La noche en aquel pequeño planeta era silenciosa y vasta. El cielo, oscuro como tinta profunda, se extendía sin fin, decorado con cuerpos celestes que titilaban como brasas en un fuego antiguo. Algunas estrellas parecían cercanas, como si pudiera tocarlas si tan solo extendía la mano; otras, lejanas y frías, le recordaban lo distante que estaba de casa… si es que ese concepto aún tenía algún significado.
Kaelis dormía cerca, su forma envuelta en calma junto a una roca brillante que desprendía un resplandor tenue. Nival se había asegurado de no despertarlo al alejarse. Caminó en silencio por la suave pendiente de la colina, su capa azul marino ondeando suavemente con el viento. Una vez en la cima, se detuvo, dejando que la vista lo abrumara.
El horizonte curvado del pequeño planeta se desplegaba ante él, con lunas de tonos violáceos flotando con pereza sobre el cielo inmóvil. Era un paisaje hermoso, casi mágico. Pero su belleza no traía consuelo.
Nival se sentó, cruzando las piernas lentamente. Sus ojos marrones se alzaron al cielo, pero su mente estaba atrapada en otro lugar… en otro tiempo.
—¿Y si están muertos? —murmuró con un suspiro tembloroso.
El silencio le devolvió la pregunta, cruel y frío.
—¿Y si mamá… y los demás… ya no están? ¿Si los dioses acabaron con todo? —trató de continuar, pero las palabras se le deshicieron en la garganta.
Habían estado huyendo tanto tiempo, saltando de mundo en mundo a través de portales que él mismo abría, buscando lugares donde descansar, donde sanar… pero nunca había espacio para respuestas. Nunca había tiempo para regresar. Solo moverse. Solo sobrevivir.
—¿Y si no hay nadie a quien volver a buscar? —se preguntó en voz baja—. ¿Y si nuestra historia terminó allá atrás, y nosotros somos solo… cenizas que el viento olvidó llevarse?
El dolor lo apretó por dentro. No era solo miedo. Era la culpa, la impotencia. La incertidumbre que lo corroía cada noche.
—¿De qué sirve correr si ya no queda nada por lo que pelear…?
Un paso suave rompió el silencio. No necesitó volverse para saber quién era.
Kaelis se acercó, sus alas aún plegadas, su presencia serena como la de un guardián que ha visto muchas noches, muchas heridas. Se sentó a su lado sin decir palabra.
Nival mantuvo la mirada en las estrellas, aunque sus ojos se humedecían.
—Kaelis… ¿tú crees que están vivos? —preguntó al fin, en voz baja, casi temiendo la respuesta.
Kaelis tardó en hablar. Y cuando lo hizo, su voz era baja, firme.
—No lo sé. Pero mientras no lo sepamos con certeza, no dejaré de creerlo.
—¿Y si ya no queda esperanza?
Kaelis lo miró con seriedad.
—La esperanza no es algo que encontramos. Es algo que decidimos llevar, incluso cuando el camino está oscuro. Especialmente entonces.
Nival apretó la mandíbula.
—Estoy cansado de llevarla solo.
Kaelis le puso una mano en el hombro.
—Entonces déjame ayudarte a cargarla.
En esa noche oscura, donde las estrellas parecían murmurar secretos olvidados, los dos hermanos permanecieron juntos, en silencio. El dolor de Nival no desapareció, pero en los ojos firmes de Kaelis encontró una razón para seguir buscando, una fuerza que, por un instante, le permitió creer que quizá, en algún rincón del universo, aún había un hogar al que podían regresar.
Aunque los dioses lo hubieran intentado todo… ellos seguían vivos. Y eso, por ahora, era suficiente.
La noche en aquel pequeño planeta era silenciosa y vasta. El cielo, oscuro como tinta profunda, se extendía sin fin, decorado con cuerpos celestes que titilaban como brasas en un fuego antiguo. Algunas estrellas parecían cercanas, como si pudiera tocarlas si tan solo extendía la mano; otras, lejanas y frías, le recordaban lo distante que estaba de casa… si es que ese concepto aún tenía algún significado.
Kaelis dormía cerca, su forma envuelta en calma junto a una roca brillante que desprendía un resplandor tenue. Nival se había asegurado de no despertarlo al alejarse. Caminó en silencio por la suave pendiente de la colina, su capa azul marino ondeando suavemente con el viento. Una vez en la cima, se detuvo, dejando que la vista lo abrumara.
El horizonte curvado del pequeño planeta se desplegaba ante él, con lunas de tonos violáceos flotando con pereza sobre el cielo inmóvil. Era un paisaje hermoso, casi mágico. Pero su belleza no traía consuelo.
Nival se sentó, cruzando las piernas lentamente. Sus ojos marrones se alzaron al cielo, pero su mente estaba atrapada en otro lugar… en otro tiempo.
—¿Y si están muertos? —murmuró con un suspiro tembloroso.
El silencio le devolvió la pregunta, cruel y frío.
—¿Y si mamá… y los demás… ya no están? ¿Si los dioses acabaron con todo? —trató de continuar, pero las palabras se le deshicieron en la garganta.
Habían estado huyendo tanto tiempo, saltando de mundo en mundo a través de portales que él mismo abría, buscando lugares donde descansar, donde sanar… pero nunca había espacio para respuestas. Nunca había tiempo para regresar. Solo moverse. Solo sobrevivir.
—¿Y si no hay nadie a quien volver a buscar? —se preguntó en voz baja—. ¿Y si nuestra historia terminó allá atrás, y nosotros somos solo… cenizas que el viento olvidó llevarse?
El dolor lo apretó por dentro. No era solo miedo. Era la culpa, la impotencia. La incertidumbre que lo corroía cada noche.
—¿De qué sirve correr si ya no queda nada por lo que pelear…?
Un paso suave rompió el silencio. No necesitó volverse para saber quién era.
Kaelis se acercó, sus alas aún plegadas, su presencia serena como la de un guardián que ha visto muchas noches, muchas heridas. Se sentó a su lado sin decir palabra.
Nival mantuvo la mirada en las estrellas, aunque sus ojos se humedecían.
—Kaelis… ¿tú crees que están vivos? —preguntó al fin, en voz baja, casi temiendo la respuesta.
Kaelis tardó en hablar. Y cuando lo hizo, su voz era baja, firme.
—No lo sé. Pero mientras no lo sepamos con certeza, no dejaré de creerlo.
—¿Y si ya no queda esperanza?
Kaelis lo miró con seriedad.
—La esperanza no es algo que encontramos. Es algo que decidimos llevar, incluso cuando el camino está oscuro. Especialmente entonces.
Nival apretó la mandíbula.
—Estoy cansado de llevarla solo.
Kaelis le puso una mano en el hombro.
—Entonces déjame ayudarte a cargarla.
En esa noche oscura, donde las estrellas parecían murmurar secretos olvidados, los dos hermanos permanecieron juntos, en silencio. El dolor de Nival no desapareció, pero en los ojos firmes de Kaelis encontró una razón para seguir buscando, una fuerza que, por un instante, le permitió creer que quizá, en algún rincón del universo, aún había un hogar al que podían regresar.
Aunque los dioses lo hubieran intentado todo… ellos seguían vivos. Y eso, por ahora, era suficiente.