• —Los humanos jamás cambiarán su naturaleza destructiva; es de público conocimiento que destruyen todo lo que tocan, todo lo que rozan —dijo con voz ronca mientras elevaba la botella.

    —Y henos aquí, dispuestos a sacrificar todo con tal de salvar su evolución, de velar por su seguridad y de dejarnos matar por aquellos que nos desprecian —concluyó luego de verter el contenido en la taza.

    El alquimista Alex se encontraba muy lejos de sus aposentos, en la lejana tierra oriental del este, en un pequeño y estrecho lugar apartado de las miradas curiosas que algunos aventureros conocían; era el lugar perfecto para meditar y para encontrar la introspección profunda que el maestro de las artes arcanas tanto estaba necesitando. Su viaje había sido un sinfín de peligros y distracciones, deteniéndose para ayudar a viajeros y mercaderes, luchar contra ominosas criaturas y asesinos de las colinas, incluso algún que otro sicario contratado para eliminarlo; la mayoría de todas ellas siendo solucionadas con acero y sangre de por medio.

    Estaba agotado; su viaje había durado mucho más de lo que se propuso en primer lugar. Aun siendo un mutante ascendido y de poseer una resistencia superior al común denominador de criaturas y seres mágicos, el susodicho aun necesitaba descansar después de intensas jornadas sin dormir o comer…

    Se dijo a sí mismo que no debía pensar en nada ni nadie; debía mantener sus sentidos centrados y agudizados para sus próximas misiones, pero un pequeño viaje al "Templo de los arroyos", el lugar en el cual ahora se encontraba reponiendo energías y descansando su alma, nunca le venía mal.
    —Los humanos jamás cambiarán su naturaleza destructiva; es de público conocimiento que destruyen todo lo que tocan, todo lo que rozan —dijo con voz ronca mientras elevaba la botella. —Y henos aquí, dispuestos a sacrificar todo con tal de salvar su evolución, de velar por su seguridad y de dejarnos matar por aquellos que nos desprecian —concluyó luego de verter el contenido en la taza. El alquimista Alex se encontraba muy lejos de sus aposentos, en la lejana tierra oriental del este, en un pequeño y estrecho lugar apartado de las miradas curiosas que algunos aventureros conocían; era el lugar perfecto para meditar y para encontrar la introspección profunda que el maestro de las artes arcanas tanto estaba necesitando. Su viaje había sido un sinfín de peligros y distracciones, deteniéndose para ayudar a viajeros y mercaderes, luchar contra ominosas criaturas y asesinos de las colinas, incluso algún que otro sicario contratado para eliminarlo; la mayoría de todas ellas siendo solucionadas con acero y sangre de por medio. Estaba agotado; su viaje había durado mucho más de lo que se propuso en primer lugar. Aun siendo un mutante ascendido y de poseer una resistencia superior al común denominador de criaturas y seres mágicos, el susodicho aun necesitaba descansar después de intensas jornadas sin dormir o comer… Se dijo a sí mismo que no debía pensar en nada ni nadie; debía mantener sus sentidos centrados y agudizados para sus próximas misiones, pero un pequeño viaje al "Templo de los arroyos", el lugar en el cual ahora se encontraba reponiendo energías y descansando su alma, nunca le venía mal.
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  • **El Errante y el Dragón Azul**

    El mundo se abría ante Jimoto como un lienzo infinito, cada viaje una pincelada de experiencias, cada encuentro una historia por contar. Había recorrido valles dorados donde el trigo bailaba con el viento, selvas densas donde la vida vibraba en cada sombra, y desiertos tan vastos que las estrellas parecían más cercanas. Pero fue en las Montañas Esmeralda donde su destino se entrelazó con el de una criatura legendaria.

    El día en que conoció a Shunrei, el Dragón Azul, la neblina cubría los riscos como un manto. Jimoto había oído rumores sobre un ser majestuoso que protegía esas tierras, pero lo que encontró fue una batalla injusta.

    Un grupo de cazadores y taladores clandestinos había invadido el bosque sagrado de la montaña, armados con armas y sierras, listos para acabar con todo lo que se interpusiera en su camino. En el centro del conflicto, Shunrei rugía con furia, su enorme cuerpo de escamas azul celeste reflejando la luz entre los árboles. Su aliento crepitaba con energía, pero algo no estaba bien: sus alas estaban heridas, y aunque peleaba con fiereza, los cazadores lo superaban en número.

    Jimoto no lo pensó dos veces. Se lanzó entre los atacantes con la destreza que había perfeccionado en sus viajes. Con movimientos rápidos, derribó a los taladores más cercanos, arrebatándoles sus herramientas. Usó su velocidad y fuerza para confundir a los cazadores, derribando sin causar mayor daño pues solo quería auyentarles, cuando el líder de los invasores intentó atacar con una daga envenenada, Jimoto la interceptó con su propia mano, partiéndola en dos con un solo movimiento.

    El bosque quedó en silencio. Los cazadores, atónitos, entendieron que no podrían ganar. Uno a uno, huyeron dejando atrás su equipo y su orgullo.

    Shunrei, aún receloso, lo observó con ojos de un azul profundo. Jimoto sintió algo extraño en su mente, como un murmullo antiguo, un lenguaje que no debería entender… pero lo hizo.

    —*Tú… ¿puedes oírme?* —la voz de Shunrei resonó en su mente, profunda y sabia.

    Jimoto parpadeó, sorprendido.

    —Sí… ¿cómo es posible?

    Shunrei inclinó su gran cabeza, inspeccionándolo con curiosidad.

    —*Durante siglos, los humanos han intentado hablarme, pero nunca han comprendido mis palabras. Eres el primero… el único.*

    Desde ese día, Jimoto y Shunrei forjaron una amistad única. El dragón, antiguo guardián de las montañas, compartía con él los secretos de la naturaleza y la historia de los tiempos olvidados. Jimoto, a su vez, le contaba sobre el mundo de los humanos, sobre los lugares que había visto y las maravillas que aún deseaba conocer.

    Juntos, viajaron más allá de las montañas, explorando lo desconocido. Donde Jimoto encontraba peligro, Shunrei lo protegía. Donde el dragón hallaba desesperanza en la humanidad, Jimoto le mostraba la bondad que aún existía.

