• El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender.

    Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas.

    Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación.

    Kazuo ...

    El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable.

    Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado.

    Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes.

    Y aun así, ella lo había negado.

    Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba.

    Había decidido por él.

    No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo.

    Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar.

    Salvarlo fue una condena compartida.

    Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio.

    Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello.

    Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria.

    Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible.

    Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido.

    El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino.

    Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
    El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender. Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas. Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación. [8KazuoAihara8]... El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable. Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado. Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes. Y aun así, ella lo había negado. Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba. Había decidido por él. No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo. Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar. Salvarlo fue una condena compartida. Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio. Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello. Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria. Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible. Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido. El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino. Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
    Me gusta
    1
    0 turnos 0 maullidos
  • Ahora, en cada uno de ustedes, hay una luz, un espíritu inextinguible. Que no se rendirá. Necesito su ayuda de nuevo. Necesito que tengan esperanza. Espero que recuerden que todos pueden ser héroes. Espero que, ante un enemigo decidido a destruir su espíritu, luchen y prosperen. Espero que quienes una vez los rechazaron, en un momento de crisis, acudan en su ayuda. Espero que vuelvan a ver los rostros de sus seres queridos. Y quizás incluso los de quienes han perdido.
    Ahora, en cada uno de ustedes, hay una luz, un espíritu inextinguible. Que no se rendirá. Necesito su ayuda de nuevo. Necesito que tengan esperanza. Espero que recuerden que todos pueden ser héroes. Espero que, ante un enemigo decidido a destruir su espíritu, luchen y prosperen. Espero que quienes una vez los rechazaron, en un momento de crisis, acudan en su ayuda. Espero que vuelvan a ver los rostros de sus seres queridos. Y quizás incluso los de quienes han perdido.
    Me encocora
    1
    1 turno 0 maullidos
  • ‹ Finalmente llegó a su departamento, el cual estaba vacío y desolado, como si nadie hubiera estado en él por días. Se dejó caer en el sofá rendido. ›

    — Mm, no podré dormir. Quizás y sólo descanse un poco antes de regresar al trabajo, ah..
    ‹ Finalmente llegó a su departamento, el cual estaba vacío y desolado, como si nadie hubiera estado en él por días. Se dejó caer en el sofá rendido. › — Mm, no podré dormir. Quizás y sólo descanse un poco antes de regresar al trabajo, ah..
    0 turnos 0 maullidos
  • ‹ Ya eran las 3 am y la madrugada estaba un poco fría, pero nuevamente se quedó vigilando a los habitantes que regresaban de sus misiones externas a esa hora fuera de la base y los disparos no dejaban de salir de su arma al encontrar a un infectado. Suspiró y se recostó sobre la pared mientras frotaba su cuello sintiendo un poco de estrés. ›

