bogard** caminaba tranquilo, manos en los bolsillos de su chaqueta roja, la gorra blanca echada ligeramente hacia atrás, como siempre. Sus botas resonaban contra la acera, y la gente se giraba a mirarlo. Algunos lo reconocían con una chispa de respeto o sorpresa. Otros solo veían a un tipo alto y musculoso con pinta de peleador de otra época. —¡Terry! —gritó un niño desde una tienda de cómics. Llevaba una camiseta con el logo de “Fatal Fury”. El luchador levantó una mano y sonrió, sin detenerse. —¡Quédate en la escuela, pequeño!. Una señora que barría la entrada de su casa asintió al verlo pasar. —South Town está más tranquila desde que usted volvió, señor Bogard. Terry se detuvo un segundo. La miró con una sonrisa suave. —Solo estoy de paso. Pero a veces… paso más seguido. Ella rió. Y él siguió caminando, bajando por una calle donde solían encontrarse los peores tipos del barrio. Ahora, había puestos ambulantes, música latina saliendo de una radio, y un grupo de chicos practicando patadas frente a un gimnasio. Terry se apoyó contra una farola. Observó en silencio, como un guardián invisible. **No era nostalgia lo que sentía. Era memoria.** Esta ciudad le había dado todo… y le había arrebatado aún más. Su hermano, su juventud, sus sueños de una vida normal. Pero también le había dado a **Rock**. Y eso bastaba. Cruzó la calle lentamente. Una camioneta negra pasó cerca. Un tipo en el asiento del copiloto lo miró con dureza. Terry lo miró de vuelta. No dijo nada. Pero el tipo desvió la mirada. Algunos aún recordaban. Y los que no… bueno, lo aprenderían a la mala. Se detuvo en un puesto de hot dogs. —Dame uno con todo, Greg —dijo. El vendedor, un viejo amigo de los años de torneos, sonrió sin levantar la vista. —¿Otra vez en ronda de vigilancia, lobo? Terry soltó una carcajada. —No es vigilancia. Es paseo. Pero si algo pasa… ya sabes. Greg le entregó el hot dog. Terry le dio un billete, negó el cambio y siguió caminando. Mientras daba la primera mordida, se detuvo frente a un muro cubierto de grafitis. Uno de ellos era reciente: la silueta de un lobo, pintada en tonos rojos y negros. Abajo, en letra torcida, decía: *“Still howling.”* Terry tragó y sonrió con orgullo. —Demonios, South Town… a veces pareces hasta poética. Y con el sol en la espalda, el viento caliente del mediodía revolviendo su chaqueta, siguió caminando, sin apuro. Porque **el Lobo Legendario** no necesitaba correr para mantener la ciudad a salvo. A veces, con solo andar… bastaba.
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    — Que su noche sea agradable y que sus sueños sean los más hermosos, descansen n.n
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  • Dejavu- Antonelli
    Categoría Drama
    El taconeo apresurado de Sophie resonaba en la acera mientras esquivaba transeúntes con la destreza de quien ya iba varios minutos tarde. Sujetaba con una mano su bolso y con la otra un vaso de café que apenas había probado, mientras su cabello castaño, algo alborotado por la prisa, se le escapaba en mechones rebeldes alrededor del rostro. El cielo estaba despejado, aunque nada en su mañana había sido igual de claro.

    Llevaba horas preparándose mentalmente para esa entrevista. No todos los días tenía la oportunidad de sus sueños, una de las editoriales más prestigiosas de la ciudad le había concedido por fin una entrevista. Pero entre que el despertador no sonó, el metro se detuvo entre estaciones y el barista del café tardó siglos en entender su orden, Sophie sentía que el universo entero estaba conspirando contra ella.

    Cuando por fin cruzó la calle y dobló la esquina del edificio de oficinas, echó un vistazo rápido al reloj. Llegaría… con suerte, solo diez minutos tarde. Lo suficiente para dar una excusa decente y conservar la dignidad. Inspiró hondo y aceleró el paso, concentrada en ensayar mentalmente su discurso de presentación.

    -Buenos días, soy Sophie Whitmore, encantada de estar aquí, lamento la demora pero...- El impacto fue seco y repentino. Sophie soltó un pequeño grito ahogado al chocar de frente contra una figura más alta que ella, desequilibrándose por el golpe. En cuestión de segundos, sintió el líquido caliente empapando la parte frontal de su vestido beige. Su café, su única fuente de consuelo hasta ese momento, había terminado desparramado entre su ropa y el suelo, marcando un desastre marrón en medio de su ya espantosa mañana.