    Eran diferentes en todo sentido, pero en su soledad compartida encontraron un lazo irrompible. Un viajero de las estrellas y un guardián ancestral, unidos por un destino que aún estaba por escribirse.
    **El Errante y el Dragón Azul** El mundo se abría ante Jimoto como un lienzo infinito, cada viaje una pincelada de experiencias, cada encuentro una historia por contar. Había recorrido valles dorados donde el trigo bailaba con el viento, selvas densas donde la vida vibraba en cada sombra, y desiertos tan vastos que las estrellas parecían más cercanas. Pero fue en las Montañas Esmeralda donde su destino se entrelazó con el de una criatura legendaria. El día en que conoció a Shunrei, el Dragón Azul, la neblina cubría los riscos como un manto. Jimoto había oído rumores sobre un ser majestuoso que protegía esas tierras, pero lo que encontró fue una batalla injusta. Un grupo de cazadores y taladores clandestinos había invadido el bosque sagrado de la montaña, armados con armas y sierras, listos para acabar con todo lo que se interpusiera en su camino. En el centro del conflicto, Shunrei rugía con furia, su enorme cuerpo de escamas azul celeste reflejando la luz entre los árboles. Su aliento crepitaba con energía, pero algo no estaba bien: sus alas estaban heridas, y aunque peleaba con fiereza, los cazadores lo superaban en número. Jimoto no lo pensó dos veces. Se lanzó entre los atacantes con la destreza que había perfeccionado en sus viajes. Con movimientos rápidos, derribó a los taladores más cercanos, arrebatándoles sus herramientas. Usó su velocidad y fuerza para confundir a los cazadores, derribando sin causar mayor daño pues solo quería auyentarles, cuando el líder de los invasores intentó atacar con una daga envenenada, Jimoto la interceptó con su propia mano, partiéndola en dos con un solo movimiento. El bosque quedó en silencio. Los cazadores, atónitos, entendieron que no podrían ganar. Uno a uno, huyeron dejando atrás su equipo y su orgullo. Shunrei, aún receloso, lo observó con ojos de un azul profundo. Jimoto sintió algo extraño en su mente, como un murmullo antiguo, un lenguaje que no debería entender… pero lo hizo. —*Tú… ¿puedes oírme?* —la voz de Shunrei resonó en su mente, profunda y sabia. Jimoto parpadeó, sorprendido. —Sí… ¿cómo es posible? Shunrei inclinó su gran cabeza, inspeccionándolo con curiosidad. —*Durante siglos, los humanos han intentado hablarme, pero nunca han comprendido mis palabras. Eres el primero… el único.* Desde ese día, Jimoto y Shunrei forjaron una amistad única. El dragón, antiguo guardián de las montañas, compartía con él los secretos de la naturaleza y la historia de los tiempos olvidados. Jimoto, a su vez, le contaba sobre el mundo de los humanos, sobre los lugares que había visto y las maravillas que aún deseaba conocer. Juntos, viajaron más allá de las montañas, explorando lo desconocido. Donde Jimoto encontraba peligro, Shunrei lo protegía. Donde el dragón hallaba desesperanza en la humanidad, Jimoto le mostraba la bondad que aún existía. Eran diferentes en todo sentido, pero en su soledad compartida encontraron un lazo irrompible. Un viajero de las estrellas y un guardián ancestral, unidos por un destino que aún estaba por escribirse.
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  • ¿Sabes algo? Odio este tipo de reuniones aburridas.


    -El joven mafioso mostraba una notable molestia en su rostro. Realmente algo extraño, tomando en cuenta que suele ser bastante bromista ante todo. La organización continuaba siendo un exito a pasos agigantados. Tal vez incluso las mayores responsabilidades le han estado pasando factura. Eso, o simplemente estar en constante peligro estaba ya haciendo su efecto-


    Bueno bueno, ve al punto. No tengo todo lo que queda de la noche disponible. Y tampoco es que tenga muchas ganas de andar peleando en estos momentos contra chupa sangres, los pulgosos o cualquier otra mierda sobrenatural que algún idiota está intentando invocar para sus beneficios.
    ¿Sabes algo? Odio este tipo de reuniones aburridas. -El joven mafioso mostraba una notable molestia en su rostro. Realmente algo extraño, tomando en cuenta que suele ser bastante bromista ante todo. La organización continuaba siendo un exito a pasos agigantados. Tal vez incluso las mayores responsabilidades le han estado pasando factura. Eso, o simplemente estar en constante peligro estaba ya haciendo su efecto- Bueno bueno, ve al punto. No tengo todo lo que queda de la noche disponible. Y tampoco es que tenga muchas ganas de andar peleando en estos momentos contra chupa sangres, los pulgosos o cualquier otra mierda sobrenatural que algún idiota está intentando invocar para sus beneficios.
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  • Sentada en la cubierta del Thousand Sunny, con la brisa marina acariciando su rostro, Robin cerró los ojos y dejó que el sonido de las olas la envolviera. La noche era tranquila, la luna se reflejaba en el agua como un espejo que separaba dos mundos. En momentos como este, solía sumergirse en sus pensamientos, en los rastros de su pasado que, aunque difusos, seguían formando parte de ella.

    Recordó la soledad. No la soledad de estar sin compañía, sino la de no tener a nadie en quien confiar. Durante años, había vivido como una sombra, siempre en fuga, temiendo que el día siguiente fuera el final. Su vida se había construido sobre el miedo y la desconfianza, con alianzas efímeras y sonrisas vacías. Había aprendido a ser pragmática, a no esperar nada de nadie, a ser una sobreviviente en un mundo que la quería muerta.

    Pero entonces, llegaron ellos. Los Mugiwara. Un grupo de piratas que parecían desafiar toda lógica, que reían en la cara del peligro y que, contra toda razón, la aceptaron sin condiciones. Al principio, le había costado entenderlo. No podía concebir un mundo donde las personas se ayudaran sin esperar nada a cambio. La idea de que alguien pudiera arriesgar su vida por ella era inconcebible.

    Y sin embargo, lo hicieron.

