• Bajo el manto estrellado de una noche sin luna, la playa permanecía en un silencio inquietante, roto solo por el suave murmullo de las olas acariciando la orilla. Desde la profundidad del océano emergió una figura esbelta, envuelta en una capa de piel de foca, sus ojos brillando con una luz que reflejaba la curiosidad y el anhelo.

    Fiadh, la selkie, se deslizó hasta la arena húmeda, dejando atrás su manto de piel sobre una roca. Con un suspiro de alivio, sintió cómo su cuerpo cambiaba, transformándose en una joven humana de cabellos oscuros y piel pálida. Cada paso que daba sobre la arena le provocaba una mezcla de emociones: la libertad de sentir el suelo firme bajo sus pies y la nostalgia de las profundidades marinas.

    Esa noche no era la primera vez que Fiadh se aventuraba en tierra firme, pero sí era la primera vez que lo hacía con un propósito tan claro. Había oído historias de otras selkies que habían encontrado la felicidad entre los humanos, y en su corazón, un deseo insaciable la impulsaba a descubrir si ese sería también su destino.

    Caminó por la orilla hasta llegar a un pequeño pueblo de pescadores, donde las luces de las cabañas parecían brillar con una calidez acogedora. Se detuvo a observar desde la distancia, fascinada por la simplicidad y la armonía con la que los humanos vivían. La risa de los niños, el aroma del pan recién horneado, el sonido de las conversaciones al caer la noche; todo parecía formar parte de un cuadro perfecto, uno en el que anhelaba integrarse.

    Mientras deambulaba por las calles adoquinadas, Fiadh encontró una pequeña posada. La puerta entreabierta dejaba escapar una luz dorada y el sonido de una canción que alguien tocaba con una guitarra. Atraída por la melodía, entró tímidamente y se sentó en una esquina, observando a los parroquianos. Nadie parecía notar su presencia, lo que le dio la oportunidad de soñar despierta con la idea de pertenecer a ese mundo.

    "¿Te gustaría algo de beber?" La voz suave del posadero la sacó de sus pensamientos. Un hombre de edad avanzada, con una sonrisa bondadosa, la miraba con curiosidad.

    Fiadh asintió, sin saber exactamente qué decir. El posadero le trajo una taza de té caliente y se sentó a su lado, comenzando una conversación casual sobre el tiempo y las historias del mar. Con cada palabra, Fiadh se sentía más conectada con la vida humana, más convencida de que su lugar estaba entre ellos.

    Al salir de la posada, la noche había avanzado y el frío empezaba a calar en sus huesos. Se dirigió de vuelta a la playa, donde su capa de piel la esperaba pacientemente. Con un último vistazo hacia el pueblo, Fiadh supo que su corazón ya no pertenecía solo al océano. Tomó su piel de foca, pero en lugar de ponérsela de inmediato, la sostuvo en sus manos, sintiendo el peso de su decisión.
    Bajo el manto estrellado de una noche sin luna, la playa permanecía en un silencio inquietante, roto solo por el suave murmullo de las olas acariciando la orilla. Desde la profundidad del océano emergió una figura esbelta, envuelta en una capa de piel de foca, sus ojos brillando con una luz que reflejaba la curiosidad y el anhelo. Fiadh, la selkie, se deslizó hasta la arena húmeda, dejando atrás su manto de piel sobre una roca. Con un suspiro de alivio, sintió cómo su cuerpo cambiaba, transformándose en una joven humana de cabellos oscuros y piel pálida. Cada paso que daba sobre la arena le provocaba una mezcla de emociones: la libertad de sentir el suelo firme bajo sus pies y la nostalgia de las profundidades marinas. Esa noche no era la primera vez que Fiadh se aventuraba en tierra firme, pero sí era la primera vez que lo hacía con un propósito tan claro. Había oído historias de otras selkies que habían encontrado la felicidad entre los humanos, y en su corazón, un deseo insaciable la impulsaba a descubrir si ese sería también su destino. Caminó por la orilla hasta llegar a un pequeño pueblo de pescadores, donde las luces de las cabañas parecían brillar con una calidez acogedora. Se detuvo a observar desde la distancia, fascinada por la simplicidad y la armonía con la que los humanos vivían. La risa de los niños, el aroma del pan recién horneado, el sonido de las conversaciones al caer la noche; todo parecía formar parte de un cuadro perfecto, uno en el que anhelaba integrarse. Mientras deambulaba por las calles adoquinadas, Fiadh encontró una pequeña posada. La puerta entreabierta dejaba escapar una luz dorada y el sonido de una canción que alguien tocaba con una guitarra. Atraída por la melodía, entró tímidamente y se sentó en una esquina, observando a los parroquianos. Nadie parecía notar su presencia, lo que le dio la oportunidad de soñar despierta con la idea de pertenecer a ese mundo. "¿Te gustaría algo de beber?" La voz suave del posadero la sacó de sus pensamientos. Un hombre de edad avanzada, con una sonrisa bondadosa, la miraba con curiosidad. Fiadh asintió, sin saber exactamente qué decir. El posadero le trajo una taza de té caliente y se sentó a su lado, comenzando una conversación casual sobre el tiempo y las historias del mar. Con cada palabra, Fiadh se sentía más conectada con la vida humana, más convencida de que su lugar estaba entre ellos. Al salir de la posada, la noche había avanzado y el frío empezaba a calar en sus huesos. Se dirigió de vuelta a la playa, donde su capa de piel la esperaba pacientemente. Con un último vistazo hacia el pueblo, Fiadh supo que su corazón ya no pertenecía solo al océano. Tomó su piel de foca, pero en lugar de ponérsela de inmediato, la sostuvo en sus manos, sintiendo el peso de su decisión.
    Me encocora
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