• —John Walker cruzado de brazos, mirada de macho alfa en oferta, voz elevada como si eso bastara para imponer respeto—

    John Walker: ¿Márquez, no vas a pelear o qué?

    Reina, sentada sobre una caja de suministros como si esperara su café, se levanta y le devuelve la mirada con media sonrisa torcida—

    ¿Acaso tengo que ensuciarme para crear caos? Mira y aprende, Capitán de caja de cereal… Yo juego con las reglas del glitch.

    — Y justo cuando termina de hablar, una tubería a espaldas de Walker estalla sin previo aviso, cubriéndolo de agua turbia y humo. Reina mantuvo su sonrisa torcida, aguantando las ganas de reír.—
    —John Walker cruzado de brazos, mirada de macho alfa en oferta, voz elevada como si eso bastara para imponer respeto— John Walker: ¿Márquez, no vas a pelear o qué? Reina, sentada sobre una caja de suministros como si esperara su café, se levanta y le devuelve la mirada con media sonrisa torcida— ¿Acaso tengo que ensuciarme para crear caos? Mira y aprende, Capitán de caja de cereal… Yo juego con las reglas del glitch. — Y justo cuando termina de hablar, una tubería a espaldas de Walker estalla sin previo aviso, cubriéndolo de agua turbia y humo. Reina mantuvo su sonrisa torcida, aguantando las ganas de reír.—
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  • La bodega olía a hierro y encierro.**
    John se sacudía los guantes azules mientras Jerry, con su camisa floreada y sonrisa falsa, intentaba zafarse.

    —¿Y bien? —dijo John, seco como el concreto bajo sus botas—. Lo pactado eran cincuenta por cada uno. Doble por el de traje.

    Jerry soltó una carcajada fingida.
    —Las cosas cambiaron, John. Tu trabajo no era lo que esperaba. Igual hiciste tu parte… pero el pago será otro día.

    John lo miró. Ni enfado, ni sorpresa. Solo silencio.
    Asintió con la cabeza.
    —Claro. Otro día.

    Y se fue.

    ---

    **A la mañana siguiente.**
    Frente a la jefatura del distrito 8, tres grandes **bolsas negras** esperaban a ser notadas.
    Dentro, los cuerpos.
    Pero no solo eso. Una **carpeta de evidencia completa**, impecablemente organizada: registros financieros, ubicaciones, mensajes de voz, videos donde Jerry ordenaba los crímenes, incluso facturas.

    Todo.

    Lo suficiente no solo para incriminarlo, sino para hacerlo ver como el ejecutor directo.

    En la sala de interrogación, Jerry gritaba, desencajado.
    —¡Eso no estaba allí! ¡Ese almacén estaba limpio, maldita sea! ¡Esto es una trampa!
    —Tranquilo, Jerry —dijo el detective Mace, hojeando los documentos—. ¿Seguro que no tienes enemigos más listos que tú?

    —¡Fue él! ¡Fue ese tipo, John!

    Mace alzó una ceja.
    —¿El padre soltero? ¿Sin vínculos? ¿Que entró y salió sin dejar rastro, sin una cámara activa, sin una huella?- el detective se masajeo el puente de la nariz -aunque si es un tipo extraño ese Doe—cerró la carpeta de golpe—, Jerry. Tú hiciste esto.

    ---

    **A kilómetros de ahí**, John se lavaba las manos en un baño de gasolinera, el agua manchada apenas por una pizca de aceite viejo.
    Se miró al espejo y murmuró:

    —idiota orgulloso.
    La bodega olía a hierro y encierro.** John se sacudía los guantes azules mientras Jerry, con su camisa floreada y sonrisa falsa, intentaba zafarse. —¿Y bien? —dijo John, seco como el concreto bajo sus botas—. Lo pactado eran cincuenta por cada uno. Doble por el de traje. Jerry soltó una carcajada fingida. —Las cosas cambiaron, John. Tu trabajo no era lo que esperaba. Igual hiciste tu parte… pero el pago será otro día. John lo miró. Ni enfado, ni sorpresa. Solo silencio. Asintió con la cabeza. —Claro. Otro día. Y se fue. --- **A la mañana siguiente.** Frente a la jefatura del distrito 8, tres grandes **bolsas negras** esperaban a ser notadas. Dentro, los cuerpos. Pero no solo eso. Una **carpeta de evidencia completa**, impecablemente organizada: registros financieros, ubicaciones, mensajes de voz, videos donde Jerry ordenaba los crímenes, incluso facturas. Todo. Lo suficiente no solo para incriminarlo, sino para hacerlo ver como el ejecutor directo. En la sala de interrogación, Jerry gritaba, desencajado. —¡Eso no estaba allí! ¡Ese almacén estaba limpio, maldita sea! ¡Esto es una trampa! —Tranquilo, Jerry —dijo el detective Mace, hojeando los documentos—. ¿Seguro que no tienes enemigos más listos que tú? —¡Fue él! ¡Fue ese tipo, John! Mace alzó una ceja. —¿El padre soltero? ¿Sin vínculos? ¿Que entró y salió sin dejar rastro, sin una cámara activa, sin una huella?- el detective se masajeo el puente de la nariz -aunque si es un tipo extraño ese Doe—cerró la carpeta de golpe—, Jerry. Tú hiciste esto. --- **A kilómetros de ahí**, John se lavaba las manos en un baño de gasolinera, el agua manchada apenas por una pizca de aceite viejo. Se miró al espejo y murmuró: —idiota orgulloso.
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  • La oficina de Darren estaba sumida en sombras**, con la única luz proveniente de la pantalla del monitor parpadeando sobre sus gafas. El ventilador giraba lento, empujando el calor acumulado de un día largo y silencioso.
    Darren se quitó los lentes un momento, se frotó el rostro y los volvió a colocar con firmeza.

