Desde pequeña, ella había observado a su padre empuñar los rayos como si fueran meros hilos de luz entre sus dedos. Eran salvajes, magníficos, llenos de autoridad. A ella no le hacían daño —nunca lo hicieron— pero tampoco se sometían a su voluntad. Su pequeña mano se alzaba en el aire, imitando el gesto del rey del Olimpo, y los rayos chispeaban en la distancia, burlándose tal vez. No le obedecían. No respondían a su llamado.
—Te falta seguridad, pequeña —decía Zeus con una voz que temblaba la tierra y acariciaba su orgullo a la vez—. Certeza. Fe en ti misma. Y, por sobre todo, debes aprender a reclamar lo que por derecho te pertenece como hija mía.
En ese entonces, esas palabras le sonaban grandes, pesadas, lejanas. ¿Reclamar? ¿Certeza? ¿Fe en sí misma? Ella solo deseaba correr entre los jardines, recolectar flores que jamás se marchitaban, ofrecer agua de ambrosía a quienes lo necesitaban, y ver sonrisas florecer entre los mortales como brotes nuevos en primavera. No quería que la temieran. No quería imponer su poder. Quería que confiaran en ella… que la amaran.
Con los siglos, aprendió que su don no estaba hecho para el dominio brutal, sino para la siembra. Ella no era una tormenta, era la primera lluvia tibia después del invierno. No era un grito de guerra, sino el susurro que sana. Y fue entonces que comprendió por qué los rayos no la obedecían: no era miedo lo que inspiraba, era esperanza. Ella no necesitaba someter la voluntad de la naturaleza como su padre. Su fuerza residía en todo lo que florecía sin forzar.
Y aun así, en la profundidad de su ser, una parte más antigua y oscura de su divinidad comenzaba a despertar. Porque incluso la esperanza tenía su precio. Porque el equilibrio que custodiaba no era sólo dulzura; también era justicia.
Había comprendido, en sus viajes al mundo humano, que no todos los corazones brillaban. Que algunos deseaban lo imposible, no para bien, sino por vanidad, egoísmo o desesperación corrupta. Por eso, en lo más recóndito de su alma inmortal, había ideado una ofrenda, una trampa silenciosa para los impuros:
"𝗧𝗲 𝗱𝗮𝗿𝗲 𝗹𝗮 𝗲𝘁𝗲𝗿𝗻𝗶𝗱𝗮𝗱, 𝘀𝗶 𝗺𝗲 𝗼𝗳𝗿𝗲𝗰𝗲𝘀 𝗮 𝘁𝘂 𝗽𝗿𝗶𝗺𝗲𝗿 𝗵𝗶𝗷𝗼"
No era una amenaza. No era malicia. Era el precio que revelaba la verdad más cruda del alma humana. Quienes realmente amaban, jamás entregarían a un hijo. Quienes estaban podridos en lo más íntimo de su ser, caerían por su propia elección. Así equilibraba ella el pecado de querer ser eternamente joven sin haber comprendido jamás el valor del tiempo.
Porque un hijo, como ella había aprendido incluso en su eterna juventud, es el regalo más puro que el universo puede dar. No importa cómo haya llegado, de qué vientre o cuál historia lo envuelva: una criatura pequeña e inocente es la luz que debe ser protegida, guiada, amada. Ser joven no exime del deber. La belleza no borra las consecuencias.
Y por eso, aunque su madre, Hera, la abrazara solo a veces —cuando las nubes del orgullo se disipaban lo suficiente para dejar pasar el amor—, había decidido: 𝗰𝘂𝗮𝗻𝗱𝗼 𝗹𝗹𝗲𝗴𝗮𝗿𝗮 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮 𝗲𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝘂𝗻𝗮 𝗰𝗿𝗶𝗮𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗽𝗲𝗻𝗱𝗶𝗲𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗲𝗹𝗹𝗮, 𝘀𝗲𝗿𝗶𝗮 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝗽𝗿𝗼𝘁𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼𝗻, 𝘁𝗼𝗱𝗼 𝘀𝘂 𝗲𝘀𝗰𝘂𝗱𝗼, 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝘁𝗲𝗿𝗻𝘂𝗿𝗮. Incluso si el mundo ardía, incluso si el Olimpo colapsaba, esa criatura sería su centro.
El amor... había sido efímero. Una caricia breve, una brisa entre los dedos. Le había rozado el alma, apenas lo suficiente como para desearlo más. No lo lamentaba, aunque doliera. Porque esa chispa bastó para despertarle el anhelo de compartir su eternidad no con cualquiera, sino con alguien que supiera sostenerla, celebrarla, multiplicarla.
Y así, en la soledad luminosa de su santuario, donde las flores nacían con su aliento y el tiempo se doblaba para danzar con su risa, entendió algo más:
𝗘𝗹𝗹𝗮 𝗶𝗯𝗮 𝗮 𝗰𝗼𝗻𝘀𝗲𝗴𝘂𝗶𝗿𝗹𝗼.
No por capricho. No por venganza. Sino porque cada gesto suyo —cada semilla de esperanza que sembraba sin esperar nada, cada gesto de bondad desinteresada, cada elección por la compasión— era un eco que, tarde o temprano, el universo devolvería. Tal vez en forma de amor. Tal vez en forma de una hija. Tal vez en la risa de un niño que corriera sin miedo hacia ella.
Porque ella era Hebe.
𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝘂𝘁𝗿𝗲. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗲𝗻𝘂𝗲𝘃𝗮. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗾𝘂𝗶𝗹𝗶𝗯𝗿𝗮.
Y si se atrevía a sembrar bien… la eternidad le devolvería aquello que más anhelaba: una felicidad real, completa, en cada forma posible que la inmortalidad pudiera ofrecer.
