𓆩⟡𓆪 𝐓𝐇𝐄 𝐃𝐀𝐔𝐆𝐇𝐓𝐄𝐑 𝐎𝐅 𝐅𝐈𝐑𝐄 𝐇𝐀𝐒 𝐂𝐎𝐌𝐄 𓆩⟡𓆪
Fortaleza Roja. Atardecer. Las sombras de dragón se arrastran sobre las piedras calientes de Desembarco del Rey.
Primero fue el rugido.
Luego, la sombra.
Y por último, el silencio absoluto, como si los dioses mismos contuvieran el aliento.
Desde las nubes descendió la criatura: un monstruo de alas extendidas, escamas como obsidiana líquida y ojos dorados, ardientes como el sol al morir. Era Maegaryon, el último susurro vivo de Valyria, comparable en tamaño al mismísimo Balerion el Terror Negro.
Y sobre su lomo, firme, erguida como si cabalgara el mismísimo destino, venía ella.
Seirys Ahai.
La hija olvidada. La sangre bastarda que el fuego no quiso consumir.
El secreto que camina con corona de humo y perfume de ceniza.
Las calles quedaron vacías. Los comerciantes bajaron sus toldos. Las madres apretaron a sus hijos contra sus pechos. Y desde las altas torres, los ojos curiosos se asomaban, queriendo saber si era una reina o una maldición lo que caía del cielo.
Vestía telas negras de Lys, ligeras y fluidas, dejando al descubierto vientre, brazos y piernas, como si la guerra misma hubiese decidido vestirse de mujer. Joyas rojas y doradas relucían en su piel pálida. Su cabello, blanco como la sal del Mar Angosto, caía hasta la cintura.
Sonreía. Pero no era una sonrisa dulce. Era una línea irónica, casi cruel, como si supiera algo que el resto aún no había aprendido…
…Pero pronto lo harían.
Sobre su espalda, desde la nuca hasta media columna, un tatuaje escrito en alto valyrio resplandecía débilmente a la luz del atardecer:
> “Hen lentor se perzys. Dāria se nykēla.”
(Entre el fuego y el miedo. Reina sin corona).
Maegaryon aterrizó en los jardines interiores del Torreón de Maegor, quebrando algunas columnas viejas y haciendo volar las hojas secas.
Y entonces, todo se detuvo.
El sonido. El aire. La respiración del mundo.
Las puertas se abrieron lentamente. El sol, sangrando en el horizonte, bañaba a Seirys con un resplandor rojizo, como si el cielo también quisiera inclinarse ante ella.
Ella descendió del dragón con calma. No había prisa en sus pasos, solo intención.
A su alrededor, los soldados tragaban saliva. Algunos bajaban la mirada. Otros la seguían con ojos grandes, preguntándose si estaban viendo un presagio o una aparición.
La música comenzó a sonar en alguna parte, un ritmo lejano de cuerdas orientales, de tambores antiguos… una versión oscura, solemne, de una marcha triunfal.
No decía su nombre, pero todos sabían.
Todos sentían.
> Ella no vino a pedir un lugar. Vino a reclamarlo.
Caminó entre los corredores del Torreón, los pliegues de su ropa silbando contra la piedra. Su presencia era una respuesta a preguntas que aún no se habían formulado.
Una promesa. Una amenaza.
Y también, una historia por escribirse.
Seirys no buscaba presentaciones. Quien tuviese ojos, la reconocería.
Quien tuviese miedo, la respetaría.
Y quien tuviese el valor de acercarse, quizá... viviría para contar su versión.
¿La vera primero el único ojo violeta de Aemond? ¿El gesto inquisidor de Alicent? ¿La risa de Daemon desde un balcón? ¿O la sonrisa irónica de Rhaenyra desde su trono de sombras?
El juego de tronos tiene una nueva pieza.
Y su fuego no es un susurro.
Es rugido.
𓆩⟡𓆪 𝐓𝐇𝐄 𝐃𝐀𝐔𝐆𝐇𝐓𝐄𝐑 𝐎𝐅 𝐅𝐈𝐑𝐄 𝐇𝐀𝐒 𝐂𝐎𝐌𝐄 𓆩⟡𓆪
Fortaleza Roja. Atardecer. Las sombras de dragón se arrastran sobre las piedras calientes de Desembarco del Rey.
Primero fue el rugido.
Luego, la sombra.
Y por último, el silencio absoluto, como si los dioses mismos contuvieran el aliento.
Desde las nubes descendió la criatura: un monstruo de alas extendidas, escamas como obsidiana líquida y ojos dorados, ardientes como el sol al morir. Era Maegaryon, el último susurro vivo de Valyria, comparable en tamaño al mismísimo Balerion el Terror Negro.
Y sobre su lomo, firme, erguida como si cabalgara el mismísimo destino, venía ella.
Seirys Ahai.
La hija olvidada. La sangre bastarda que el fuego no quiso consumir.
El secreto que camina con corona de humo y perfume de ceniza.
Las calles quedaron vacías. Los comerciantes bajaron sus toldos. Las madres apretaron a sus hijos contra sus pechos. Y desde las altas torres, los ojos curiosos se asomaban, queriendo saber si era una reina o una maldición lo que caía del cielo.
Vestía telas negras de Lys, ligeras y fluidas, dejando al descubierto vientre, brazos y piernas, como si la guerra misma hubiese decidido vestirse de mujer. Joyas rojas y doradas relucían en su piel pálida. Su cabello, blanco como la sal del Mar Angosto, caía hasta la cintura.
Sonreía. Pero no era una sonrisa dulce. Era una línea irónica, casi cruel, como si supiera algo que el resto aún no había aprendido…
…Pero pronto lo harían.
Sobre su espalda, desde la nuca hasta media columna, un tatuaje escrito en alto valyrio resplandecía débilmente a la luz del atardecer:
> “Hen lentor se perzys. Dāria se nykēla.”
(Entre el fuego y el miedo. Reina sin corona).
Maegaryon aterrizó en los jardines interiores del Torreón de Maegor, quebrando algunas columnas viejas y haciendo volar las hojas secas.
Y entonces, todo se detuvo.
El sonido. El aire. La respiración del mundo.
Las puertas se abrieron lentamente. El sol, sangrando en el horizonte, bañaba a Seirys con un resplandor rojizo, como si el cielo también quisiera inclinarse ante ella.
Ella descendió del dragón con calma. No había prisa en sus pasos, solo intención.
A su alrededor, los soldados tragaban saliva. Algunos bajaban la mirada. Otros la seguían con ojos grandes, preguntándose si estaban viendo un presagio o una aparición.
La música comenzó a sonar en alguna parte, un ritmo lejano de cuerdas orientales, de tambores antiguos… una versión oscura, solemne, de una marcha triunfal.
No decía su nombre, pero todos sabían.
Todos sentían.
> Ella no vino a pedir un lugar. Vino a reclamarlo.
Caminó entre los corredores del Torreón, los pliegues de su ropa silbando contra la piedra. Su presencia era una respuesta a preguntas que aún no se habían formulado.
Una promesa. Una amenaza.
Y también, una historia por escribirse.
Seirys no buscaba presentaciones. Quien tuviese ojos, la reconocería.
Quien tuviese miedo, la respetaría.
Y quien tuviese el valor de acercarse, quizá... viviría para contar su versión.
¿La vera primero el único ojo violeta de Aemond? ¿El gesto inquisidor de Alicent? ¿La risa de Daemon desde un balcón? ¿O la sonrisa irónica de Rhaenyra desde su trono de sombras?
El juego de tronos tiene una nueva pieza.
Y su fuego no es un susurro.
Es rugido.