La Flor de Ébano
Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo.
Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él:
“En la era cuando el grano muera sin pena,
y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano,
brotará del ébano una flor sin temblor,
cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.”
La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo.
Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento.
Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos.
"Cuando el grano muera sin pena…"
El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler?
Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella.
"Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…"
Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad?
Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino.
Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora?
"Brotará del ébano una flor sin temblor…"
Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento.
Sin temblor. Imperturbable.
Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido.
Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse?
"Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto."
Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico.
Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades.
¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención?
Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio.
Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro.
Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable.
Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija.
No.
Esa flor sería del mundo.
O del destino.
Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían?
Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable.
Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar.
Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote.
Y ese brote no era odio.
Era amor.
Silencioso, incierto, pero real.
Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos.
Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor.
Y Perséfone, con el alma dividida, entendió:
El mayor acto de amor no es engendrar.
Es dejar florecer lo que debe ser.
Aunque eso signifique dejarlo ir.
Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo.
Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él:
“En la era cuando el grano muera sin pena,
y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano,
brotará del ébano una flor sin temblor,
cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.”
La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo.
Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento.
Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos.
"Cuando el grano muera sin pena…"
El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler?
Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella.
"Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…"
Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad?
Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino.
Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora?
"Brotará del ébano una flor sin temblor…"
Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento.
Sin temblor. Imperturbable.
Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido.
Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse?
"Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto."
Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico.
Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades.
¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención?
Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio.
Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro.
Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable.
Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija.
No.
Esa flor sería del mundo.
O del destino.
Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían?
Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable.
Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar.
Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote.
Y ese brote no era odio.
Era amor.
Silencioso, incierto, pero real.
Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos.
Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor.
Y Perséfone, con el alma dividida, entendió:
El mayor acto de amor no es engendrar.
Es dejar florecer lo que debe ser.
Aunque eso signifique dejarlo ir.
La Flor de Ébano
Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo.
Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él:
“En la era cuando el grano muera sin pena,
y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano,
brotará del ébano una flor sin temblor,
cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.”
La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo.
Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento.
Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos.
"Cuando el grano muera sin pena…"
El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler?
Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella.
"Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…"
Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad?
Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino.
Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora?
"Brotará del ébano una flor sin temblor…"
Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento.
Sin temblor. Imperturbable.
Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido.
Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse?
"Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto."
Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico.
Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades.
¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención?
Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio.
Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro.
Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable.
Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija.
No.
Esa flor sería del mundo.
O del destino.
Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían?
Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable.
Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar.
Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote.
Y ese brote no era odio.
Era amor.
Silencioso, incierto, pero real.
Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos.
Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor.
Y Perséfone, con el alma dividida, entendió:
El mayor acto de amor no es engendrar.
Es dejar florecer lo que debe ser.
Aunque eso signifique dejarlo ir.