Desde pequeña, ella había observado a su padre empuñar los rayos como si fueran meros hilos de luz entre sus dedos. Eran salvajes, magníficos, llenos de autoridad. A ella no le hacían daño —nunca lo hicieron— pero tampoco se sometían a su voluntad. Su pequeña mano se alzaba en el aire, imitando el gesto del rey del Olimpo, y los rayos chispeaban en la distancia, burlándose tal vez. No le obedecían. No respondían a su llamado.
—Te falta seguridad, pequeña —decía Zeus con una voz que temblaba la tierra y acariciaba su orgullo a la vez—. Certeza. Fe en ti misma. Y, por sobre todo, debes aprender a reclamar lo que por derecho te pertenece como hija mía.
En ese entonces, esas palabras le sonaban grandes, pesadas, lejanas. ¿Reclamar? ¿Certeza? ¿Fe en sí misma? Ella solo deseaba correr entre los jardines, recolectar flores que jamás se marchitaban, ofrecer agua de ambrosía a quienes lo necesitaban, y ver sonrisas florecer entre los mortales como brotes nuevos en primavera. No quería que la temieran. No quería imponer su poder. Quería que confiaran en ella… que la amaran.
Con los siglos, aprendió que su don no estaba hecho para el dominio brutal, sino para la siembra. Ella no era una tormenta, era la primera lluvia tibia después del invierno. No era un grito de guerra, sino el susurro que sana. Y fue entonces que comprendió por qué los rayos no la obedecían: no era miedo lo que inspiraba, era esperanza. Ella no necesitaba someter la voluntad de la naturaleza como su padre. Su fuerza residía en todo lo que florecía sin forzar.
Y aun así, en la profundidad de su ser, una parte más antigua y oscura de su divinidad comenzaba a despertar. Porque incluso la esperanza tenía su precio. Porque el equilibrio que custodiaba no era sólo dulzura; también era justicia.
Había comprendido, en sus viajes al mundo humano, que no todos los corazones brillaban. Que algunos deseaban lo imposible, no para bien, sino por vanidad, egoísmo o desesperación corrupta. Por eso, en lo más recóndito de su alma inmortal, había ideado una ofrenda, una trampa silenciosa para los impuros:
"𝗧𝗲 𝗱𝗮𝗿𝗲 𝗹𝗮 𝗲𝘁𝗲𝗿𝗻𝗶𝗱𝗮𝗱, 𝘀𝗶 𝗺𝗲 𝗼𝗳𝗿𝗲𝗰𝗲𝘀 𝗮 𝘁𝘂 𝗽𝗿𝗶𝗺𝗲𝗿 𝗵𝗶𝗷𝗼"
No era una amenaza. No era malicia. Era el precio que revelaba la verdad más cruda del alma humana. Quienes realmente amaban, jamás entregarían a un hijo. Quienes estaban podridos en lo más íntimo de su ser, caerían por su propia elección. Así equilibraba ella el pecado de querer ser eternamente joven sin haber comprendido jamás el valor del tiempo.
Porque un hijo, como ella había aprendido incluso en su eterna juventud, es el regalo más puro que el universo puede dar. No importa cómo haya llegado, de qué vientre o cuál historia lo envuelva: una criatura pequeña e inocente es la luz que debe ser protegida, guiada, amada. Ser joven no exime del deber. La belleza no borra las consecuencias.
Y por eso, aunque su madre, Hera, la abrazara solo a veces —cuando las nubes del orgullo se disipaban lo suficiente para dejar pasar el amor—, había decidido: 𝗰𝘂𝗮𝗻𝗱𝗼 𝗹𝗹𝗲𝗴𝗮𝗿𝗮 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮 𝗲𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝘂𝗻𝗮 𝗰𝗿𝗶𝗮𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗽𝗲𝗻𝗱𝗶𝗲𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗲𝗹𝗹𝗮, 𝘀𝗲𝗿𝗶𝗮 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝗽𝗿𝗼𝘁𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼𝗻, 𝘁𝗼𝗱𝗼 𝘀𝘂 𝗲𝘀𝗰𝘂𝗱𝗼, 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝘁𝗲𝗿𝗻𝘂𝗿𝗮. Incluso si el mundo ardía, incluso si el Olimpo colapsaba, esa criatura sería su centro.
El amor... había sido efímero. Una caricia breve, una brisa entre los dedos. Le había rozado el alma, apenas lo suficiente como para desearlo más. No lo lamentaba, aunque doliera. Porque esa chispa bastó para despertarle el anhelo de compartir su eternidad no con cualquiera, sino con alguien que supiera sostenerla, celebrarla, multiplicarla.
Y así, en la soledad luminosa de su santuario, donde las flores nacían con su aliento y el tiempo se doblaba para danzar con su risa, entendió algo más:
𝗘𝗹𝗹𝗮 𝗶𝗯𝗮 𝗮 𝗰𝗼𝗻𝘀𝗲𝗴𝘂𝗶𝗿𝗹𝗼.
No por capricho. No por venganza. Sino porque cada gesto suyo —cada semilla de esperanza que sembraba sin esperar nada, cada gesto de bondad desinteresada, cada elección por la compasión— era un eco que, tarde o temprano, el universo devolvería. Tal vez en forma de amor. Tal vez en forma de una hija. Tal vez en la risa de un niño que corriera sin miedo hacia ella.
Porque ella era Hebe.
𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝘂𝘁𝗿𝗲. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗲𝗻𝘂𝗲𝘃𝗮. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗾𝘂𝗶𝗹𝗶𝗯𝗿𝗮.
Y si se atrevía a sembrar bien… la eternidad le devolvería aquello que más anhelaba: una felicidad real, completa, en cada forma posible que la inmortalidad pudiera ofrecer.