El sol de la tarde comenzaba a hundirse entre los árboles del parque, tiñendo las hojas de un dorado suave que parecía casi irreal. Desde su banco de piedra, Esme observaba en silencio. A lo lejos, los gritos y risas de los niños rompían la calma con una energía que a ella le parecía lejana, casi fantasmal. Correteaban entre los columpios, trepaban estructuras de colores, caían y se levantaban con una rapidez envidiable, como si el mundo no pesara sobre ellos.
Una sonrisa se formó en sus labios. Dulce. Triste.
Porque no podía evitar imaginar… cómo habría sido. Cómo habría sido correr detrás de una pequeña versión de sí misma, limpiar lágrimas, besar frentes, entrelazar los dedos de una mano tibia que ya no podía tener.
No. Eso le estaba vedado ahora.
La oscuridad de su nuevo ser —elegante, implacable, eterna— le había arrebatado el derecho a una vida normal. A los errores pequeños de lo cotidiano, al caos del amor humano. A los hijos. A la vejez digna. A la imperfección que da sentido a los días.
Sus ojos, de un brillo apagado por la melancolía, bajaron hacia la libreta que tenía sobre las piernas. Sus dedos, finos y pálidos, retomaron el lápiz que había dejado descansar.
La familia que había estado observando —madre, padre, dos niños, uno con un globo atado a la muñeca— ya vivía entre sus trazos. Con cada línea, Esme les daba algo que ella no tendría jamás: un momento robado al tiempo, inmortalizado en papel. Sonrisas sinceras, sin sombras en la mirada. Amor sin sangre de por medio.
Siguió dibujando, aunque su pecho se sintiera hueco.
Porque al menos en ese cuaderno, podía fingir que aún había algo humano dentro de ella.
El sol de la tarde comenzaba a hundirse entre los árboles del parque, tiñendo las hojas de un dorado suave que parecía casi irreal. Desde su banco de piedra, Esme observaba en silencio. A lo lejos, los gritos y risas de los niños rompían la calma con una energía que a ella le parecía lejana, casi fantasmal. Correteaban entre los columpios, trepaban estructuras de colores, caían y se levantaban con una rapidez envidiable, como si el mundo no pesara sobre ellos.
Una sonrisa se formó en sus labios. Dulce. Triste.
Porque no podía evitar imaginar… cómo habría sido. Cómo habría sido correr detrás de una pequeña versión de sí misma, limpiar lágrimas, besar frentes, entrelazar los dedos de una mano tibia que ya no podía tener.
No. Eso le estaba vedado ahora.
La oscuridad de su nuevo ser —elegante, implacable, eterna— le había arrebatado el derecho a una vida normal. A los errores pequeños de lo cotidiano, al caos del amor humano. A los hijos. A la vejez digna. A la imperfección que da sentido a los días.
Sus ojos, de un brillo apagado por la melancolía, bajaron hacia la libreta que tenía sobre las piernas. Sus dedos, finos y pálidos, retomaron el lápiz que había dejado descansar.
La familia que había estado observando —madre, padre, dos niños, uno con un globo atado a la muñeca— ya vivía entre sus trazos. Con cada línea, Esme les daba algo que ella no tendría jamás: un momento robado al tiempo, inmortalizado en papel. Sonrisas sinceras, sin sombras en la mirada. Amor sin sangre de por medio.
Siguió dibujando, aunque su pecho se sintiera hueco.
Porque al menos en ese cuaderno, podía fingir que aún había algo humano dentro de ella.