    — 3 días sin dormir bien, estoy acostumbrado. Sin embargo últimamente ha habido más trabajo de lo normal. Quizás deba salir al exterior de la base para verificar que sucede.
    ‹ Ya eran las 3 am y la madrugada estaba un poco fría, pero nuevamente se quedó vigilando a los habitantes que regresaban de sus misiones externas a esa hora fuera de la base y los disparos no dejaban de salir de su arma al encontrar a un infectado. Suspiró y se recostó sobre la pared mientras frotaba su cuello sintiendo un poco de estrés. › — 3 días sin dormir bien, estoy acostumbrado. Sin embargo últimamente ha habido más trabajo de lo normal. Quizás deba salir al exterior de la base para verificar que sucede.
    0 turnos 0 maullidos
  • —Era una noche tranquila,estaba atendiendo mi negocio como siempre,era re tarde entonces decidi empezar a cerrar todo tranquilo y sin apuro,no tenia a nadie esperandome en mi casa,una vez con las persinanas bajas y todo cerrado con llave me dispuse a salir pero...hubo un apagon en todo el barrio,ni siquiera funcionaban los postes de luz de la calle,en eso,empiezo a ver como varios autos empiezan a chocar de lleno contra algunas casas o negocios de la zona,lo mas raro es que ninguno de ellos freno y aun mas raro fue que todos los accidentes fueron al mismo tiempo,quize salir a ver como estaban los heridos,pero empezo a caer nieve..¿nieve,en verano en una noche de 29 grados?..algo no cerraba aca,quize salir a ver pero unos de los vecinos se me adelanto y salio a la calle con una linterna,unos segundos despues de estar en la vereda,el hombre cayo como una bolsa de papas,como si se hubiera desmayado,pero eso no fue lo que me puso nervioso,lo peor fue cuando su mujer quizo salir ni bien toco a su marido,ella tambien habia caido al piso,y asi con todos los vecinos que asomaban la cabeza por la ventana,incluso algunos caian por loos balcones de los edifcios de la cuadra...ahi me di cuenta de lo que pasaba,habia algo en el aire que dejaba inconsciente o algo peor..
    —Era una noche tranquila,estaba atendiendo mi negocio como siempre,era re tarde entonces decidi empezar a cerrar todo tranquilo y sin apuro,no tenia a nadie esperandome en mi casa,una vez con las persinanas bajas y todo cerrado con llave me dispuse a salir pero...hubo un apagon en todo el barrio,ni siquiera funcionaban los postes de luz de la calle,en eso,empiezo a ver como varios autos empiezan a chocar de lleno contra algunas casas o negocios de la zona,lo mas raro es que ninguno de ellos freno y aun mas raro fue que todos los accidentes fueron al mismo tiempo,quize salir a ver como estaban los heridos,pero empezo a caer nieve..¿nieve,en verano en una noche de 29 grados?..algo no cerraba aca,quize salir a ver pero unos de los vecinos se me adelanto y salio a la calle con una linterna,unos segundos despues de estar en la vereda,el hombre cayo como una bolsa de papas,como si se hubiera desmayado,pero eso no fue lo que me puso nervioso,lo peor fue cuando su mujer quizo salir ni bien toco a su marido,ella tambien habia caido al piso,y asi con todos los vecinos que asomaban la cabeza por la ventana,incluso algunos caian por loos balcones de los edifcios de la cuadra...ahi me di cuenta de lo que pasaba,habia algo en el aire que dejaba inconsciente o algo peor..
    Me gusta
    1
    0 turnos 0 maullidos
  • Ya tiene a alguien más...
    Quizás llegué muy tarde, pero si es feliz...
    Ya tiene a alguien más... Quizás llegué muy tarde, pero si es feliz... :STK-55:
    Me gusta
    Me entristece
    2
    2 turnos 0 maullidos
  • Ποτέ δεν είχα σημασία, ποτέ δεν με ενδιέφερε, απλώς πέρασα απαρατήρητη, και πονάει, πονάει που προσπάθησα, πονάει που έδωσα όλη μου την προσοχή, πονάω να νιώθω... Εγώ που ορκίστηκα να μην το κάνω ποτέ, το έκανα... Μια λατρεία για κάποιον που δεν το άξιζε, ένα συναίσθημα που κάνει τώρα την καρδιά μου ευάλωτη, μισώ ξανά την ίδια κατάσταση για να είμαι... καρδιά με ένα κοχύλι που δεν θα σπάσει ποτέ.

    "Nunca importé, nunca interesé, simplemente pasé desapercibido, y duele, duele haberme esforzado, duele haber puesto toda mi atención, duele sentir... Yo que juré nunca hacerlo lo hice... Una adoración por alguien que no lo merecía, un sentimiento que ahora hace vulnerable mi corazón, me odio a mi mismo por estar en esta situación... Quizás necesite hibernar para volver a ser el mismo y cubrir mi corazón con una coraza que nunca se rompa."
    Ποτέ δεν είχα σημασία, ποτέ δεν με ενδιέφερε, απλώς πέρασα απαρατήρητη, και πονάει, πονάει που προσπάθησα, πονάει που έδωσα όλη μου την προσοχή, πονάω να νιώθω... Εγώ που ορκίστηκα να μην το κάνω ποτέ, το έκανα... Μια λατρεία για κάποιον που δεν το άξιζε, ένα συναίσθημα που κάνει τώρα την καρδιά μου ευάλωτη, μισώ ξανά την ίδια κατάσταση για να είμαι... καρδιά με ένα κοχύλι που δεν θα σπάσει ποτέ. "Nunca importé, nunca interesé, simplemente pasé desapercibido, y duele, duele haberme esforzado, duele haber puesto toda mi atención, duele sentir... Yo que juré nunca hacerlo lo hice... Una adoración por alguien que no lo merecía, un sentimiento que ahora hace vulnerable mi corazón, me odio a mi mismo por estar en esta situación... Quizás necesite hibernar para volver a ser el mismo y cubrir mi corazón con una coraza que nunca se rompa."
    Me gusta
    Me entristece
    Me encocora
    5
    0 turnos 0 maullidos
  • El café estaba listo. La mujer que había tocado a su puerta, sentada en el sofá. Mediana edad, probablemente sólo una ama de casa.