    —Vamos, muéstrame lo que escondes… —susurró mientras abría la base de datos médica privada a la que no debería tener acceso.

    **Paciente: Aisha •••••• .**
    **Edad: 11 años.**
    **Condición: Enfermedad autoinmune degenerativa – Clase KX.**
    **Tratamiento actual: Fármaco KX-32.**
    **Precio actual por tratamiento mensual: \$21,300 USD.**
    **Proyección para el siguiente trimestre: \$24,800 USD.**
    **Incremento acumulado anual: +74%.**

    Darren se quedó inmóvil.

    —¿Veinti... qué demonios? —apretó el puño y dio un golpe al escritorio—. ¿Cómo lo pagas, Doe?

    Pasó al historial de pagos: ocho depósitos exactos, uno cada mes, ingresados a través de clínicas privadas y organizaciones sin fines de lucro. Efectivo. Códigos sin origen. Al menos cuatro ciudades distintas. Todo perfectamente "legal".

    Pero Darren ya había visto ese patrón antes.

    —Limpio. Demasiado limpio. Como tus escenas, ¿no? —se burló, tomando una nota.

    Escribió con rabia controlada:
    **"Ningún hombre que cobra por limpiar sangre puede pagar esto..."**

    Darren se levantó y cruzó el cuarto, encendiendo la luz sobre su tablón de corcho.
    Fotos, nombres, documentos.
    Tres escenas con patrones similares.
    Mismo tipo de víctimas: criminales de bajo perfil, deudas con gente pesada, sin familia que los reclamara.

    El detective sostuvo una de las fotos, la de una escena en el río, y murmuró:

    —No estás cometiendo errores, John... pero estás dejándome rastros. Y yo los sigo como un perro con hambre.

    Abrió su libreta, escribió con letras grandes:
    **DOE = LIMPIADOR = EJECUTOR.**
    Luego, con una caligrafía más pequeña y más sombría:
    **Motivación: su hija.**
    **Detonante potencial: pérdida del tratamiento.**

    —Eres un padre. Eso no te hace menos peligroso. De hecho... te hace mucho más.
    Porque si te quitan lo único que amas, ¿qué te queda?

    Apagó la luz, dejando solo la pantalla encendida, y se sentó de nuevo, contemplando el expediente de Aisha.

    —No voy a lastimarla, John. No soy como tú. Pero juro que te sacaré del agujero donde te escondes.
    Y cuando lo haga… —sus ojos brillaron tras las gafas—, te haré elegir entre tu alma… y ella.
    La oficina de Darren estaba sumida en sombras**, con la única luz proveniente de la pantalla del monitor parpadeando sobre sus gafas. El ventilador giraba lento, empujando el calor acumulado de un día largo y silencioso. Darren se quitó los lentes un momento, se frotó el rostro y los volvió a colocar con firmeza. —Vamos, muéstrame lo que escondes… —susurró mientras abría la base de datos médica privada a la que no debería tener acceso. **Paciente: Aisha •••••• .** **Edad: 11 años.** **Condición: Enfermedad autoinmune degenerativa – Clase KX.** **Tratamiento actual: Fármaco KX-32.** **Precio actual por tratamiento mensual: \$21,300 USD.** **Proyección para el siguiente trimestre: \$24,800 USD.** **Incremento acumulado anual: +74%.** Darren se quedó inmóvil. —¿Veinti... qué demonios? —apretó el puño y dio un golpe al escritorio—. ¿Cómo lo pagas, Doe? Pasó al historial de pagos: ocho depósitos exactos, uno cada mes, ingresados a través de clínicas privadas y organizaciones sin fines de lucro. Efectivo. Códigos sin origen. Al menos cuatro ciudades distintas. Todo perfectamente "legal". Pero Darren ya había visto ese patrón antes. —Limpio. Demasiado limpio. Como tus escenas, ¿no? —se burló, tomando una nota. Escribió con rabia controlada: **"Ningún hombre que cobra por limpiar sangre puede pagar esto..."** Darren se levantó y cruzó el cuarto, encendiendo la luz sobre su tablón de corcho. Fotos, nombres, documentos. Tres escenas con patrones similares. Mismo tipo de víctimas: criminales de bajo perfil, deudas con gente pesada, sin familia que los reclamara. El detective sostuvo una de las fotos, la de una escena en el río, y murmuró: —No estás cometiendo errores, John... pero estás dejándome rastros. Y yo los sigo como un perro con hambre. Abrió su libreta, escribió con letras grandes: **DOE = LIMPIADOR = EJECUTOR.** Luego, con una caligrafía más pequeña y más sombría: **Motivación: su hija.** **Detonante potencial: pérdida del tratamiento.** —Eres un padre. Eso no te hace menos peligroso. De hecho... te hace mucho más. Porque si te quitan lo único que amas, ¿qué te queda? Apagó la luz, dejando solo la pantalla encendida, y se sentó de nuevo, contemplando el expediente de Aisha. —No voy a lastimarla, John. No soy como tú. Pero juro que te sacaré del agujero donde te escondes. Y cuando lo haga… —sus ojos brillaron tras las gafas—, te haré elegir entre tu alma… y ella.
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  • **Bar "La cantera nublada", 10:47 p.m.**

    La lluvia apenas tocaba el toldo oxidado del bar, un rincón olvidado en los márgenes de la ciudad. John, vestido de civil —jeans oscuros, camiseta gris, chamarra sin logotipos— se sentaba solo en la barra, girando el vaso de whisky con indiferencia fingida. Las gotas de sudor no eran del alcohol ni del clima. Eran del hombre que acababa de entrar.

