• Por favor..
    Dame una señal..
    No te molestaré de nuevo diciéndote que eres adoptado(?).
    Si prometes que la casa no se irá a remate..
    Y que las cartas del gato son buenas(?)
    Solo te pido eso ..
    - dice frente a la foto de la última cena(?)-

    Yo te enseñe a multiplicar los panes,
    Aunque era multiplicar vino no panes,
    Pero salió al revés..

    -suspira, cerrando los ojos-

    Si Jack viera esto diría que es una comedia(?)
    Y el gato sería el protagonista

    - mira hacia atrás como el Salem estaba sacando otra carta -

    ¿Por qué no le diste una buena habilidad a ese brujo norteamericano?...
    Si esto sale mal,
    Habrá budín de carne para la cena (?)
    - dice apuntando a la imagen-
    Por favor.. Dame una señal.. No te molestaré de nuevo diciéndote que eres adoptado(?). Si prometes que la casa no se irá a remate.. Y que las cartas del gato son buenas(?) Solo te pido eso .. - dice frente a la foto de la última cena(?)- Yo te enseñe a multiplicar los panes, Aunque era multiplicar vino no panes, Pero salió al revés.. -suspira, cerrando los ojos- Si Jack viera esto diría que es una comedia(?) Y el gato sería el protagonista - mira hacia atrás como el Salem estaba sacando otra carta - ¿Por qué no le diste una buena habilidad a ese brujo norteamericano?... Si esto sale mal, Habrá budín de carne para la cena (?) - dice apuntando a la imagen-
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  • Kael llevaba más de una hora esperando junto al camino. El bosque estaba silencioso, apenas se escuchaban los grillos. Tenía la mirada fija en la nada, como si el contrabandista fuera a aparecer por arte de magia.

    —Dijo que vendría al caer el sol…

    Murmuró con fastidio, parecia un loco hablando solo mientras miraba el cielo nublado. Y justo entonces… una gota le cayó en la frente.

    —No…

    Miró hacia arriba. Otra gota. Luego otra. En segundos, el cielo se desplomó sobre él. La lluvia arreciaba con fuerza, empapando su capa verde y pegando la tela a su cuerpo. El azabache se quedó inmóvil un momento, suspiró y apretó los labios.
    Kael llevaba más de una hora esperando junto al camino. El bosque estaba silencioso, apenas se escuchaban los grillos. Tenía la mirada fija en la nada, como si el contrabandista fuera a aparecer por arte de magia. —Dijo que vendría al caer el sol… Murmuró con fastidio, parecia un loco hablando solo mientras miraba el cielo nublado. Y justo entonces… una gota le cayó en la frente. —No… Miró hacia arriba. Otra gota. Luego otra. En segundos, el cielo se desplomó sobre él. La lluvia arreciaba con fuerza, empapando su capa verde y pegando la tela a su cuerpo. El azabache se quedó inmóvil un momento, suspiró y apretó los labios.
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
    Me encocora
    1
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  • 𝐓𝐡𝐞 𝐛𝐞𝐠𝐢𝐧𝐧𝐢𝐧𝐠
    Fandom Teen Wolf
    Categoría Suspenso
    Beacon Hills Memorial Hospital — 2:43 a.m.

    El hospital estaba en calma, de esa clase de silencio que no tranquiliza sino que espera.
    Los pasillos olían a desinfectante y a miedo contenido, la luz del fluorescente titilaba justo afuera de la habitación 207.

    Dentro, la chica del instituto —una estudiante cualquiera de Beacon Hills High, pierna enyesada, los dedos manchados de tinta— soñaba con salir de allí.

    La puerta se abrió sin ruido.
    Una figura entró, recortada por la luz blanca del pasillo. Hyacith sonreía con la dulzura perfecta: ojos miel, rostro familiar, ese tipo de calidez que siempre engaña.

    —No podías dormir —dijo suavemente, acercándose—. ¿Verdad?

    La muchacha la miró, confundida, aunque en su mente algo susurró que conocía esa voz.
    Hyacith se sentó al borde de la cama. La conversación se volvió un suspiro; el aire cambió de peso.

    —Sometimes the body needs to rest and the mind just needs to forget.

    El monitor cardíaco titiló una última vez antes de quedarse en silencio. Afuera, el viento empujó las cortinas. Y cuando el primer enfermero pasó a revisar, solo encontró la cama vacía y, sobre la almohada, una flor marchita con pétalos grises.




    Beacon Hills High — 7:50 a.m.

    El murmullo recorrió los pasillos antes de que la campana sonara.
    La policía había estado toda la noche en el hospital, preguntando por la estudiante desaparecida.
    Y sin embargo, ahí estaba ella.
    Caminando con muletas, con la misma férula en la pierna y una sonrisa nueva en los labios.

    —¿Qué demonios? —murmuró una compañera al verla entrar.

    Hyacith —ahora ella— giró la cabeza con ese gesto tímido que cualquiera habría reconocido como suyo.
    Su mirada se detuvo en los ojos asombrados de los demás. Durante un segundo, nadie habló.