    Robin abrió los ojos y miró el cielo estrellado. Aún se preguntaba en qué momento exacto había cambiado. Quizá fue en Alabasta, cuando Luffy le extendió la mano sin dudar. Quizá en Skypiea, cuando los vio reír juntos bajo un cielo dorado. O quizá en Enies Lobby, cuando escuchó sus voces gritar que la querían de vuelta, cuando se permitió, por primera vez en muchos años, querer vivir.

    Ya no era la arqueóloga solitaria con un precio por su cabeza y un corazón blindado. Ahora, era una Mugiwara. Tenía un lugar donde pertenecer, personas a las que llamar amigos, un sueño que ya no perseguía sola. El miedo a ser traicionada había sido reemplazado por la certeza de que, sin importar lo que pasara, ellos estarían allí.

    Robin sonrió, con esa expresión serena que solo mostraba cuando se sentía verdaderamente en paz. La noche seguía su curso, el mar susurraba canciones antiguas, y por primera vez en su vida, supo con absoluta certeza que ya no estaba sola.
    Sentada en la cubierta del Thousand Sunny, con la brisa marina acariciando su rostro, Robin cerró los ojos y dejó que el sonido de las olas la envolviera. La noche era tranquila, la luna se reflejaba en el agua como un espejo que separaba dos mundos. En momentos como este, solía sumergirse en sus pensamientos, en los rastros de su pasado que, aunque difusos, seguían formando parte de ella. Recordó la soledad. No la soledad de estar sin compañía, sino la de no tener a nadie en quien confiar. Durante años, había vivido como una sombra, siempre en fuga, temiendo que el día siguiente fuera el final. Su vida se había construido sobre el miedo y la desconfianza, con alianzas efímeras y sonrisas vacías. Había aprendido a ser pragmática, a no esperar nada de nadie, a ser una sobreviviente en un mundo que la quería muerta. Pero entonces, llegaron ellos. Los Mugiwara. Un grupo de piratas que parecían desafiar toda lógica, que reían en la cara del peligro y que, contra toda razón, la aceptaron sin condiciones. Al principio, le había costado entenderlo. No podía concebir un mundo donde las personas se ayudaran sin esperar nada a cambio. La idea de que alguien pudiera arriesgar su vida por ella era inconcebible. Y sin embargo, lo hicieron. Robin abrió los ojos y miró el cielo estrellado. Aún se preguntaba en qué momento exacto había cambiado. Quizá fue en Alabasta, cuando Luffy le extendió la mano sin dudar. Quizá en Skypiea, cuando los vio reír juntos bajo un cielo dorado. O quizá en Enies Lobby, cuando escuchó sus voces gritar que la querían de vuelta, cuando se permitió, por primera vez en muchos años, querer vivir. Ya no era la arqueóloga solitaria con un precio por su cabeza y un corazón blindado. Ahora, era una Mugiwara. Tenía un lugar donde pertenecer, personas a las que llamar amigos, un sueño que ya no perseguía sola. El miedo a ser traicionada había sido reemplazado por la certeza de que, sin importar lo que pasara, ellos estarían allí. Robin sonrió, con esa expresión serena que solo mostraba cuando se sentía verdaderamente en paz. La noche seguía su curso, el mar susurraba canciones antiguas, y por primera vez en su vida, supo con absoluta certeza que ya no estaba sola.
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  • Promesas en papel
    Fandom Epoca Victoriana
    Categoría Romance
    El sol de la tarde se filtraba a través de los vitrales, bañando la habitación con un resplandor cálido y dorado. Me encontraba en mi rincón favorito del invernadero, rodeado del dulce aroma de las gardenias y camelias en flor. La brisa acariciaba mis cabellos, jugando con ellos como si intentara robarme los pensamientos que revoloteaban en mi mente. Pero hoy no se los permitiría. Hoy, mis pensamientos no se desvanecerán en el viento.

    Con una sonrisa que no podía ocultar, deslicé la pluma sobre el papel. La tinta negra danzaba en suaves líneas, dando vida a las palabras que hasta ahora había guardado solo para mí.

    "Mi querido..."

    Solo esas dos palabras y ya sentí mi corazón latir con fuerza. La emoción era embriagadora, como el primer brote de una flor en primavera. Había pasado noches enteras imaginando este momento, planeando cada frase, cada suspiro contenido entre las letras. Pero ahora que finalmente escribía, las palabras fluían como un río desbordado, incapaz de contener todo lo que deseaba decirle.

    "Cada día que pasa, encuentro mi mirada perdida en la ventana, buscando un atisbo de tu silueta entre la multitud. Sé que no debería, que es peligroso, que si alguien nos descubre... Pero, ¿cómo podría ignorar lo que mi corazón me grita? En cada vals, en cada paseo por los jardines, incluso en los momentos de absoluta soledad, tu presencia nunca me abandona. ¿Acaso sientes lo mismo?"

    Me detuve por un instante, presionando la pluma contra el papel mientras contenía la risa que amenazaba con escaparse de mis labios. Qué atrevida me había vuelto. Pero no importaba. Hoy no importaban las reglas, ni los murmullos de la corte, ni siquiera los ojos vigilantes de mi dama de compañía.

    Hoy, por primera vez, era yo quien daba el primer paso.

    Volví a la carta con renovado entusiasmo.

    "Tal vez pienses que es una locura, que no debería escribirte así, con el corazón desnudo sobre este papel. Pero dime, ¿acaso no es la vida en sí una locura maravillosa? Si este atrevimiento me condena, que así sea. No quiero pasar un solo día más callando lo que en mi pecho arde con fuerza. Así que, si el destino ha de reírse de mí, prefiero que lo haga sabiendo que al menos fui sincera."

    Mis mejillas ardían cuando terminé la última frase. ¿Realmente había escrito aquello? ¿Realmente le estaba enviando esta confesión sin saber siquiera si la respuesta que recibiría sería un eco de mis sentimientos o el filo de un adiós?

    Con sumo cuidado, dobla la carta y la introduce en un sobre marfil. Tomé el sello de lacre y dejé caer la cera roja, estampando sobre ella un pequeño ramillete de flores secas, aquellas que él solía admirar cuando paseábamos juntos por los jardines de la mansión.

    Me permití un último suspiro antes de levantar la carta y acercarla a mis labios en un beso fugaz, como si aquel gesto pudiera impregnarla con toda la ternura que mi alma contenía.

    —"Llévala con cuidado" —susurré mientras la depositaba en manos de mi doncella de confianza—. "Y no dejes que nadie te vea."