    El detective.

    Era joven, con la cabeza completamente rapada y gafas oscuras que no se quitaba ni dentro del local. Caminó con una calma letal, como si supiera exactamente a quién buscaba… y ya lo hubiese encontrado.

    Se sentó a tres asientos de John.
    —Whisky, solo. Nada barato —ordenó con voz firme.
    John no giró la cabeza. No lo necesitaba. Lo *sentía*.

    —No se ve seguido por aquí —dijo el detective tras un sorbo, mirando a John.
    —Solo de paso. Trabajo en mantenimiento industrial… turnos raros —respondió John con una sonrisa neutral.
    —Mantenimiento, claro… —el detective sonrió, pero no de forma amistosa—. ¿A qué clase de fábricas las llaman a la 1 a.m., con patrullas de fondo?

    Un escalofrío se le coló por la espalda. *Demasiado directo*, pensó.

    John mantuvo la compostura.
    —Las que tienen accidentes feos. Usted sabe, químicos, vidrios rotos… cosas que no quiere que el sindicato vea.
    —¿Y qué clase de accidente deja rastros de sangre en tres habitaciones separadas, sin reportes oficiales?
    —¿Perdón?
    —Olvídelo… solo hablaba en voz alta —el detective sonrió de nuevo, esta vez mostrando dientes.

    John bebió un sorbo largo. Su cabeza ya iba tres pasos adelante: *No sabe nada sólido, pero está tanteando terreno. Tal vez encontró residuos. Tal vez vio cámaras. ¿O solo está probando suerte?*

    —Interesante corte de cabello el suyo —comentó John, cambiando de tema con un gesto amistoso—. Siempre pensé que los detectives usaban sombrero.
    —Algunos sí. Yo prefiero ver mejor.
    —¿Incluso en la oscuridad?
    —Especialmente —respondió, bajando lentamente las gafas por primera vez.

    Un par de ojos oscuros como pozos lo miraron fijo. Sin emoción. Solo cálculo.

    John sintió que si se quedaba un minuto más, iba a dejar de ser "el civil simpático" para convertirse en "el sujeto de interés".
    Así que sonrió, pagó el trago y se levantó.
    —Bueno, detective… fue un gusto. Me esperan los turnos mal pagados y las fugas de cloro.
    —Estoy seguro de que nos volveremos a ver —dijo el detective, sin girarse.
    —Espero que no —respondió John, y se marchó caminando con naturalidad… pero cada paso pesaba más.

    **Fuera del bar, bajo la lluvia, su mente trabajaba rápido.**
    *¿Por qué él?
    El patrón, la forma en que miraba. No buscaba evidencia. Buscaba *errores humanos*. Y John acababa de darle uno: su presencia en esa zona, esa noche.

    Se perdió entre la niebla y las luces parpadeantes. Tomó rutas distintas, pasó por dos callejones y se cambió la chamarra en una lavandería abierta 24 horas. En menos de quince minutos, era un transeúnte más.

    *“Ese no era un encuentro casual. Él ya sabía. No todo… pero lo suficiente como para oler algo muerto… algo que yo dejé atrás.”*

    John desapareció en la noche.
    Pero sabía que esa mirada lo encontraría de nuevo.
    Y la próxima vez, no bastaría con una sonrisa.
    **Bar "La cantera nublada", 10:47 p.m.** La lluvia apenas tocaba el toldo oxidado del bar, un rincón olvidado en los márgenes de la ciudad. John, vestido de civil —jeans oscuros, camiseta gris, chamarra sin logotipos— se sentaba solo en la barra, girando el vaso de whisky con indiferencia fingida. Las gotas de sudor no eran del alcohol ni del clima. Eran del hombre que acababa de entrar. El detective. Era joven, con la cabeza completamente rapada y gafas oscuras que no se quitaba ni dentro del local. Caminó con una calma letal, como si supiera exactamente a quién buscaba… y ya lo hubiese encontrado. Se sentó a tres asientos de John. —Whisky, solo. Nada barato —ordenó con voz firme. John no giró la cabeza. No lo necesitaba. Lo *sentía*. —No se ve seguido por aquí —dijo el detective tras un sorbo, mirando a John. —Solo de paso. Trabajo en mantenimiento industrial… turnos raros —respondió John con una sonrisa neutral. —Mantenimiento, claro… —el detective sonrió, pero no de forma amistosa—. ¿A qué clase de fábricas las llaman a la 1 a.m., con patrullas de fondo? Un escalofrío se le coló por la espalda. *Demasiado directo*, pensó. John mantuvo la compostura. —Las que tienen accidentes feos. Usted sabe, químicos, vidrios rotos… cosas que no quiere que el sindicato vea. —¿Y qué clase de accidente deja rastros de sangre en tres habitaciones separadas, sin reportes oficiales? —¿Perdón? —Olvídelo… solo hablaba en voz alta —el detective sonrió de nuevo, esta vez mostrando dientes. John bebió un sorbo largo. Su cabeza ya iba tres pasos adelante: *No sabe nada sólido, pero está tanteando terreno. Tal vez encontró residuos. Tal vez vio cámaras. ¿O solo está probando suerte?* —Interesante corte de cabello el suyo —comentó John, cambiando de tema con un gesto amistoso—. Siempre pensé que los detectives usaban sombrero. —Algunos sí. Yo prefiero ver mejor. —¿Incluso en la oscuridad? —Especialmente —respondió, bajando lentamente las gafas por primera vez. Un par de ojos oscuros como pozos lo miraron fijo. Sin emoción. Solo cálculo. John sintió que si se quedaba un minuto más, iba a dejar de ser "el civil simpático" para convertirse en "el sujeto de interés". Así que sonrió, pagó el trago y se levantó. —Bueno, detective… fue un gusto. Me esperan los turnos mal pagados y las fugas de cloro. —Estoy seguro de que nos volveremos a ver —dijo el detective, sin girarse. —Espero que no —respondió John, y se marchó caminando con naturalidad… pero cada paso pesaba más. **Fuera del bar, bajo la lluvia, su mente trabajaba rápido.** *¿Por qué él? El patrón, la forma en que miraba. No buscaba evidencia. Buscaba *errores humanos*. Y John acababa de darle uno: su presencia en esa zona, esa noche. Se perdió entre la niebla y las luces parpadeantes. Tomó rutas distintas, pasó por dos callejones y se cambió la chamarra en una lavandería abierta 24 horas. En menos de quince minutos, era un transeúnte más. *“Ese no era un encuentro casual. Él ya sabía. No todo… pero lo suficiente como para oler algo muerto… algo que yo dejé atrás.”* John desapareció en la noche. Pero sabía que esa mirada lo encontraría de nuevo. Y la próxima vez, no bastaría con una sonrisa.
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  • El sol de la tarde se derramaba como oro pálido sobre las aguas tranquilas del lago, reflejando una calma engañosa. A unos pasos de la orilla, una cabaña solitaria se erguía entre los árboles, con la puerta abierta de par en par como si sus entrañas pidieran auxilio. El zumbido de las moscas ya comenzaba a colarse entre los marcos de las ventanas, mezclándose con el olor metálico que impregnaba el aire.