    El sonido de los lockers, los pasos, las voces… todo pareció quedar suspendido.
    Solo Hyacith sonreía.

    —I told you I’d be fine, didn’t I? —dijo, con un guiño encantador.

    Y continuó su camino por el pasillo, cada paso medido, cada respiración idéntica a la de la chica que todos conocían.
    Solo que ahora, los reflejos en las ventanas mostraban otra cosa:
    ojos negros que parpadeaban un instante antes que los suyos, una sombra que sonreía medio segundo después.

    Por la tarde, la noticia del “milagro” se esparció.
    Nadie podía explicar cómo había regresado antes de que la policía cerrara el caso.
    Solo una enfermera insistía en algo imposible: que cuando revisó la habitación, la cama aún estaba caliente,
    pero el espejo frente a ella…
    todavía tenía huellas de manos, como si alguien hubiera intentado salir desde adentro.
    Beacon Hills Memorial Hospital — 2:43 a.m. El hospital estaba en calma, de esa clase de silencio que no tranquiliza sino que espera. Los pasillos olían a desinfectante y a miedo contenido, la luz del fluorescente titilaba justo afuera de la habitación 207. Dentro, la chica del instituto —una estudiante cualquiera de Beacon Hills High, pierna enyesada, los dedos manchados de tinta— soñaba con salir de allí. La puerta se abrió sin ruido. Una figura entró, recortada por la luz blanca del pasillo. Hyacith sonreía con la dulzura perfecta: ojos miel, rostro familiar, ese tipo de calidez que siempre engaña. —No podías dormir —dijo suavemente, acercándose—. ¿Verdad? La muchacha la miró, confundida, aunque en su mente algo susurró que conocía esa voz. Hyacith se sentó al borde de la cama. La conversación se volvió un suspiro; el aire cambió de peso. —Sometimes the body needs to rest and the mind just needs to forget. El monitor cardíaco titiló una última vez antes de quedarse en silencio. Afuera, el viento empujó las cortinas. Y cuando el primer enfermero pasó a revisar, solo encontró la cama vacía y, sobre la almohada, una flor marchita con pétalos grises. Beacon Hills High — 7:50 a.m. El murmullo recorrió los pasillos antes de que la campana sonara. La policía había estado toda la noche en el hospital, preguntando por la estudiante desaparecida. Y sin embargo, ahí estaba ella. Caminando con muletas, con la misma férula en la pierna y una sonrisa nueva en los labios. —¿Qué demonios? —murmuró una compañera al verla entrar. Hyacith —ahora ella— giró la cabeza con ese gesto tímido que cualquiera habría reconocido como suyo. Su mirada se detuvo en los ojos asombrados de los demás. Durante un segundo, nadie habló. El sonido de los lockers, los pasos, las voces… todo pareció quedar suspendido. Solo Hyacith sonreía. —I told you I’d be fine, didn’t I? —dijo, con un guiño encantador. Y continuó su camino por el pasillo, cada paso medido, cada respiración idéntica a la de la chica que todos conocían. Solo que ahora, los reflejos en las ventanas mostraban otra cosa: ojos negros que parpadeaban un instante antes que los suyos, una sombra que sonreía medio segundo después. Por la tarde, la noticia del “milagro” se esparció. Nadie podía explicar cómo había regresado antes de que la policía cerrara el caso. Solo una enfermera insistía en algo imposible: que cuando revisó la habitación, la cama aún estaba caliente, pero el espejo frente a ella… todavía tenía huellas de manos, como si alguien hubiera intentado salir desde adentro.
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  • Que adorable regalo así que unas gemelas jxjxjxjx.

    -Mirando los panqueques sin saber que hacer ya que no es de comer cosas dulces -

    Deberé hacer unas visitas para saludar adecuadamente jxjxjxjx

    ❁ ᴛᴡɪɴ ᴀɴᴅʀᴏɪᴅs ❁
    Que adorable regalo así que unas gemelas jxjxjxjx. -Mirando los panqueques sin saber que hacer ya que no es de comer cosas dulces 😅- Deberé hacer unas visitas para saludar adecuadamente jxjxjxjx [Robin]
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    || Tengo unas ganotas de armar una pandilla con Kendo, pero el como lider lo tiene como una piedra, ser cabezota y creer que funciona de un modo o como el de las peliculas, y la terminaria cagando. (??)
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  • “So, did Conan return the wayward daughter of King Osric to her home. And having no further concern, he and his companions sought adventure in the West. Many wars and feuds did Conan fight. Honor and fear were heaped upon his name and, in time, he became a king by his own hand… And this story shall also be told.”
    - The Wizard
    “So, did Conan return the wayward daughter of King Osric to her home. And having no further concern, he and his companions sought adventure in the West. Many wars and feuds did Conan fight. Honor and fear were heaped upon his name and, in time, he became a king by his own hand… And this story shall also be told.” - The Wizard
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  • Pienso... Me gustó la idea de mi hermano de marcar territorio, a mi amor también lo agregó un nuevito hmmm ¿Debería espantar a los cuervos también?
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  • El regreso de la Luna”
    ---

    El cielo se encontraba encapotado, como si incluso las nubes contuvieran el aliento ante lo que estaba por suceder.
    Durante años, Luna Aurelian Reis había desaparecido del ojo público. Ni apariciones, ni entrevistas, ni conferencias. Solo su sombra y los rumores que se tejían sobre ella, sobre su caída, sus pérdidas, y su vida entre cenizas.