    Ella apuntando con una leve sonrisa antes de perderse por los pasillos de la mansión.

    El destino ya estaba echado. Ahora, sólo quedaba esperar.
    El sol de la tarde se filtraba a través de los vitrales, bañando la habitación con un resplandor cálido y dorado. Me encontraba en mi rincón favorito del invernadero, rodeado del dulce aroma de las gardenias y camelias en flor. La brisa acariciaba mis cabellos, jugando con ellos como si intentara robarme los pensamientos que revoloteaban en mi mente. Pero hoy no se los permitiría. Hoy, mis pensamientos no se desvanecerán en el viento. Con una sonrisa que no podía ocultar, deslicé la pluma sobre el papel. La tinta negra danzaba en suaves líneas, dando vida a las palabras que hasta ahora había guardado solo para mí. "Mi querido..." Solo esas dos palabras y ya sentí mi corazón latir con fuerza. La emoción era embriagadora, como el primer brote de una flor en primavera. Había pasado noches enteras imaginando este momento, planeando cada frase, cada suspiro contenido entre las letras. Pero ahora que finalmente escribía, las palabras fluían como un río desbordado, incapaz de contener todo lo que deseaba decirle. "Cada día que pasa, encuentro mi mirada perdida en la ventana, buscando un atisbo de tu silueta entre la multitud. Sé que no debería, que es peligroso, que si alguien nos descubre... Pero, ¿cómo podría ignorar lo que mi corazón me grita? En cada vals, en cada paseo por los jardines, incluso en los momentos de absoluta soledad, tu presencia nunca me abandona. ¿Acaso sientes lo mismo?" Me detuve por un instante, presionando la pluma contra el papel mientras contenía la risa que amenazaba con escaparse de mis labios. Qué atrevida me había vuelto. Pero no importaba. Hoy no importaban las reglas, ni los murmullos de la corte, ni siquiera los ojos vigilantes de mi dama de compañía. Hoy, por primera vez, era yo quien daba el primer paso. Volví a la carta con renovado entusiasmo. "Tal vez pienses que es una locura, que no debería escribirte así, con el corazón desnudo sobre este papel. Pero dime, ¿acaso no es la vida en sí una locura maravillosa? Si este atrevimiento me condena, que así sea. No quiero pasar un solo día más callando lo que en mi pecho arde con fuerza. Así que, si el destino ha de reírse de mí, prefiero que lo haga sabiendo que al menos fui sincera." Mis mejillas ardían cuando terminé la última frase. ¿Realmente había escrito aquello? ¿Realmente le estaba enviando esta confesión sin saber siquiera si la respuesta que recibiría sería un eco de mis sentimientos o el filo de un adiós? Con sumo cuidado, dobla la carta y la introduce en un sobre marfil. Tomé el sello de lacre y dejé caer la cera roja, estampando sobre ella un pequeño ramillete de flores secas, aquellas que él solía admirar cuando paseábamos juntos por los jardines de la mansión. Me permití un último suspiro antes de levantar la carta y acercarla a mis labios en un beso fugaz, como si aquel gesto pudiera impregnarla con toda la ternura que mi alma contenía. —"Llévala con cuidado" —susurré mientras la depositaba en manos de mi doncella de confianza—. "Y no dejes que nadie te vea." Ella apuntando con una leve sonrisa antes de perderse por los pasillos de la mansión. El destino ya estaba echado. Ahora, sólo quedaba esperar.
    Tipo
    Individual
    Líneas
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    Estado
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  • "La Sombra del Ayer".
    #monorol

    Lucia observaba a Carmina desde la ventana de la tienda, viendo cómo la joven acomodaba cajas en los estantes con la paciencia de quien ha hecho ese trabajo toda su vida. Su nieta tenía el cabello rizado de su madre, la misma expresión soñadora en los ojos verdes. Cada vez que la veía, un miedo antiguo y persistente le oprimía el pecho. No podía evitarlo.

    Su hija había sido su más grande alegría y su más profundo dolor. Desde que era una niña, Lucia la había visto brillar con una energía vibrante, llena de sueños y anhelos que parecían inalcanzables. Había querido tanto para ella, había esperado que encontrara su camino en la vida sin tropezar con las sombras que acechaban en cada esquina. Pero el amor… el amor había sido su ruina. Se enamoró de un hombre que solo trajo destrucción y miseria, un mafioso que la arrastró a un mundo de drogas, peligro y desesperación. Lucia aún recordaba las noches en vela, las súplicas, los intentos desesperados de recuperar a su hija de ese abismo. Todo en vano.

    Cuando finalmente la perdió, quedó Carmina. Una niña inocente que no tenía la culpa de nada. Lucia y su esposo, Pietro, habían decidido desde el primer momento que no cometerían los mismos errores. Criarían a Carmina con disciplina, con cuidado, protegiéndola de todo lo que pudiera torcer su destino. La inscribieron en una escuela solo para mujeres, la rodearon de un ambiente seguro, sin distracciones, sin peligros. Querían que creciera fuerte, que tuviera oportunidades, que jamás cayera en la trampa de un amor equivocado.

    Pero a veces, cuando Carmina sonreía de cierta manera o cuando la encontraba perdida en pensamientos mientras miraba por la ventana, Lucia sentía un escalofrío recorrerle la espalda. Temía que en algún rincón de su corazón, la misma llama que había consumido a su hija estuviera ardiendo en su nieta. Temía que, a pesar de todos sus esfuerzos, la historia volviera a repetirse.

    Carmina era la mezcla perfecta entre su hija y aquel hombre. Heredó de él el cabello rojizo, como un eco de la pasión de un pasado lleno de sombras, y los mismos ojos verdes que alguna vez brillaron en la mirada de aquella joven llena de sueños. Cada vez que Lucia veía esos ojos, veía no solo el reflejo de su hija, sino también la sombra del hombre que tanto daño había causado, como si en cada uno de esos detalles se escondiera un recordatorio de lo que había perdido. No importaba cuánto amara a su nieta, siempre sentía esa mezcla de amor y temor profundo al verla.