    John aparcó su camioneta a un costado del camino de tierra y se quedó un momento dentro, mirando la estructura. Ya conocía ese lugar. Demasiado bien. Sus dedos se cerraron con rabia contenida sobre el volante antes de suspirar y salir. Se puso la nueva camiseta negra que usó bajo la indumentaria, se calzó los pantalones anti salpicaduras negros que ya estaban manchados en los bordes de anteriores trabajos, y se ajustó las gafas de sol. El calor era denso, pero la mascarilla y los guantes no podían faltar. Profesionalismo, aunque la moral se estuviera pudriendo más que los cadáveres que solía encontrar.

    La escena dentro era lo que esperaba: sangre seca adherida al piso de madera, rastros arrastrados hacia una habitación trasera, una lámpara tirada, una silla rota, y huellas como si alguien hubiera intentado escapar… o sido arrastrado de regreso. No era la primera vez que limpiaba esa cabaña. La vez anterior había sido más sencillo: una ejecución limpia, una bala en la cabeza, poco desorden. Pero esta vez parecía que alguien se había ensañado. O había querido dejar un mensaje.

    Pasaron más de dos horas antes de que el interior pareciera presentable otra vez. La mayoría de los rastros eran imposibles de eliminar del todo, pero John conocía los químicos correctos, los métodos adecuados. Su cuerpo sudaba bajo la ropa protectora, y su paciencia se evaporaba con cada trapo que escurría en la cubeta.

    Cuando todo estuvo terminado, salió al porche, se quitó las gafas y la mascarilla, y sacó de su mochila un viejo celular desechable. Lo encendió, marcó el número que le habían dejado en el sobre y esperó.

    —*¿Sí?* —dijo una voz masculina del otro lado.

    John no esperó cortesías.

    —Ya limpié el desastre. Otra vez. —Hizo una pausa, mirando hacia el lago mientras se secaba el sudor de la frente con el antebrazo—. Pero quiero dejar algo claro: esta es la segunda vez que me mandan a esta maldita cabaña.

    Silencio del otro lado.

    —¿No pueden... no sé... variar un poco el escenario? —continuó John, frustrado—. A este paso voy a terminar con el plano de esta casa tatuado en la espalda. Me están haciendo trabajar como si fuera una maldita mucama con estómago de acero.

    La voz intentó soltar una risa.

    —*Es un lugar discreto.*

    —Discreto mis ••••• —espetó John—. Lo conocen hasta los bichos. ¿La próxima vez qué? ¿Una fiesta de quince años con machetes? Piénsenlo mejor. O cobro doble.

    No hubo respuesta, solo el clic del final de la llamada. John miró el celular por un segundo, luego lo apagó y lo arrojó de vuelta a su mochila. Se quedó allí, respirando hondo, con el olor del lago y el eco de sus pensamientos retumbando en su cabeza.