    -no no no, lo que me faltaba-exclamó, mirando primero su vestido y luego al hombre contra quien había chocado - lo siento tanto... iba distraída - sophie recorrió con la mirada el cuerpo de aquel hombre buscando alguna mancha de su café en el, con la vergüenza de tener que mandar su ropa a la tintorería
    El taconeo apresurado de Sophie resonaba en la acera mientras esquivaba transeúntes con la destreza de quien ya iba varios minutos tarde. Sujetaba con una mano su bolso y con la otra un vaso de café que apenas había probado, mientras su cabello castaño, algo alborotado por la prisa, se le escapaba en mechones rebeldes alrededor del rostro. El cielo estaba despejado, aunque nada en su mañana había sido igual de claro. Llevaba horas preparándose mentalmente para esa entrevista. No todos los días tenía la oportunidad de sus sueños, una de las editoriales más prestigiosas de la ciudad le había concedido por fin una entrevista. Pero entre que el despertador no sonó, el metro se detuvo entre estaciones y el barista del café tardó siglos en entender su orden, Sophie sentía que el universo entero estaba conspirando contra ella. Cuando por fin cruzó la calle y dobló la esquina del edificio de oficinas, echó un vistazo rápido al reloj. Llegaría… con suerte, solo diez minutos tarde. Lo suficiente para dar una excusa decente y conservar la dignidad. Inspiró hondo y aceleró el paso, concentrada en ensayar mentalmente su discurso de presentación. -Buenos días, soy Sophie Whitmore, encantada de estar aquí, lamento la demora pero...- El impacto fue seco y repentino. Sophie soltó un pequeño grito ahogado al chocar de frente contra una figura más alta que ella, desequilibrándose por el golpe. En cuestión de segundos, sintió el líquido caliente empapando la parte frontal de su vestido beige. Su café, su única fuente de consuelo hasta ese momento, había terminado desparramado entre su ropa y el suelo, marcando un desastre marrón en medio de su ya espantosa mañana. -no no no, lo que me faltaba-exclamó, mirando primero su vestido y luego al hombre contra quien había chocado - lo siento tanto... iba distraída - sophie recorrió con la mirada el cuerpo de aquel hombre buscando alguna mancha de su café en el, con la vergüenza de tener que mandar su ropa a la tintorería
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  • Prólogo: La oración de Kari

    El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta.

    Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre.

    —Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche.

    Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino.

    Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños.

    Pero esa noche... sería diferente.

    Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió.

    Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre.

    Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar.

    Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía.

    El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo.

    Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos.
    Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria…
    …él lo había hecho. Solo que a su manera.
    Prólogo: La oración de Kari El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta. Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre. —Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche. Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino. Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños. Pero esa noche... sería diferente. Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió. Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre. Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar. Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía. El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo. Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos. Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria… …él lo había hecho. Solo que a su manera.
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  • ~> Música para acompañar: https://www.youtube.com/watch?v=uml2NbccHvg&list=PLytf_Royf7bLjlypY1si5QoydpFf0j7-r&index=1 <~

    Una noche sin luna ni aurora, cuando el Yggdrasil murmuraba secretos antiguos y los lobos celestiales dormían, una figura cruzó el puente Bifröst. No era un dios nórdico, ni un gigante de hielo, ni un alma caída en combate. Era más viejo que la guerra y más suave que la muerte.

    Morfeo, el dios griego de los sueños, había llegado al Reino de Asgard.

    Su andar no hacía ruido. Su sombra no tenía forma. Donde él pasaba, las estrellas titilaban con recuerdos que no eran suyos. Y aunque Heimdall, el vigilante de todos los mundos, lo vio acercarse, no alzó su espada. En lugar de eso, cerró los ojos... y soñó con su madre.

    La presencia del dios de los sueños  no fue anunciada por cuernos ni trovadores, ni siquiera por los cuervos de Odín. Llegó como llega el sueño: sin ruido, sin permiso, pero imposible de ignorar. 

    No caminaba: deslizaba su sombra sobre el color y la luz del camino de arco iris de Bifröst . Los Einherjar se inquietaron en sus salones. Los videntes dejaron caer sus runas sin interpretarlas. Hasta las Nornas, que tejían el destino en la base del Yggdrasil, miraron hacia arriba, con los dedos suspendidos en el aire.