    Pietro le decía que debía confiar en Carmina, que no todas las mujeres estaban destinadas a cometer los mismos errores. Que su nieta era fuerte, que tenía más de ella que de su madre. Pero Lucia no podía simplemente aceptar eso. El miedo de una madre, y ahora de una abuela, no se disipaba con palabras bonitas.

    Y, además, había algo que la inquietaba aún más: el día en que ella ya no estuviera para guiar a Carmina. El día en que no pudiera protegerla, ni acompañarla en las decisiones difíciles que la vida le depararía. Ese pensamiento la llenaba de angustia, como una sombra constante en su pecho. ¿Qué pasaría con Carmina cuando ella ya no pudiera estar allí para impedirle caer en los mismos errores de antes? ¿Quién la cuidaría cuando la fortaleza de la abuela ya no fuera suficiente?

    Por eso, a veces, sin darse cuenta, dejaba caer comentarios sobre su deseo de verla casada algún día, de encontrar un buen hombre que la protegiera, alguien que la hiciera feliz. Lo decía con una sonrisa, como si fuera un simple anhelo de abuela, pero en el fondo era su mayor temor disfrazado de esperanza. Porque si Carmina encontraba a la persona correcta, Lucia podría irse en paz. Pero si elegía mal… si la historia volvía a repetirse…

    Suspiró y se apartó de la ventana. Carmina era joven, inteligente, trabajadora. Pero el amor era traicionero. Y Lucia no estaba dispuesta a perderla también.
    "La Sombra del Ayer". #monorol Lucia observaba a Carmina desde la ventana de la tienda, viendo cómo la joven acomodaba cajas en los estantes con la paciencia de quien ha hecho ese trabajo toda su vida. Su nieta tenía el cabello rizado de su madre, la misma expresión soñadora en los ojos verdes. Cada vez que la veía, un miedo antiguo y persistente le oprimía el pecho. No podía evitarlo. Su hija había sido su más grande alegría y su más profundo dolor. Desde que era una niña, Lucia la había visto brillar con una energía vibrante, llena de sueños y anhelos que parecían inalcanzables. Había querido tanto para ella, había esperado que encontrara su camino en la vida sin tropezar con las sombras que acechaban en cada esquina. Pero el amor… el amor había sido su ruina. Se enamoró de un hombre que solo trajo destrucción y miseria, un mafioso que la arrastró a un mundo de drogas, peligro y desesperación. Lucia aún recordaba las noches en vela, las súplicas, los intentos desesperados de recuperar a su hija de ese abismo. Todo en vano. Cuando finalmente la perdió, quedó Carmina. Una niña inocente que no tenía la culpa de nada. Lucia y su esposo, Pietro, habían decidido desde el primer momento que no cometerían los mismos errores. Criarían a Carmina con disciplina, con cuidado, protegiéndola de todo lo que pudiera torcer su destino. La inscribieron en una escuela solo para mujeres, la rodearon de un ambiente seguro, sin distracciones, sin peligros. Querían que creciera fuerte, que tuviera oportunidades, que jamás cayera en la trampa de un amor equivocado. Pero a veces, cuando Carmina sonreía de cierta manera o cuando la encontraba perdida en pensamientos mientras miraba por la ventana, Lucia sentía un escalofrío recorrerle la espalda. Temía que en algún rincón de su corazón, la misma llama que había consumido a su hija estuviera ardiendo en su nieta. Temía que, a pesar de todos sus esfuerzos, la historia volviera a repetirse. Carmina era la mezcla perfecta entre su hija y aquel hombre. Heredó de él el cabello rojizo, como un eco de la pasión de un pasado lleno de sombras, y los mismos ojos verdes que alguna vez brillaron en la mirada de aquella joven llena de sueños. Cada vez que Lucia veía esos ojos, veía no solo el reflejo de su hija, sino también la sombra del hombre que tanto daño había causado, como si en cada uno de esos detalles se escondiera un recordatorio de lo que había perdido. No importaba cuánto amara a su nieta, siempre sentía esa mezcla de amor y temor profundo al verla. Pietro le decía que debía confiar en Carmina, que no todas las mujeres estaban destinadas a cometer los mismos errores. Que su nieta era fuerte, que tenía más de ella que de su madre. Pero Lucia no podía simplemente aceptar eso. El miedo de una madre, y ahora de una abuela, no se disipaba con palabras bonitas. Y, además, había algo que la inquietaba aún más: el día en que ella ya no estuviera para guiar a Carmina. El día en que no pudiera protegerla, ni acompañarla en las decisiones difíciles que la vida le depararía. Ese pensamiento la llenaba de angustia, como una sombra constante en su pecho. ¿Qué pasaría con Carmina cuando ella ya no pudiera estar allí para impedirle caer en los mismos errores de antes? ¿Quién la cuidaría cuando la fortaleza de la abuela ya no fuera suficiente? Por eso, a veces, sin darse cuenta, dejaba caer comentarios sobre su deseo de verla casada algún día, de encontrar un buen hombre que la protegiera, alguien que la hiciera feliz. Lo decía con una sonrisa, como si fuera un simple anhelo de abuela, pero en el fondo era su mayor temor disfrazado de esperanza. Porque si Carmina encontraba a la persona correcta, Lucia podría irse en paz. Pero si elegía mal… si la historia volvía a repetirse… Suspiró y se apartó de la ventana. Carmina era joven, inteligente, trabajadora. Pero el amor era traicionero. Y Lucia no estaba dispuesta a perderla también.
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  • *El Camino a la Pelea*

    El gimnasio resonaba con el eco de los guantes golpeando los costales, los gritos de los entrenadores y el sonido rítmico de la cuerda al chocar contra el suelo. Takeru, con el torso cubierto de sudor, lanzaba jabs precisos al aire mientras su entrenador lo observaba con atención. Su próximo rival, Huang Chang, era un infighter agresivo, alguien que buscaba acortar la distancia y aplastar con combinaciones de golpes al cuerpo. Pero esta vez, Takeru no se dejaría arrastrar a un duelo en la corta distancia.

    "Velocidad, distancia, control," le repetía su entrenador mientras movía los focos de golpeo. "Si te dejas encerrar, estás acabado. Mantente en movimiento, usa tu jab como un látigo."