    La cabaña seguía en silencio, pero a él ya no lo engañaba. Ese lugar tenía demasiadas historias. Y él estaba harto de limpiarlas.
    El sol de la tarde se derramaba como oro pálido sobre las aguas tranquilas del lago, reflejando una calma engañosa. A unos pasos de la orilla, una cabaña solitaria se erguía entre los árboles, con la puerta abierta de par en par como si sus entrañas pidieran auxilio. El zumbido de las moscas ya comenzaba a colarse entre los marcos de las ventanas, mezclándose con el olor metálico que impregnaba el aire. John aparcó su camioneta a un costado del camino de tierra y se quedó un momento dentro, mirando la estructura. Ya conocía ese lugar. Demasiado bien. Sus dedos se cerraron con rabia contenida sobre el volante antes de suspirar y salir. Se puso la nueva camiseta negra que usó bajo la indumentaria, se calzó los pantalones anti salpicaduras negros que ya estaban manchados en los bordes de anteriores trabajos, y se ajustó las gafas de sol. El calor era denso, pero la mascarilla y los guantes no podían faltar. Profesionalismo, aunque la moral se estuviera pudriendo más que los cadáveres que solía encontrar. La escena dentro era lo que esperaba: sangre seca adherida al piso de madera, rastros arrastrados hacia una habitación trasera, una lámpara tirada, una silla rota, y huellas como si alguien hubiera intentado escapar… o sido arrastrado de regreso. No era la primera vez que limpiaba esa cabaña. La vez anterior había sido más sencillo: una ejecución limpia, una bala en la cabeza, poco desorden. Pero esta vez parecía que alguien se había ensañado. O había querido dejar un mensaje. Pasaron más de dos horas antes de que el interior pareciera presentable otra vez. La mayoría de los rastros eran imposibles de eliminar del todo, pero John conocía los químicos correctos, los métodos adecuados. Su cuerpo sudaba bajo la ropa protectora, y su paciencia se evaporaba con cada trapo que escurría en la cubeta. Cuando todo estuvo terminado, salió al porche, se quitó las gafas y la mascarilla, y sacó de su mochila un viejo celular desechable. Lo encendió, marcó el número que le habían dejado en el sobre y esperó. —*¿Sí?* —dijo una voz masculina del otro lado. John no esperó cortesías. —Ya limpié el desastre. Otra vez. —Hizo una pausa, mirando hacia el lago mientras se secaba el sudor de la frente con el antebrazo—. Pero quiero dejar algo claro: esta es la segunda vez que me mandan a esta maldita cabaña. Silencio del otro lado. —¿No pueden... no sé... variar un poco el escenario? —continuó John, frustrado—. A este paso voy a terminar con el plano de esta casa tatuado en la espalda. Me están haciendo trabajar como si fuera una maldita mucama con estómago de acero. La voz intentó soltar una risa. —*Es un lugar discreto.* —Discreto mis ••••• —espetó John—. Lo conocen hasta los bichos. ¿La próxima vez qué? ¿Una fiesta de quince años con machetes? Piénsenlo mejor. O cobro doble. No hubo respuesta, solo el clic del final de la llamada. John miró el celular por un segundo, luego lo apagó y lo arrojó de vuelta a su mochila. Se quedó allí, respirando hondo, con el olor del lago y el eco de sus pensamientos retumbando en su cabeza. La cabaña seguía en silencio, pero a él ya no lo engañaba. Ese lugar tenía demasiadas historias. Y él estaba harto de limpiarlas.
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  • El sol caía sin piedad sobre el lago, empapando la superficie con un brillo insoportable. El cielo estaba despejado, cruelmente azul, y el calor se sentía como una manta gruesa pegada al cuerpo. John empujó la manga de su camiseta sin mangas con el antebrazo, el sudor deslizándose por su cuello y por la espalda baja con una terquedad que irritaba más que incomodaba.

    —Jodido calor… —murmuró, con el cubrebocas bajado hasta la barbilla, mientras se inclinaba para sujetar otra bolsa negra.

    La balsa inflable crujía levemente con cada movimiento. No era un bote elegante ni robusto, pero era suficiente para este tipo de trabajo. Ligera, silenciosa, fácil de hundir si alguna vez lo necesitaba.

    Frente a él, el lago se extendía profundo y silencioso. Oscuro. No había fondo visible. Solo agua negra que lo tragaba todo con una indiferencia absoluta.

    Levantó la bolsa con un pequeño esfuerzo —esa sí pesaba más que las otras— y la arrojó al agua. El impacto levantó una salpicadura mínima, que pronto fue absorbida por la quietud del lago. Como si nunca hubiese existido. Como si nada lo hiciera.

    —Podría estar desayunando... un panecillo o algo —gruñó, limpiándose la frente con la muñeca—. Pero no. Aquí estoy. Tostándome como si esto fuera Miami.

    Otra bolsa. Otro lanzamiento. Otro pequeño *chap*. Las ondas se extendieron perezosas, muriendo rápido. El lago siempre recibía sin hacer preguntas. En ese sentido, era lo más cercano a una tumba perfecta.

    El sol brilló sobre el agua con un destello blanco, forzándolo a entrecerrar los ojos. Se colocó los lentes oscuros de nuevo. La jornada estaba por terminar. Solo quedaban dos bolsas.

    —Debería pedirle a Hammer que me pague extra por días calurosos —masculló—. O que al menos me consiga una lancha con sombrilla.

    El silencio fue su única respuesta.

    Y aunque sudaba, y el aire era espeso y denso, John se sentía… tranquilo.

    Lanzá otra bolsa.