    Pero esa noche...
    Esa noche, volvió.

    El destello de los flashes casi cegó la entrada del museo cuando la puerta del auto negro se abrió lentamente.
    Una figura descendió con elegancia calculada: cabello rubio platino movido por el viento, labios carmesí, un vestido negro de corte sobrio con detalles plateados que brillaban como fragmentos de estrellas.
    La multitud se contuvo.
    Los reporteros no sabían si gritar su nombre o guardar silencio ante la magnitud del momento.

    —“¿Es ella? ¿Luna Reis?” —susurró uno, ajustando su cámara.
    —“Dioses… no puede ser. Pensé que no volvería a pisar un evento público.”

    Ella avanzó con paso tranquilo, sin prisa, pero con la firmeza de quien había sobrevivido a sus propios infiernos.
    El emblema de REI-TECH TECHNOLOGY brillaba discretamente en el broche que adornaba su cuello.
    El mundo lo sabía: su empresa, dada por muerta años atrás, había resurgido. No solo eso —ahora era la número uno del globo, superando incluso a sus antiguos competidores.

    Los flashes siguieron su avance como un río de luces.
    Luna alzó ligeramente la mirada; por un segundo, su rostro se reflejó en los lentes y pantallas frente a ella:
    serena, inalcanzable, pero con un dejo de melancolía en los ojos.

    Dentro del museo, el murmullo de la alta sociedad se convirtió en un coro expectante.
    Algunos la observaban con admiración, otros con recelo.
    Ella lo sabía… y no le importaba.

    Cuando uno de los periodistas logró acercarse lo suficiente, preguntó, casi con miedo:
    —“Señora Reis, ¿cómo se siente al volver después de tanto tiempo?”

    Luna sonrió apenas, un gesto sutil, pero suficiente para silenciar el aire.
    —“El tiempo no me hizo volver…”, respondió con voz tranquila.
    “Solo me recordó quién soy.”

    El eco de sus palabras se perdió entre el murmullo y el golpeteo de la lluvia en los cristales del museo.
    Ella siguió su camino hacia el interior, dejando atrás el ruido, los flashes y las sombras del pasado.
    Era su regreso…
    pero también, su renacimiento.
    El regreso de la Luna” --- El cielo se encontraba encapotado, como si incluso las nubes contuvieran el aliento ante lo que estaba por suceder. Durante años, Luna Aurelian Reis había desaparecido del ojo público. Ni apariciones, ni entrevistas, ni conferencias. Solo su sombra y los rumores que se tejían sobre ella, sobre su caída, sus pérdidas, y su vida entre cenizas. Pero esa noche... Esa noche, volvió. El destello de los flashes casi cegó la entrada del museo cuando la puerta del auto negro se abrió lentamente. Una figura descendió con elegancia calculada: cabello rubio platino movido por el viento, labios carmesí, un vestido negro de corte sobrio con detalles plateados que brillaban como fragmentos de estrellas. La multitud se contuvo. Los reporteros no sabían si gritar su nombre o guardar silencio ante la magnitud del momento. —“¿Es ella? ¿Luna Reis?” —susurró uno, ajustando su cámara. —“Dioses… no puede ser. Pensé que no volvería a pisar un evento público.” Ella avanzó con paso tranquilo, sin prisa, pero con la firmeza de quien había sobrevivido a sus propios infiernos. El emblema de REI-TECH TECHNOLOGY brillaba discretamente en el broche que adornaba su cuello. El mundo lo sabía: su empresa, dada por muerta años atrás, había resurgido. No solo eso —ahora era la número uno del globo, superando incluso a sus antiguos competidores. Los flashes siguieron su avance como un río de luces. Luna alzó ligeramente la mirada; por un segundo, su rostro se reflejó en los lentes y pantallas frente a ella: serena, inalcanzable, pero con un dejo de melancolía en los ojos. Dentro del museo, el murmullo de la alta sociedad se convirtió en un coro expectante. Algunos la observaban con admiración, otros con recelo. Ella lo sabía… y no le importaba. Cuando uno de los periodistas logró acercarse lo suficiente, preguntó, casi con miedo: —“Señora Reis, ¿cómo se siente al volver después de tanto tiempo?” Luna sonrió apenas, un gesto sutil, pero suficiente para silenciar el aire. —“El tiempo no me hizo volver…”, respondió con voz tranquila. “Solo me recordó quién soy.” El eco de sus palabras se perdió entre el murmullo y el golpeteo de la lluvia en los cristales del museo. Ella siguió su camino hacia el interior, dejando atrás el ruido, los flashes y las sombras del pasado. Era su regreso… pero también, su renacimiento.
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