    Durante semanas, su entrenamiento se centró en perfeccionar su estilo Out-Fighter. Aprendió a bailar en el ring con ligereza, a lanzar golpes desde ángulos inesperados y, sobre todo, a no dejarse atrapar. El saco de boxeo era su adversario imaginario, al que golpeaba con rectos precisos y ganchos en retirada. Las sesiones de sparring eran con peleadores que imitaban el estilo de Huang, buscando acorralarlo contra las cuerdas.

    Takeru corría al amanecer, sintiendo el viento contra su rostro, entrenando la resistencia de sus piernas para estar siempre un paso adelante. Practicaba contragolpes veloces y mortales, dejando que su rival entrara en su zona de ataque solo para castigarlo con rapidez.

    Para cuando llegó el día de la pelea, su cuerpo era puro acero y su mente un filo implacable.

    *El Combate: Danza y Dominio*

    El estadio vibraba con la energía de los espectadores. Huang Chang subió al ring con la confianza de quien ha destrozado a rivales en la corta distancia. Su mirada reflejaba la certeza de que, una vez dentro de su zona de ataque, Takeru no tendría escapatoria.

    Pero Takeru ya estaba un paso adelante.

    Desde el primer campanazo, su estrategia quedó clara. Bailaba alrededor de Huang, su jab actuando como una lanza que impedía cualquier acercamiento. Cada vez que el taiwanés intentaba acortar la distancia, Takeru lo castigaba con un recto veloz y se deslizaba fuera de peligro.

    Huang lanzó un gancho devastador, pero golpeó aire. Antes de que pudiera reaccionar, Takeru le clavó un uno-dos directo al rostro. La frustración en los ojos de Huang era evidente.

    El segundo asalto comenzó con Huang lanzándose con fiereza, buscando atrapar a Takeru en una esquina. Pero el japonés no le dio ni una fracción de segundo. Se desplazó con fluidez, esquivó con un sutil juego de pies y respondió con un cruzado demoledor que sacudió la cabeza de Huang.

    Y entonces llegó el golpe decisivo.

    En un instante de desesperación, Huang intentó un último avance, pero Takeru ya lo había leído. Lo recibió con un contragolpe fulminante que lo hizo tambalear. Antes de que pudiera recuperarse, un gancho de derecha explotó en su rostro. Huang cayó como un árbol derribado.

    El árbitro comenzó la cuenta, pero era inútil. Huang no podía levantarse.

    ¡Knockout en el segundo asalto!

    La arena rugió mientras Takeru alzaba los brazos en señal de victoria. Su estrategia había sido perfecta. No solo había vencido a su oponente, sino que lo había dominado por completo.

    Esta victoria no solo era un paso más en su carrera, sino una declaración. Takeru ya no era solo un boxeador talentoso. Ahora era un peleador imparable.
    *El Camino a la Pelea* El gimnasio resonaba con el eco de los guantes golpeando los costales, los gritos de los entrenadores y el sonido rítmico de la cuerda al chocar contra el suelo. Takeru, con el torso cubierto de sudor, lanzaba jabs precisos al aire mientras su entrenador lo observaba con atención. Su próximo rival, Huang Chang, era un infighter agresivo, alguien que buscaba acortar la distancia y aplastar con combinaciones de golpes al cuerpo. Pero esta vez, Takeru no se dejaría arrastrar a un duelo en la corta distancia. "Velocidad, distancia, control," le repetía su entrenador mientras movía los focos de golpeo. "Si te dejas encerrar, estás acabado. Mantente en movimiento, usa tu jab como un látigo." Durante semanas, su entrenamiento se centró en perfeccionar su estilo Out-Fighter. Aprendió a bailar en el ring con ligereza, a lanzar golpes desde ángulos inesperados y, sobre todo, a no dejarse atrapar. El saco de boxeo era su adversario imaginario, al que golpeaba con rectos precisos y ganchos en retirada. Las sesiones de sparring eran con peleadores que imitaban el estilo de Huang, buscando acorralarlo contra las cuerdas. Takeru corría al amanecer, sintiendo el viento contra su rostro, entrenando la resistencia de sus piernas para estar siempre un paso adelante. Practicaba contragolpes veloces y mortales, dejando que su rival entrara en su zona de ataque solo para castigarlo con rapidez. Para cuando llegó el día de la pelea, su cuerpo era puro acero y su mente un filo implacable. *El Combate: Danza y Dominio* El estadio vibraba con la energía de los espectadores. Huang Chang subió al ring con la confianza de quien ha destrozado a rivales en la corta distancia. Su mirada reflejaba la certeza de que, una vez dentro de su zona de ataque, Takeru no tendría escapatoria. Pero Takeru ya estaba un paso adelante. Desde el primer campanazo, su estrategia quedó clara. Bailaba alrededor de Huang, su jab actuando como una lanza que impedía cualquier acercamiento. Cada vez que el taiwanés intentaba acortar la distancia, Takeru lo castigaba con un recto veloz y se deslizaba fuera de peligro. Huang lanzó un gancho devastador, pero golpeó aire. Antes de que pudiera reaccionar, Takeru le clavó un uno-dos directo al rostro. La frustración en los ojos de Huang era evidente. El segundo asalto comenzó con Huang lanzándose con fiereza, buscando atrapar a Takeru en una esquina. Pero el japonés no le dio ni una fracción de segundo. Se desplazó con fluidez, esquivó con un sutil juego de pies y respondió con un cruzado demoledor que sacudió la cabeza de Huang. Y entonces llegó el golpe decisivo. En un instante de desesperación, Huang intentó un último avance, pero Takeru ya lo había leído. Lo recibió con un contragolpe fulminante que lo hizo tambalear. Antes de que pudiera recuperarse, un gancho de derecha explotó en su rostro. Huang cayó como un árbol derribado. El árbitro comenzó la cuenta, pero era inútil. Huang no podía levantarse. ¡Knockout en el segundo asalto! La arena rugió mientras Takeru alzaba los brazos en señal de victoria. Su estrategia había sido perfecta. No solo había vencido a su oponente, sino que lo había dominado por completo. Esta victoria no solo era un paso más en su carrera, sino una declaración. Takeru ya no era solo un boxeador talentoso. Ahora era un peleador imparable.
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  • **La Pelea: Takeru Arakawa contra James Vulture**

    El estadio estaba repleto, la tensión palpable en el aire. El rugido del público resonaba en todo el recinto, iluminado por reflectores que enfocaban el cuadrilátero. En una esquina, Takeru Arakawa respiraba hondo, ajustando los guantes, con la mirada afilada y el cuerpo tenso. En la otra, James Vulture, un coloso estadounidense, observaba con ojos fríos y confiados, como si ya hubiera ganado la pelea antes de que comenzara.