    –Una menos.
    El sol caía sin piedad sobre el lago, empapando la superficie con un brillo insoportable. El cielo estaba despejado, cruelmente azul, y el calor se sentía como una manta gruesa pegada al cuerpo. John empujó la manga de su camiseta sin mangas con el antebrazo, el sudor deslizándose por su cuello y por la espalda baja con una terquedad que irritaba más que incomodaba. —Jodido calor… —murmuró, con el cubrebocas bajado hasta la barbilla, mientras se inclinaba para sujetar otra bolsa negra. La balsa inflable crujía levemente con cada movimiento. No era un bote elegante ni robusto, pero era suficiente para este tipo de trabajo. Ligera, silenciosa, fácil de hundir si alguna vez lo necesitaba. Frente a él, el lago se extendía profundo y silencioso. Oscuro. No había fondo visible. Solo agua negra que lo tragaba todo con una indiferencia absoluta. Levantó la bolsa con un pequeño esfuerzo —esa sí pesaba más que las otras— y la arrojó al agua. El impacto levantó una salpicadura mínima, que pronto fue absorbida por la quietud del lago. Como si nunca hubiese existido. Como si nada lo hiciera. —Podría estar desayunando... un panecillo o algo —gruñó, limpiándose la frente con la muñeca—. Pero no. Aquí estoy. Tostándome como si esto fuera Miami. Otra bolsa. Otro lanzamiento. Otro pequeño *chap*. Las ondas se extendieron perezosas, muriendo rápido. El lago siempre recibía sin hacer preguntas. En ese sentido, era lo más cercano a una tumba perfecta. El sol brilló sobre el agua con un destello blanco, forzándolo a entrecerrar los ojos. Se colocó los lentes oscuros de nuevo. La jornada estaba por terminar. Solo quedaban dos bolsas. —Debería pedirle a Hammer que me pague extra por días calurosos —masculló—. O que al menos me consiga una lancha con sombrilla. El silencio fue su única respuesta. Y aunque sudaba, y el aire era espeso y denso, John se sentía… tranquilo. Lanzá otra bolsa. –Una menos.
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  • El silencio del baño era espeso, roto solo por el chirrido de la esponja deslizándose sobre el espejo. Gotas secas de un líquido rojizo se resistían a desaparecer, manchando el reflejo de John como si quisieran recordarle lo que había ocurrido ahí. Con una precisión mecánica, restregaba el cristal mientras el olor a desinfectante comenzaba a opacar al del cobre.

    Jack Hammer, de pie junto al umbral, observaba en silencio. Su traje blanco contrastaba brutalmente con las baldosas sucias y la atmósfera densa del lugar. Sus zapatos hacían un leve eco cada vez que cambiaba el peso de un pie a otro.

    —Hay sectores nuevos —dijo finalmente, sin rodeos—. Podrías expandir tu rango. Más trabajo. Mejor pagado. Gente que necesita a alguien como tú.

    John no dejó de limpiar. El reflejo de sus ojos dorados lo miraba desde el espejo mientras tallaba con más fuerza una mancha particularmente rebelde.

    —No estoy interesado.

    Jack dio un paso dentro del baño, esquivando cuidadosamente un charco ya parcialmente absorbido por las toallas industriales.

    —No puedes pasarte la vida atrapado en escenas como esta. Eres bueno. Demasiado bueno para quedarte limitado a limpiar los desastres de otros.

    John se detuvo. No lo miró, pero su voz bajó de tono.

    —Y tú sabes por qué prefiero quedarme aquí. Aquí nadie hace preguntas. Nadie me mira dos veces. Solo soy el tipo que borra lo que queda.

    Jack frunció los labios. Estaba acostumbrado a negociar, a presionar, pero con John siempre había límites invisibles. Límites que respetaba, porque se los había ganado.

    —Está bien —cedió finalmente, cruzando los brazos—. No más ofertas. Pero necesito un favor. Esta noche hay una reunión. No es trabajo, no tendrás que limpiar nada. Solo... necesito que estés ahí. La gente actúa diferente cuando estás tú. Y confío en ti más que en cualquiera de mis hombres.

    John volvió a mojar la esponja en el balde, tallando en círculos. Su reflejo mostraba una mueca cansada, como si el día le pesara más de lo normal.

    —¿Una reunión, eh? ¿De las que terminan con más manchas en el espejo?

    —No si tú estás ahí —respondió Jack, sonriendo con ironía.

    El joven limpió la última esquina del vidrio y, satisfecho, dejó caer la esponja al balde. Se volvió finalmente hacia Jack, sacándose los guantes uno por uno.

    —Está bien. Pero no esperes que hable. Solo estaré.

    Jack asintió con alivio. Dio media vuelta para irse, pero justo antes de salir, se detuvo en el marco de la puerta y lo miró por encima del hombro.

    —Gracias por esto, Corvac.

    El nombre cayó como una piedra en el agua, haciendo eco en el pequeño baño. John se quedó inmóvil unos segundos. Luego se encogió de hombros, tomó el balde y murmuró:

    —No digas eso en voz alta, viejo. Los espejos escuchan.