    El viajero del Reino Onírico había llegado a Asgard. No como un enemigo, ni aliado, más bien llegaba como un mensajero, en busca del Allfather.

    ~> Música para acompañar: https://www.youtube.com/watch?v=uml2NbccHvg&list=PLytf_Royf7bLjlypY1si5QoydpFf0j7-r&index=1 <~ Una noche sin luna ni aurora, cuando el Yggdrasil murmuraba secretos antiguos y los lobos celestiales dormían, una figura cruzó el puente Bifröst. No era un dios nórdico, ni un gigante de hielo, ni un alma caída en combate. Era más viejo que la guerra y más suave que la muerte. Morfeo, el dios griego de los sueños, había llegado al Reino de Asgard. Su andar no hacía ruido. Su sombra no tenía forma. Donde él pasaba, las estrellas titilaban con recuerdos que no eran suyos. Y aunque Heimdall, el vigilante de todos los mundos, lo vio acercarse, no alzó su espada. En lugar de eso, cerró los ojos... y soñó con su madre. La presencia del dios de los sueños  no fue anunciada por cuernos ni trovadores, ni siquiera por los cuervos de Odín. Llegó como llega el sueño: sin ruido, sin permiso, pero imposible de ignorar.  No caminaba: deslizaba su sombra sobre el color y la luz del camino de arco iris de Bifröst . Los Einherjar se inquietaron en sus salones. Los videntes dejaron caer sus runas sin interpretarlas. Hasta las Nornas, que tejían el destino en la base del Yggdrasil, miraron hacia arriba, con los dedos suspendidos en el aire. El viajero del Reino Onírico había llegado a Asgard. No como un enemigo, ni aliado, más bien llegaba como un mensajero, en busca del Allfather.
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  • Me dijieron que los sueños se hacen realidad... Pero jamás pensé que las pesadillas, también.
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  • Su padre le había obsequiado una tableta para dibujar como regalo de navidad, pero hasta ahora empezaba a usarla. Intentó hacer un retrato de su madre, como la recordaba en sueños o cuando la ha visto personalmente. Deseaba mostrárselo, pero le avergonzaba que no fuera un buen dibujo, o que quizá a Atenea no le agradase.


    || El dibujo lo hice yo, jeje.
    Su padre le había obsequiado una tableta para dibujar como regalo de navidad, pero hasta ahora empezaba a usarla. Intentó hacer un retrato de su madre, como la recordaba en sueños o cuando la ha visto personalmente. Deseaba mostrárselo, pero le avergonzaba que no fuera un buen dibujo, o que quizá a Atenea no le agradase. || El dibujo lo hice yo, jeje.
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  • #misiondiarialunes #desafiodivino.

    𓆩ꨄ𓆪Nacida de un tropiezo, nombrada por un río.

    Dicen que las deidades no cometen errores, que su andar es perfecto, divino. Pero incluso los dioses tropiezan.

    Fue Hebe, la eterna doncella, quien en un gesto tan humano como divino, se deslizó al borde de la Fuente del Olvido. Su pie descalzo tocó primero el agua de Lethe, y luego —por un capricho del destino o del alma— rozó la corriente clara del río Eunoë, el agua del recuerdo puro.

    Aquel instante selló algo imposible: Hebe, diosa de la juventud, dejó atrás su aspecto de doncella al absorber memorias que no le pertenecían. Maduró, cambió. Y de ese enlace entre olvido y recuerdo, entre error y sacrificio, nació una niebla.

    No una hija de carne, sino de esencia. No una voz, sino un susurro. Eunoë.

    No fue reclamada por ningún dios, ni por la tierra ni por el cielo, pero el Reino de los Sueños la aceptó. Porque ella no pesa ni hiere. Ella consuela. Su forma de neblina plateada se enreda en los rincones de las almas que no pueden más, que necesitan una última caricia de esperanza antes de rendirse al abismo del descanso.

    Fue Morfeo quien la vio llegar, flotando entre los velos del sueño profundo. “¿Qué criatura eres tú, que hueles a recuerdo y olvido a la vez?”, preguntó. Eunoë no respondió de inmediato; no con palabras, al menos. Sus ojos brillaban con luz líquida, y sus dedos eran vapor que aliviaba.