    La campana sonó.

    ### **Primer asalto: la tormenta se desata**

    Takeru salió con rapidez, usando su velocidad para medir la distancia. Vulture, paciente, levantó su guardia, esperando el momento adecuado. Takeru lanzó los primeros golpes, un uno-dos directo al rostro, pero el estadounidense los bloqueó con facilidad.

    —¡Muévete, Takeru! —gritó "X" desde las gradas, con una mezcla de emoción y nerviosismo.

    El japonés se desplazó con agilidad, esquivando un brutal gancho de Vulture. Su velocidad le permitía evitar los golpes más peligrosos, pero no encontraba una apertura. El estadounidense, aunque no atacaba con frecuencia, cada vez que lo hacía, obligaba a Takeru a retroceder.

    Cuando el asalto terminó, ambos boxeadores se dirigieron a sus esquinas. Takeru sintió el ardor en los brazos. Vulture era fuerte, y cada bloqueo desgastaba su resistencia.

    —No te precipites, usa tu velocidad —le aconsejó su entrenador Sugawara, dándole un trago de agua—. Encuentra su punto débil.

    ### **Segundo asalto: el poder de Vulture**

    El combate reanudó, y Vulture cambió su estrategia. En vez de esperar, empezó a presionar.

    Takeru intentó esquivar, pero el estadounidense era como una pared imparable. Un gancho al cuerpo lo hizo tambalear. Takeru apretó los dientes, pero no pudo reaccionar antes de que un derechazo cruzado lo impactara de lleno en la cara.

    Todo se volvió borroso.

    Cayó al suelo con un estruendo, sintiendo un sabor metálico en la boca. Su protector bucal salió disparado, aterrizando en la lona. La multitud contuvo el aliento.

    —¡Vamos, Takeru! ¡Levántate! —"X" gritó con desesperación.

    El árbitro empezó la cuenta.

    **Uno… Dos…**

    El sonido de los gritos lo trajo de vuelta. Se incorporó lentamente, tomando aire. El árbitro le preguntó si podía seguir. Takeru asintió con firmeza, aunque su cabeza aún daba vueltas.

    Vulture sonrió. Sabía que lo tenía donde quería.

    ### **Tercer asalto: la sombra de la derrota**

    Takeru intentó mantener la distancia, pero Vulture lo cazaba con precisión quirúrgica. Un gancho al hígado lo hizo doblarse. No había tiempo para respirar. Otro golpe a la mandíbula lo mandó a las cuerdas.

    Las piernas le flaquearon. Si caía una vez más, la pelea se acabaría.

    El árbitro se acercó, listo para intervenir, pero entonces…

    —¡¡Takeru, NO!! —la voz de "X" atravesó el ruido ensordecedor del estadio—. ¡Recuerda todo por lo que has peleado! ¡No te rindas!

    Las palabras retumbaron en su mente. Su visión borrosa se aclaró. Su respiración, pesada, se volvió más estable. **No podía perder. No ahora.**

    Vulture avanzó confiado, preparando el golpe final, pero Takeru lo vio. **Lo leyó.**

    Cuando el estadounidense lanzó su derechazo, Takeru esquivó con una inclinación mínima, sintiendo el viento del puño pasar a centímetros de su rostro. Y en ese instante…

    **BOOM.**

    Un **uppercut** perfecto impactó en el mentón de Vulture.

    El público enmudeció.

    Vulture quedó congelado por un segundo, sus ojos en blanco, su mandíbula sacudida con brutalidad. Luego, su gigantesco cuerpo se desplomó pesadamente sobre la lona.

    El árbitro comenzó la cuenta.

    **Uno… Dos… Tres…**

    No se movía.

    **Ocho… Nueve… ¡Diez!**

    La campana sonó.

    Takeru, jadeando, con los nudillos ardiendo, levantó los brazos en señal de victoria.

    "X" gritaba su nombre desde las gradas, con lágrimas en los ojos. El estadio explotó en vítores.

    Vulture seguía en el suelo, noqueado.