    —Debería demandar a la revista por seguir dando mi dirección a todo el que pregunta —dijo él, luego bebió de su taza y dejó la otra en la mesa de centro.

    —Frederick no puede separarse de Sofía —la mujer se atrevía a hablar por fin. Levantó su cabeza para ver los cansados ojos del docente.

    —¿Disculpe? —

    —Frederick y Sofía tienen que quedarse juntos. No puede separarlos —ella habló con total seriedad.

    —¿De verdad vino usted aquí, a la casa de un completo extraño, a las once de la noche, a decir esto? —

    Increíble. Las amas de casa son algo fascinante.

    —¡No puede separarlos! ¡No puede, Frederick la ama, yo lo sé! —se había puesto de pie. Tomó al profesor por la camisa, lo sacudió un poco. —¡No los separe! —

    —Oiga, señora… se está tomando esto muy en serio, ¿no cree? —

    Sólo era un trabajo de medio tiempo escribiendo historias románticas en una revista para amas de casa. ¿Qué tan malo podía ser? Ah, parece que Sawajiri pecó de ingenuo. Otra vez. ¿Cuántas iban en el mes?

    —¡No los separe, no se atreva! —las manos femeninas volvieron a sacudirlo.

    —¡Frederick es un mujeriego, él no ama a nadie más que a sí mismo! —vociferó él. Oh, no, ¿se lo estaba tomando en serio también?

    —¡Cállese, usted no sabe nada de Frederick! —ella lo sacudió más todavía.

    —¿De qué carajo habla? ¡Yo creé a Frederick y a Sofía! —

    —¡No me importa! Él la ama y puede cambiar, las otras son sólo diversión —y no dejaba de sacudirlo.

    —¡Abra los ojos, señora! Los hombres como Frederick no cambian. Le pide perdón cuando la caga, y días después se está cogiendo a otra. Sofía va a perdonarlo una y otra vez, y en quince años, cuando esté llena de hijos, estrías y sueños inconclusos, él va a decirle que se descuidó y la dejará por una más joven. ¿Es eso lo que usted quiere para Sofía? —

    Los ojos de la mujer se abrieron de par en par, luego huyeron de la mirada masculina. La camisa soltó, parecía no saber qué hacer ahora con sus manos. Como un ruidoso juguete al que de pronto se le terminaron las baterías, la energía, se había apagado.

    —Señor, ¿usted cree que Sofía es tonta? —un tono más apagado, casi como un susurro, usó la ella.

    —¿…Eh? —

    —Sofía lo sabe. Ella sabe todo eso, y está dispuesta a sacrificarlo todo. Su vida, su futuro, sus sueños, todo. Porque ella… —

    —¿Porque ella lo ama? —

    —Porque ella… —volvió a mirarlo. Sus ojos luchaban por contener las lágrimas, unas que parecían tener mucho tiempo guardadas. —…es sólo una ama de casa. Una ama de casa con la esperanza de que, quizás sólo esta vez, la historia sea distinta. Porque es lo único que le queda—.

    Silencio. Largo, incómodo, asfixiante silencio.

