El mármol blanco reflejaba la luz suave que se colaba por los ventanales del Olimpo. El aire era sereno, inmutable, como si el tiempo no tuviera permiso para tocar aquel lugar. Astrape estaba sentada junto a la gran ventana de su habitación, con el mismo libro de poemas humanos entre las manos. Lo había traído consigo del mundo terrenal. No porque lo necesitara, sino porque no podía dejarlo atrás.
Sus dedos recorrían las líneas de una página ya leída. Había algo en la forma en que los humanos escribían sobre el amor que no podía soltarla.
“Moriría por ti sin saber si me mirarás al final.”
Volvió a leer esa frase. Era absurda, imprudente… y profundamente honesta.
Desde su ventana se veían las nubes abrirse y cerrarse como respiraciones. Las voces de otros dioses eran ecos lejanos, conversaciones que no le importaban. No ahora.
A veces se preguntaba si su habitación era un refugio… o una jaula.
Allá abajo, los humanos gritaban, reían, peleaban, se abrazaban. Vivían sin saber cuánto tiempo tenían. Amaban sin garantías. Caían una y otra vez, y aún así se levantaban con el corazón lleno de algo que ella no podía nombrar sin que doliera un poco.
¿Era eso lo que los hacía tan interesantes? ¿Que sabían que todo acabaría, y aún así lo intentaban?
Atrapó el libro entre sus brazos, contra el pecho. Sus ojos azules se perdieron más allá del Olimpo, como si buscaran a alguien en particular entre las ciudades diminutas que apenas se distinguían desde allí.
—Son tan frágiles… —susurró—. Y sin embargo, sienten como si fueran infinitos.
Lo dijo para sí, como una confesión.
Y por primera vez en mucho tiempo, no supo si envidiaba a los humanos… o si simplemente quería comprenderlos.
Sus dedos recorrían las líneas de una página ya leída. Había algo en la forma en que los humanos escribían sobre el amor que no podía soltarla.
“Moriría por ti sin saber si me mirarás al final.”
Volvió a leer esa frase. Era absurda, imprudente… y profundamente honesta.
Desde su ventana se veían las nubes abrirse y cerrarse como respiraciones. Las voces de otros dioses eran ecos lejanos, conversaciones que no le importaban. No ahora.
A veces se preguntaba si su habitación era un refugio… o una jaula.
Allá abajo, los humanos gritaban, reían, peleaban, se abrazaban. Vivían sin saber cuánto tiempo tenían. Amaban sin garantías. Caían una y otra vez, y aún así se levantaban con el corazón lleno de algo que ella no podía nombrar sin que doliera un poco.
¿Era eso lo que los hacía tan interesantes? ¿Que sabían que todo acabaría, y aún así lo intentaban?
Atrapó el libro entre sus brazos, contra el pecho. Sus ojos azules se perdieron más allá del Olimpo, como si buscaran a alguien en particular entre las ciudades diminutas que apenas se distinguían desde allí.
—Son tan frágiles… —susurró—. Y sin embargo, sienten como si fueran infinitos.
Lo dijo para sí, como una confesión.
Y por primera vez en mucho tiempo, no supo si envidiaba a los humanos… o si simplemente quería comprenderlos.
El mármol blanco reflejaba la luz suave que se colaba por los ventanales del Olimpo. El aire era sereno, inmutable, como si el tiempo no tuviera permiso para tocar aquel lugar. Astrape estaba sentada junto a la gran ventana de su habitación, con el mismo libro de poemas humanos entre las manos. Lo había traído consigo del mundo terrenal. No porque lo necesitara, sino porque no podía dejarlo atrás.
Sus dedos recorrían las líneas de una página ya leída. Había algo en la forma en que los humanos escribían sobre el amor que no podía soltarla.
“Moriría por ti sin saber si me mirarás al final.”
Volvió a leer esa frase. Era absurda, imprudente… y profundamente honesta.
Desde su ventana se veían las nubes abrirse y cerrarse como respiraciones. Las voces de otros dioses eran ecos lejanos, conversaciones que no le importaban. No ahora.
A veces se preguntaba si su habitación era un refugio… o una jaula.
Allá abajo, los humanos gritaban, reían, peleaban, se abrazaban. Vivían sin saber cuánto tiempo tenían. Amaban sin garantías. Caían una y otra vez, y aún así se levantaban con el corazón lleno de algo que ella no podía nombrar sin que doliera un poco.
¿Era eso lo que los hacía tan interesantes? ¿Que sabían que todo acabaría, y aún así lo intentaban?
Atrapó el libro entre sus brazos, contra el pecho. Sus ojos azules se perdieron más allá del Olimpo, como si buscaran a alguien en particular entre las ciudades diminutas que apenas se distinguían desde allí.
—Son tan frágiles… —susurró—. Y sin embargo, sienten como si fueran infinitos.
Lo dijo para sí, como una confesión.
Y por primera vez en mucho tiempo, no supo si envidiaba a los humanos… o si simplemente quería comprenderlos.