    Y mientras Jack se alejaba por el pasillo, John apagó la luz del baño, dejando atrás otro reflejo limpio... y un pasado que no terminaba de desaparecer.
    El silencio del baño era espeso, roto solo por el chirrido de la esponja deslizándose sobre el espejo. Gotas secas de un líquido rojizo se resistían a desaparecer, manchando el reflejo de John como si quisieran recordarle lo que había ocurrido ahí. Con una precisión mecánica, restregaba el cristal mientras el olor a desinfectante comenzaba a opacar al del cobre. Jack Hammer, de pie junto al umbral, observaba en silencio. Su traje blanco contrastaba brutalmente con las baldosas sucias y la atmósfera densa del lugar. Sus zapatos hacían un leve eco cada vez que cambiaba el peso de un pie a otro. —Hay sectores nuevos —dijo finalmente, sin rodeos—. Podrías expandir tu rango. Más trabajo. Mejor pagado. Gente que necesita a alguien como tú. John no dejó de limpiar. El reflejo de sus ojos dorados lo miraba desde el espejo mientras tallaba con más fuerza una mancha particularmente rebelde. —No estoy interesado. Jack dio un paso dentro del baño, esquivando cuidadosamente un charco ya parcialmente absorbido por las toallas industriales. —No puedes pasarte la vida atrapado en escenas como esta. Eres bueno. Demasiado bueno para quedarte limitado a limpiar los desastres de otros. John se detuvo. No lo miró, pero su voz bajó de tono. —Y tú sabes por qué prefiero quedarme aquí. Aquí nadie hace preguntas. Nadie me mira dos veces. Solo soy el tipo que borra lo que queda. Jack frunció los labios. Estaba acostumbrado a negociar, a presionar, pero con John siempre había límites invisibles. Límites que respetaba, porque se los había ganado. —Está bien —cedió finalmente, cruzando los brazos—. No más ofertas. Pero necesito un favor. Esta noche hay una reunión. No es trabajo, no tendrás que limpiar nada. Solo... necesito que estés ahí. La gente actúa diferente cuando estás tú. Y confío en ti más que en cualquiera de mis hombres. John volvió a mojar la esponja en el balde, tallando en círculos. Su reflejo mostraba una mueca cansada, como si el día le pesara más de lo normal. —¿Una reunión, eh? ¿De las que terminan con más manchas en el espejo? —No si tú estás ahí —respondió Jack, sonriendo con ironía. El joven limpió la última esquina del vidrio y, satisfecho, dejó caer la esponja al balde. Se volvió finalmente hacia Jack, sacándose los guantes uno por uno. —Está bien. Pero no esperes que hable. Solo estaré. Jack asintió con alivio. Dio media vuelta para irse, pero justo antes de salir, se detuvo en el marco de la puerta y lo miró por encima del hombro. —Gracias por esto, Corvac. El nombre cayó como una piedra en el agua, haciendo eco en el pequeño baño. John se quedó inmóvil unos segundos. Luego se encogió de hombros, tomó el balde y murmuró: —No digas eso en voz alta, viejo. Los espejos escuchan. Y mientras Jack se alejaba por el pasillo, John apagó la luz del baño, dejando atrás otro reflejo limpio... y un pasado que no terminaba de desaparecer.
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  • La tarde teñía el cielo con tonos anaranjados y púrpuras, mientras las sombras de los árboles se alargaban sobre la tierra húmeda. Unas hojas secas crujieron bajo las botas de John cuando empujó la puerta de la cabaña con el pie. El interior estaba en penumbra, apenas iluminado por los últimos rayos del sol que se colaban por las rendijas de las persianas rotas.

    Con un gruñido bajo, cargó la body bag amarilla sobre su hombro. No era liviana, pero no era la primera vez que transportaba algo así. El cierre metálico estaba firme, cruzando el bulto como una cicatriz.

    —Siempre los dejan en el piso más alejado… como si esto pesara aire —masculló entre dientes, mientras avanzaba hacia la salida.

    La puerta osciló con un rechinido leve al abrirse de par en par. El exterior lo recibió con una brisa tibia, cargada del aroma de pino y tierra mojada. El contraste con el olor estancado de la cabaña le hizo exhalar con fuerza. Caminó con paso constante por el porche de madera, que crujía a cada paso.

    La body bag rebotaba ligeramente en su hombro a cada zancada, y John ajustó su agarre con un resoplido.

    —Una cerveza. Solo quiero una maldita cerveza y una ducha fría.

    Al llegar al borde del camino, dejó caer la bolsa por un momento sobre el pasto. Se quitó los guantes, los lanzó dentro de una caja de herramientas metálica, y se apoyó contra un árbol, mirando la escena con los lentes oscuros resbalando un poco por su nariz sudada.

    Detrás de él, la cabaña seguía en silencio. Ni un cuervo, ni un grillo. Solo el viento entre las ramas.

    —Nadie ve lo que hacemos —murmuró—. Pero todos duermen tranquilos gracias a eso.

    Se incorporó otra vez, volvió a cargar el bulto y comenzó a caminar hacia donde había estacionado la vieja furgoneta sin logotipos. El motor aún estaba caliente. En unos minutos, estaría en camino al lago.
    La tarde teñía el cielo con tonos anaranjados y púrpuras, mientras las sombras de los árboles se alargaban sobre la tierra húmeda. Unas hojas secas crujieron bajo las botas de John cuando empujó la puerta de la cabaña con el pie. El interior estaba en penumbra, apenas iluminado por los últimos rayos del sol que se colaban por las rendijas de las persianas rotas. Con un gruñido bajo, cargó la body bag amarilla sobre su hombro. No era liviana, pero no era la primera vez que transportaba algo así. El cierre metálico estaba firme, cruzando el bulto como una cicatriz. —Siempre los dejan en el piso más alejado… como si esto pesara aire —masculló entre dientes, mientras avanzaba hacia la salida. La puerta osciló con un rechinido leve al abrirse de par en par. El exterior lo recibió con una brisa tibia, cargada del aroma de pino y tierra mojada. El contraste con el olor estancado de la cabaña le hizo exhalar con fuerza. Caminó con paso constante por el porche de madera, que crujía a cada paso. La body bag rebotaba ligeramente en su hombro a cada zancada, y John ajustó su agarre con un resoplido. —Una cerveza. Solo quiero una maldita cerveza y una ducha fría. Al llegar al borde del camino, dejó caer la bolsa por un momento sobre el pasto. Se quitó los guantes, los lanzó dentro de una caja de herramientas metálica, y se apoyó contra un árbol, mirando la escena con los lentes oscuros resbalando un poco por su nariz sudada. Detrás de él, la cabaña seguía en silencio. Ni un cuervo, ni un grillo. Solo el viento entre las ramas. —Nadie ve lo que hacemos —murmuró—. Pero todos duermen tranquilos gracias a eso. Se incorporó otra vez, volvió a cargar el bulto y comenzó a caminar hacia donde había estacionado la vieja furgoneta sin logotipos. El motor aún estaba caliente. En unos minutos, estaría en camino al lago.
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  • El cliente llegó tarde. Siempre lo hacen. John esperaba apoyado contra la vieja camioneta, bajo el amparo de su gorra negra y el cubrebocas que ya no se quitaba ni en su tiempo libre. No por el polvo, ni por las bacterias. Era simplemente más fácil así. Menos rostro, menos preguntas.

