Escena: Un refugio tranquilo, lejos del ruido. Un atardecer entra por la ventana.
Luna se sentó en el suelo, entre sus piernas. Sus cabellos caían desordenados, aún húmedos por la ducha. Andrés, con las mangas remangadas y las manos cuidadosas, comenzó a trenzar su cabello en silencio.
—No sabía que sabías hacer esto —dijo Luna, dejando caer su peso con confianza contra sus piernas.
—Mi hermana me enseñó cuando éramos niños —respondió Andrés, con una leve sonrisa que ella no alcanzó a ver—. Me entrenó con una muñeca, pero tu pelo es más rebelde.
Luna rió, esa risa suya que a veces parecía sanar las grietas del mundo.
—Como yo.
—Exacto —dijo él, y con un leve tirón, terminó la trenza y la aseguró con una banda de tela negra.
Ambos quedaron en silencio. Sus dedos no se alejaron de su cabello, se quedaron ahí, como si fueran anclas.
—Gracias —susurró ella, girando un poco el rostro hacia él.
—No tienes que agradecerme por querer cuidarte, Lun.
Y entonces lo supo. Que aunque el caos regresara, aunque se gritaran y se rompieran, había momentos como este, donde solo existían ellos, entrelazados como esa trenza: firmes, aunque imperfectos.
Escena: Un refugio tranquilo, lejos del ruido. Un atardecer entra por la ventana.
Luna se sentó en el suelo, entre sus piernas. Sus cabellos caían desordenados, aún húmedos por la ducha. Andrés, con las mangas remangadas y las manos cuidadosas, comenzó a trenzar su cabello en silencio.
—No sabía que sabías hacer esto —dijo Luna, dejando caer su peso con confianza contra sus piernas.
—Mi hermana me enseñó cuando éramos niños —respondió Andrés, con una leve sonrisa que ella no alcanzó a ver—. Me entrenó con una muñeca, pero tu pelo es más rebelde.
Luna rió, esa risa suya que a veces parecía sanar las grietas del mundo.
—Como yo.
—Exacto —dijo él, y con un leve tirón, terminó la trenza y la aseguró con una banda de tela negra.
Ambos quedaron en silencio. Sus dedos no se alejaron de su cabello, se quedaron ahí, como si fueran anclas.
—Gracias —susurró ella, girando un poco el rostro hacia él.
—No tienes que agradecerme por querer cuidarte, Lun.
Y entonces lo supo. Que aunque el caos regresara, aunque se gritaran y se rompieran, había momentos como este, donde solo existían ellos, entrelazados como esa trenza: firmes, aunque imperfectos.