El Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.
En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
Todas aguardan en silencio.
El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.
El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.
Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
una roja por la furia,
una negra por la noche,
y una blanca por la lealtad.
A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.
Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:
“Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”
Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.
Albina da un paso adelante.
De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.
Entonces, las puertas del salón se abren.
Una marea de luz y sombras invade el aire.
Comienza el Desfile de los Fieles.
Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.
Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
No impone dominio, sino presencia.
A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.
El desfile se extiende durante horas eternas.
Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.
Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
No hay condena. No hay dolor.
Solo respeto.
Solo comunión.
El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.
Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
El Inframundo ha cambiado.
Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.
Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
El Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.
En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
Todas aguardan en silencio.
El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.
El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.
Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
una roja por la furia,
una negra por la noche,
y una blanca por la lealtad.
A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.
Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:
“Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”
Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.
Albina da un paso adelante.
De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.
Entonces, las puertas del salón se abren.
Una marea de luz y sombras invade el aire.
Comienza el Desfile de los Fieles.
Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.
Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
No impone dominio, sino presencia.
A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.
El desfile se extiende durante horas eternas.
Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.
Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
No hay condena. No hay dolor.
Solo respeto.
Solo comunión.
El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.
Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
El Inframundo ha cambiado.
Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.
Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.