    Desde entonces, Morfeo y ella han compartido silencios, fragmentos de duda, y ocasionales discusiones sobre la naturaleza del sueño. Él, sombra cansada y sabia, rara vez duerme. Ella, espíritu naciente, vela por los que sí lo hacen. “Maestro,” suele decirle con ternura burlona, “usted da sueños, pero no se concede ni uno.” Él sonríe. A veces.

    Y así, ella sigue danzando. No busca ser recordada, pero recuerda. No promete eternidad, pero concede alivio. Donde el mundo duele, allí va. Donde una diosa duerme por fin —como Atropos—, allí canta. Donde el Maestro reposa, ella flota cerca, sin perturbar, sin tocar.

    Nacida de un error.
    Criada por el susurro de aguas sagradas.
    Eunoë, la que recuerda.
    Eunoë, la que repara.
    #misiondiarialunes #desafiodivino. 𓆩ꨄ𓆪Nacida de un tropiezo, nombrada por un río. Dicen que las deidades no cometen errores, que su andar es perfecto, divino. Pero incluso los dioses tropiezan. Fue Hebe, la eterna doncella, quien en un gesto tan humano como divino, se deslizó al borde de la Fuente del Olvido. Su pie descalzo tocó primero el agua de Lethe, y luego —por un capricho del destino o del alma— rozó la corriente clara del río Eunoë, el agua del recuerdo puro. Aquel instante selló algo imposible: Hebe, diosa de la juventud, dejó atrás su aspecto de doncella al absorber memorias que no le pertenecían. Maduró, cambió. Y de ese enlace entre olvido y recuerdo, entre error y sacrificio, nació una niebla. No una hija de carne, sino de esencia. No una voz, sino un susurro. Eunoë. No fue reclamada por ningún dios, ni por la tierra ni por el cielo, pero el Reino de los Sueños la aceptó. Porque ella no pesa ni hiere. Ella consuela. Su forma de neblina plateada se enreda en los rincones de las almas que no pueden más, que necesitan una última caricia de esperanza antes de rendirse al abismo del descanso. Fue Morfeo quien la vio llegar, flotando entre los velos del sueño profundo. “¿Qué criatura eres tú, que hueles a recuerdo y olvido a la vez?”, preguntó. Eunoë no respondió de inmediato; no con palabras, al menos. Sus ojos brillaban con luz líquida, y sus dedos eran vapor que aliviaba. Desde entonces, Morfeo y ella han compartido silencios, fragmentos de duda, y ocasionales discusiones sobre la naturaleza del sueño. Él, sombra cansada y sabia, rara vez duerme. Ella, espíritu naciente, vela por los que sí lo hacen. “Maestro,” suele decirle con ternura burlona, “usted da sueños, pero no se concede ni uno.” Él sonríe. A veces. Y así, ella sigue danzando. No busca ser recordada, pero recuerda. No promete eternidad, pero concede alivio. Donde el mundo duele, allí va. Donde una diosa duerme por fin —como Atropos—, allí canta. Donde el Maestro reposa, ella flota cerca, sin perturbar, sin tocar. Nacida de un error. Criada por el susurro de aguas sagradas. Eunoë, la que recuerda. Eunoë, la que repara.
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  • #desafiodivino #misiondiarialunes

    La tragedia no cayó como un trueno, cayó como un susurro.

    Fue rápido. Fue brutal. Y lo peor de todo, fue con sus propias manos.
    Cuando Heracles despertó de la niebla, con los ojos todavía húmedos de una locura que no recordaba invocar, lo único que encontró fue silencio. Un silencio antinatural, como si incluso los dioses contuvieran el aliento.

    El hogar que había construido con Megara, los muros que alguna vez estuvieron adornados con flores y risas infantiles, ahora estaban teñidos de rojo. Los cuerpos de sus hijos —sus pequeños, con quienes alguna vez había bailado bajo la lluvia y contado historias junto al fuego— yacían inmóviles. Megara, su compañera, la mujer que había visto más allá del guerrero, estaba fría, aún con expresión de desconcierto, como si no hubiera creído hasta el último segundo que él podría hacerle algo así.

    Heracles no gritó al verlos. No tenía voz. Era como si su alma hubiese abandonado su cuerpo antes de que pudiera comprender lo que había hecho.
    No fue ira lo que lo atravesó. Fue un vacío tan absoluto que dolía respirar. Dolía estar de pie. Dolía simplemente… ser.