    Takeru, con el cuerpo al borde del colapso, miró a su amigo/a y esbozó una sonrisa. **Lo había logrado.**
    **La Pelea: Takeru Arakawa contra James Vulture** El estadio estaba repleto, la tensión palpable en el aire. El rugido del público resonaba en todo el recinto, iluminado por reflectores que enfocaban el cuadrilátero. En una esquina, Takeru Arakawa respiraba hondo, ajustando los guantes, con la mirada afilada y el cuerpo tenso. En la otra, James Vulture, un coloso estadounidense, observaba con ojos fríos y confiados, como si ya hubiera ganado la pelea antes de que comenzara. La campana sonó. ### **Primer asalto: la tormenta se desata** Takeru salió con rapidez, usando su velocidad para medir la distancia. Vulture, paciente, levantó su guardia, esperando el momento adecuado. Takeru lanzó los primeros golpes, un uno-dos directo al rostro, pero el estadounidense los bloqueó con facilidad. —¡Muévete, Takeru! —gritó "X" desde las gradas, con una mezcla de emoción y nerviosismo. El japonés se desplazó con agilidad, esquivando un brutal gancho de Vulture. Su velocidad le permitía evitar los golpes más peligrosos, pero no encontraba una apertura. El estadounidense, aunque no atacaba con frecuencia, cada vez que lo hacía, obligaba a Takeru a retroceder. Cuando el asalto terminó, ambos boxeadores se dirigieron a sus esquinas. Takeru sintió el ardor en los brazos. Vulture era fuerte, y cada bloqueo desgastaba su resistencia. —No te precipites, usa tu velocidad —le aconsejó su entrenador Sugawara, dándole un trago de agua—. Encuentra su punto débil. ### **Segundo asalto: el poder de Vulture** El combate reanudó, y Vulture cambió su estrategia. En vez de esperar, empezó a presionar. Takeru intentó esquivar, pero el estadounidense era como una pared imparable. Un gancho al cuerpo lo hizo tambalear. Takeru apretó los dientes, pero no pudo reaccionar antes de que un derechazo cruzado lo impactara de lleno en la cara. Todo se volvió borroso. Cayó al suelo con un estruendo, sintiendo un sabor metálico en la boca. Su protector bucal salió disparado, aterrizando en la lona. La multitud contuvo el aliento. —¡Vamos, Takeru! ¡Levántate! —"X" gritó con desesperación. El árbitro empezó la cuenta. **Uno… Dos…** El sonido de los gritos lo trajo de vuelta. Se incorporó lentamente, tomando aire. El árbitro le preguntó si podía seguir. Takeru asintió con firmeza, aunque su cabeza aún daba vueltas. Vulture sonrió. Sabía que lo tenía donde quería. ### **Tercer asalto: la sombra de la derrota** Takeru intentó mantener la distancia, pero Vulture lo cazaba con precisión quirúrgica. Un gancho al hígado lo hizo doblarse. No había tiempo para respirar. Otro golpe a la mandíbula lo mandó a las cuerdas. Las piernas le flaquearon. Si caía una vez más, la pelea se acabaría. El árbitro se acercó, listo para intervenir, pero entonces… —¡¡Takeru, NO!! —la voz de "X" atravesó el ruido ensordecedor del estadio—. ¡Recuerda todo por lo que has peleado! ¡No te rindas! Las palabras retumbaron en su mente. Su visión borrosa se aclaró. Su respiración, pesada, se volvió más estable. **No podía perder. No ahora.** Vulture avanzó confiado, preparando el golpe final, pero Takeru lo vio. **Lo leyó.** Cuando el estadounidense lanzó su derechazo, Takeru esquivó con una inclinación mínima, sintiendo el viento del puño pasar a centímetros de su rostro. Y en ese instante… **BOOM.** Un **uppercut** perfecto impactó en el mentón de Vulture. El público enmudeció. Vulture quedó congelado por un segundo, sus ojos en blanco, su mandíbula sacudida con brutalidad. Luego, su gigantesco cuerpo se desplomó pesadamente sobre la lona. El árbitro comenzó la cuenta. **Uno… Dos… Tres…** No se movía. **Ocho… Nueve… ¡Diez!** La campana sonó. Takeru, jadeando, con los nudillos ardiendo, levantó los brazos en señal de victoria. "X" gritaba su nombre desde las gradas, con lágrimas en los ojos. El estadio explotó en vítores. Vulture seguía en el suelo, noqueado. Takeru, con el cuerpo al borde del colapso, miró a su amigo/a y esbozó una sonrisa. **Lo había logrado.**
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  • Sombras Nocturnas
    Categoría Original
    Es una noche fría y húmeda en la ciudad humana.
    Las luces de los faroles parpadean débilmente, proyectando sombras alargadas sobre el pavimento Rangrid se encuentra en un parque abandonado, rodeada de árboles cuyas ramas se mecen con el viento,el sonido lejano de la ciudad apenas llega a tus oídos, ahogado por el silencio de la noche,no tenia un lugar donde dormir, y el frío empieza a calar en sus huesos,como dagas afiladas que la atravesaban.

    Un par de horas atrás había consumido una dosis de "Sombraluna", una droga élfica que le permite escapar temporalmente de la realidad, pero que también nubla sus sentidos y la sumergia en visiones inquietantes,conseguía este estupefaciente en el mercado negro mágico, después de tanto tiempo en el mundo humano se había encontrado con diversas razas mágicas y había hecho conectes para conseguir ciertas cosas no muy legales.

    El mundo parecía moverse a cámara lenta, y las sombras cobran vida, susurrandole cosas que solo ella podía escuchar,esto le causaba euforia y miedo hasta cierto punto.
    Estaba sentada en un banco de madera,una larga capa negra envolvía su delgada anatomía y le refugiaba débilmente del frio de la noche,en su mano una tenía una daga empuñada lista para ser usada en caso de peligro.

    Su mente estaba tan dispersa como alerta,y su corazón latía con tanta rapidez y fuerza que podía escucharlo y sentir que se saldría de su pecho disparado.

    —¿Alguna vez alguien tendrá piedad de mi?—

    Se cuestionó con una voz débil apenas audible, mientras intentaba no dormirse,la vida no la había tratado bien hacia mucho tiempo,y quizá está noche no sería distinta a ello.
    Es una noche fría y húmeda en la ciudad humana. Las luces de los faroles parpadean débilmente, proyectando sombras alargadas sobre el pavimento Rangrid se encuentra en un parque abandonado, rodeada de árboles cuyas ramas se mecen con el viento,el sonido lejano de la ciudad apenas llega a tus oídos, ahogado por el silencio de la noche,no tenia un lugar donde dormir, y el frío empieza a calar en sus huesos,como dagas afiladas que la atravesaban. Un par de horas atrás había consumido una dosis de "Sombraluna", una droga élfica que le permite escapar temporalmente de la realidad, pero que también nubla sus sentidos y la sumergia en visiones inquietantes,conseguía este estupefaciente en el mercado negro mágico, después de tanto tiempo en el mundo humano se había encontrado con diversas razas mágicas y había hecho conectes para conseguir ciertas cosas no muy legales. El mundo parecía moverse a cámara lenta, y las sombras cobran vida, susurrandole cosas que solo ella podía escuchar,esto le causaba euforia y miedo hasta cierto punto. Estaba sentada en un banco de madera,una larga capa negra envolvía su delgada anatomía y le refugiaba débilmente del frio de la noche,en su mano una tenía una daga empuñada lista para ser usada en caso de peligro. Su mente estaba tan dispersa como alerta,y su corazón latía con tanta rapidez y fuerza que podía escucharlo y sentir que se saldría de su pecho disparado. —¿Alguna vez alguien tendrá piedad de mi?— Se cuestionó con una voz débil apenas audible, mientras intentaba no dormirse,la vida no la había tratado bien hacia mucho tiempo,y quizá está noche no sería distinta a ello.
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    Grupal
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    Cualquier línea
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  • Recuerda que dudar de  tí  mismo, puede ser más peligroso que tu enemigo externo.
    Recuerda que dudar de  tí  mismo, puede ser más peligroso que tu enemigo externo.
    Me entristece
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