    —¿Sabe algo, señora? —se encargó él de terminar el silencio. —Tal vez… Frederick sí puede cambiar—.
    El café estaba listo. La mujer que había tocado a su puerta, sentada en el sofá. Mediana edad, probablemente sólo una ama de casa. —Debería demandar a la revista por seguir dando mi dirección a todo el que pregunta —dijo él, luego bebió de su taza y dejó la otra en la mesa de centro. —Frederick no puede separarse de Sofía —la mujer se atrevía a hablar por fin. Levantó su cabeza para ver los cansados ojos del docente. —¿Disculpe? — —Frederick y Sofía tienen que quedarse juntos. No puede separarlos —ella habló con total seriedad. —¿De verdad vino usted aquí, a la casa de un completo extraño, a las once de la noche, a decir esto? — Increíble. Las amas de casa son algo fascinante. —¡No puede separarlos! ¡No puede, Frederick la ama, yo lo sé! —se había puesto de pie. Tomó al profesor por la camisa, lo sacudió un poco. —¡No los separe! — —Oiga, señora… se está tomando esto muy en serio, ¿no cree? — Sólo era un trabajo de medio tiempo escribiendo historias románticas en una revista para amas de casa. ¿Qué tan malo podía ser? Ah, parece que Sawajiri pecó de ingenuo. Otra vez. ¿Cuántas iban en el mes? —¡No los separe, no se atreva! —las manos femeninas volvieron a sacudirlo. —¡Frederick es un mujeriego, él no ama a nadie más que a sí mismo! —vociferó él. Oh, no, ¿se lo estaba tomando en serio también? —¡Cállese, usted no sabe nada de Frederick! —ella lo sacudió más todavía. —¿De qué carajo habla? ¡Yo creé a Frederick y a Sofía! — —¡No me importa! Él la ama y puede cambiar, las otras son sólo diversión —y no dejaba de sacudirlo. —¡Abra los ojos, señora! Los hombres como Frederick no cambian. Le pide perdón cuando la caga, y días después se está cogiendo a otra. Sofía va a perdonarlo una y otra vez, y en quince años, cuando esté llena de hijos, estrías y sueños inconclusos, él va a decirle que se descuidó y la dejará por una más joven. ¿Es eso lo que usted quiere para Sofía? — Los ojos de la mujer se abrieron de par en par, luego huyeron de la mirada masculina. La camisa soltó, parecía no saber qué hacer ahora con sus manos. Como un ruidoso juguete al que de pronto se le terminaron las baterías, la energía, se había apagado. —Señor, ¿usted cree que Sofía es tonta? —un tono más apagado, casi como un susurro, usó la ella. —¿…Eh? — —Sofía lo sabe. Ella sabe todo eso, y está dispuesta a sacrificarlo todo. Su vida, su futuro, sus sueños, todo. Porque ella… — —¿Porque ella lo ama? — —Porque ella… —volvió a mirarlo. Sus ojos luchaban por contener las lágrimas, unas que parecían tener mucho tiempo guardadas. —…es sólo una ama de casa. Una ama de casa con la esperanza de que, quizás sólo esta vez, la historia sea distinta. Porque es lo único que le queda—. Silencio. Largo, incómodo, asfixiante silencio. —¿Sabe algo, señora? —se encargó él de terminar el silencio. —Tal vez… Frederick sí puede cambiar—.
    Me gusta
    Me encocora
    4
    0 turnos 0 maullidos
  • Kaori observaba el mundo como quien ve una herida supurar sin remedio.
    Le costaba recordar en qué punto exacto la humanidad dejó de evolucionar y empezó a pudrirse desde dentro. Quizás nunca fue distinto —solo que ahora lo disfrazaban peor.

    Para ella, la decadencia no era un apocalipsis ruidoso.
    Era un desfile constante de gente hueca, sonriendo con dientes blanqueados mientras sus almas se llenaban de moho.
    Hablaban de conciencia social con la misma boca que escupía prejuicios.
    Compartían frases profundas que no entendían, solo porque venían en tipografía bonita.
    Vivían rápido, morían despacio… y pensaban aún menos.

    Kaori no odiaba a la humanidad.
    Eso implicaría haber tenido fe en ella alguna vez.
    Lo que sentía era un hastío seco, como polvo en la garganta.
    Cada día confirmaba lo que ya sabía:
    el ser humano no necesitaba monstruos ni castigos divinos.
    Era su propia plaga.
    Y le fascinaba hundirse.
    Kaori observaba el mundo como quien ve una herida supurar sin remedio. Le costaba recordar en qué punto exacto la humanidad dejó de evolucionar y empezó a pudrirse desde dentro. Quizás nunca fue distinto —solo que ahora lo disfrazaban peor. Para ella, la decadencia no era un apocalipsis ruidoso. Era un desfile constante de gente hueca, sonriendo con dientes blanqueados mientras sus almas se llenaban de moho. Hablaban de conciencia social con la misma boca que escupía prejuicios. Compartían frases profundas que no entendían, solo porque venían en tipografía bonita. Vivían rápido, morían despacio… y pensaban aún menos. Kaori no odiaba a la humanidad. Eso implicaría haber tenido fe en ella alguna vez. Lo que sentía era un hastío seco, como polvo en la garganta. Cada día confirmaba lo que ya sabía: el ser humano no necesitaba monstruos ni castigos divinos. Era su propia plaga. Y le fascinaba hundirse.
    Me gusta
    Me encocora
    7
    0 turnos 0 maullidos
  • — ¿crees que es demasiado revelador? quizás debería usar otra cosa... o quizás deba dejarlo para usarlo en otros momentos...
    — ¿crees que es demasiado revelador? quizás debería usar otra cosa... o quizás deba dejarlo para usarlo en otros momentos...
    Me gusta
    Me encocora
    Me endiabla
    7
    2 turnos 0 maullidos
Ver más resultados
Patrocinados