    Durante días se arrastró por la casa sin sentido, sus ojos clavados en el suelo, sus manos temblorosas, incapaz de tocar nada por temor a romper aún más lo que quedaba. No comía. No dormía. Solo existía. A veces hablaba solo, en murmullos inconexos, preguntándose si era una pesadilla, si los dioses lo devolverían todo si sufría lo suficiente.

    Pero no lo hicieron.

    Y la ciudad —esa misma que lo había admirado como un semidiós, que había celebrado su matrimonio, que había aclamado su fuerza como la de un titán— ahora lo miraba con horror velado.
    Nadie se atrevía a condenarlo abiertamente. Era Heracles, el hijo de Zeus. Pero todos lo evitaban. Las madres apartaban a sus hijos. Los niños que antes jugaban imitando sus hazañas ahora huían al verlo. No hubo juicio, porque todos sabían que el castigo que él se imponía era más cruel que cualquier sentencia humana.

    Heracles dejó Tebas poco después. No se llevó nada, ni armas ni riquezas, ni siquiera los recuerdos. Caminó hasta que las piernas le sangraron, buscando no un destino, sino una distancia. Quería alejarse de sí mismo, aunque sabía que era imposible. Porque aunque los pasos lo llevaran a nuevas tierras, su mente seguía atrapada en esa casa, en esa noche, en el instante en que todo se quebró.

    Lo que más lo atormentaba no era el acto, sino que aún en medio del dolor… **seguía viviendo**. Cada amanecer era una bofetada. Cada vez que el sol acariciaba su piel, sentía que el mundo lo obligaba a seguir adelante cuando su alma pedía descanso. Los hombres lo llamaban héroe. Los dioses, instrumento. Él solo se veía como una ruina caminante, una sombra con la forma de un hombre.

    A veces encontraba un río y se quedaba mirando el reflejo. No el de su rostro, sino el de sus ojos. Ya no había luz en ellos. Solo cenizas.
    Se preguntaba si alguna vez volvería a sonreír, a amar, a tener un propósito que no naciera del dolor. No quería redención. No la creía posible. Solo deseaba, en lo más profundo, que algún día… su familia pudiera perdonarlo, desde donde estuviesen.

    **Heracles no le temía a la muerte. Le temía a olvidar sus nombres.**
    Porque si alguna vez dejaba de oírlos en su cabeza, si alguna vez sus rostros se desdibujaban entre sueños, entonces todo habría sido en vano.

    Y entonces sí, el verdadero Heracles, moriría para siempre.
    #desafiodivino #misiondiarialunes La tragedia no cayó como un trueno, cayó como un susurro. Fue rápido. Fue brutal. Y lo peor de todo, fue con sus propias manos. Cuando Heracles despertó de la niebla, con los ojos todavía húmedos de una locura que no recordaba invocar, lo único que encontró fue silencio. Un silencio antinatural, como si incluso los dioses contuvieran el aliento. El hogar que había construido con Megara, los muros que alguna vez estuvieron adornados con flores y risas infantiles, ahora estaban teñidos de rojo. Los cuerpos de sus hijos —sus pequeños, con quienes alguna vez había bailado bajo la lluvia y contado historias junto al fuego— yacían inmóviles. Megara, su compañera, la mujer que había visto más allá del guerrero, estaba fría, aún con expresión de desconcierto, como si no hubiera creído hasta el último segundo que él podría hacerle algo así. Heracles no gritó al verlos. No tenía voz. Era como si su alma hubiese abandonado su cuerpo antes de que pudiera comprender lo que había hecho. No fue ira lo que lo atravesó. Fue un vacío tan absoluto que dolía respirar. Dolía estar de pie. Dolía simplemente… ser. Durante días se arrastró por la casa sin sentido, sus ojos clavados en el suelo, sus manos temblorosas, incapaz de tocar nada por temor a romper aún más lo que quedaba. No comía. No dormía. Solo existía. A veces hablaba solo, en murmullos inconexos, preguntándose si era una pesadilla, si los dioses lo devolverían todo si sufría lo suficiente. Pero no lo hicieron. Y la ciudad —esa misma que lo había admirado como un semidiós, que había celebrado su matrimonio, que había aclamado su fuerza como la de un titán— ahora lo miraba con horror velado. Nadie se atrevía a condenarlo abiertamente. Era Heracles, el hijo de Zeus. Pero todos lo evitaban. Las madres apartaban a sus hijos. Los niños que antes jugaban imitando sus hazañas ahora huían al verlo. No hubo juicio, porque todos sabían que el castigo que él se imponía era más cruel que cualquier sentencia humana. Heracles dejó Tebas poco después. No se llevó nada, ni armas ni riquezas, ni siquiera los recuerdos. Caminó hasta que las piernas le sangraron, buscando no un destino, sino una distancia. Quería alejarse de sí mismo, aunque sabía que era imposible. Porque aunque los pasos lo llevaran a nuevas tierras, su mente seguía atrapada en esa casa, en esa noche, en el instante en que todo se quebró. Lo que más lo atormentaba no era el acto, sino que aún en medio del dolor… **seguía viviendo**. Cada amanecer era una bofetada. Cada vez que el sol acariciaba su piel, sentía que el mundo lo obligaba a seguir adelante cuando su alma pedía descanso. Los hombres lo llamaban héroe. Los dioses, instrumento. Él solo se veía como una ruina caminante, una sombra con la forma de un hombre. A veces encontraba un río y se quedaba mirando el reflejo. No el de su rostro, sino el de sus ojos. Ya no había luz en ellos. Solo cenizas. Se preguntaba si alguna vez volvería a sonreír, a amar, a tener un propósito que no naciera del dolor. No quería redención. No la creía posible. Solo deseaba, en lo más profundo, que algún día… su familia pudiera perdonarlo, desde donde estuviesen. **Heracles no le temía a la muerte. Le temía a olvidar sus nombres.** Porque si alguna vez dejaba de oírlos en su cabeza, si alguna vez sus rostros se desdibujaban entre sueños, entonces todo habría sido en vano. Y entonces sí, el verdadero Heracles, moriría para siempre.
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  • Hace años, cuando todavía era un escudero al servicio de Sir Galmoth, fuimos enviados a investigar por qué una aldea cercana a la quebrada de Drethorn había quedado en silencio. Al llegar, no encontramos más que casas vacías y cenizas aún tibias. No había cuerpos. Solo marcas arrastradas hacia un antiguo templo enterrado en la ladera, la Cripta.

    Descendimos con antorchas, espada en mano, guiados por un hedor a podredumbre y hierro oxidado. Pero no eran ratas ni bandidos lo que aguardaba. Eran ellos, caballeros como nosotros, o lo que quedaba de ellos. Armaduras marchitas y negras, movidas por un juramento olvidado. Juraban proteger los secretos de un rey muerto hace siglos, uno que vendió su alma por eternidad.

    Galmoth cayó primero. Ni siquiera fue combatiendo, fueron esos susurros. Voces en su mente que lo hicieron volverse contra nosotros. A los otros dos se les rajó la garganta, algo invisible acechaba, algo intocable. Yo escapé por una grieta, solo, como un cobarde, dejando atrás a mis hermanos. Debi morir allí con ellos, pero simplemente me ingoraron. Desde entonces los veo en sueños. Llamándome a regresar. A terminar lo que dejamos incompleto. Y se que algún día tendré que hacerlo.
    Hace años, cuando todavía era un escudero al servicio de Sir Galmoth, fuimos enviados a investigar por qué una aldea cercana a la quebrada de Drethorn había quedado en silencio. Al llegar, no encontramos más que casas vacías y cenizas aún tibias. No había cuerpos. Solo marcas arrastradas hacia un antiguo templo enterrado en la ladera, la Cripta. Descendimos con antorchas, espada en mano, guiados por un hedor a podredumbre y hierro oxidado. Pero no eran ratas ni bandidos lo que aguardaba. Eran ellos, caballeros como nosotros, o lo que quedaba de ellos. Armaduras marchitas y negras, movidas por un juramento olvidado. Juraban proteger los secretos de un rey muerto hace siglos, uno que vendió su alma por eternidad. Galmoth cayó primero. Ni siquiera fue combatiendo, fueron esos susurros. Voces en su mente que lo hicieron volverse contra nosotros. A los otros dos se les rajó la garganta, algo invisible acechaba, algo intocable. Yo escapé por una grieta, solo, como un cobarde, dejando atrás a mis hermanos. Debi morir allí con ellos, pero simplemente me ingoraron. Desde entonces los veo en sueños. Llamándome a regresar. A terminar lo que dejamos incompleto. Y se que algún día tendré que hacerlo.
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