    El hombre que bajó del auto de lujo tenía esa energía que dejaba residuos. Traje caro, sonrisa forzada, y un maletín que parecía más pesado de lo que debería.

    —Gracias por venir en persona —dijo el cliente, extendiéndole la mano. John no la estrechó. Solo asintió.

    —¿Qué hay que limpiar? —preguntó con voz neutra, casi sin inflexión.

    —Esta vez... es algo diferente.

    John ladeó la cabeza. Ya lo sabía. Cuando pedían una reunión cara a cara, era porque no querían un limpiador. Querían un fantasma.

    —No queremos que limpie después. Queremos que lo resuelva antes.

    Hubo un silencio espeso. Las palabras cayeron con un peso diferente. “Resolver antes” era solo una forma elegante de pedir lo inaceptable.

    John sostuvo la mirada del hombre, aunque sus ojos estaban parcialmente ocultos por la sombra de la gorra. El cubrebocas se movió apenas, revelando una voz firme, baja, sin vacilación:

    —Yo... solo limpio sus desastres.

    El cliente abrió la boca, pero John ya se había girado. El motor de la camioneta rugió al encenderse. Mientras se alejaba por el camino de grava, bajo la luz tenue del amanecer, John pensaba en lo delgado que era el hilo entre limpiar la sangre... y derramarla. Y en cómo, por ahora, seguía sin cargar eso en su conciencia.
    El cliente llegó tarde. Siempre lo hacen. John esperaba apoyado contra la vieja camioneta, bajo el amparo de su gorra negra y el cubrebocas que ya no se quitaba ni en su tiempo libre. No por el polvo, ni por las bacterias. Era simplemente más fácil así. Menos rostro, menos preguntas. El hombre que bajó del auto de lujo tenía esa energía que dejaba residuos. Traje caro, sonrisa forzada, y un maletín que parecía más pesado de lo que debería. —Gracias por venir en persona —dijo el cliente, extendiéndole la mano. John no la estrechó. Solo asintió. —¿Qué hay que limpiar? —preguntó con voz neutra, casi sin inflexión. —Esta vez... es algo diferente. John ladeó la cabeza. Ya lo sabía. Cuando pedían una reunión cara a cara, era porque no querían un limpiador. Querían un fantasma. —No queremos que limpie después. Queremos que lo resuelva antes. Hubo un silencio espeso. Las palabras cayeron con un peso diferente. “Resolver antes” era solo una forma elegante de pedir lo inaceptable. John sostuvo la mirada del hombre, aunque sus ojos estaban parcialmente ocultos por la sombra de la gorra. El cubrebocas se movió apenas, revelando una voz firme, baja, sin vacilación: —Yo... solo limpio sus desastres. El cliente abrió la boca, pero John ya se había girado. El motor de la camioneta rugió al encenderse. Mientras se alejaba por el camino de grava, bajo la luz tenue del amanecer, John pensaba en lo delgado que era el hilo entre limpiar la sangre... y derramarla. Y en cómo, por ahora, seguía sin cargar eso en su conciencia.
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  • John se dejó caer en el sofá con un suspiro que parecía arrancado del fondo de su alma. La sala estaba en penumbras, apenas iluminada por el rojo incandescente del cigarro que colgaba entre sus dedos. El humo se elevaba en espirales lentas, flotando en el aire espeso de silencios no dichos. Sus ojos, amarillos y cansados, miraban al techo sin realmente verlo.

    El zumbido del refrigerador en la cocina era lo único que rompía el silencio. Y aun así, no era suficiente para distraerlo de lo que pesaba dentro. El trabajo. Ese maldito trabajo.

    Nunca pensó que limpiar escenas del crimen se convertiría en su vida. Al principio fue necesidad, luego costumbre… ahora era una condena disfrazada de rutina. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pero con el tiempo, las líneas se borraron, la sangre se volvió solo otra mancha que quitar, otro silencio que cargar.

    Pensó en Hammer, el tipo que le dio la oportunidad. Sin él, seguiría durmiendo en un coche robado o peor. Le debía mucho, y lo sabía. Pero a veces… a veces sentía que en lugar de salvarlo, Hammer lo había empujado más hondo en este pantano de cuerpos, secretos y silencio.

    Pero no podía rendirse.

    Su mirada se desvió hacia la repisa donde descansaba una foto de su hija, sonriendo con brillo infantil y los ojos igual de amarillos que los suyos. Ella. Su faro en la tormenta. Su única razón. Cada bolsa que arrastraba, cada noche que volvía apestando a químicos y sangre seca… todo era por ella.

    John dio una última calada, aplastó el cigarro en el cenicero lleno y cerró los ojos un segundo. Solo uno. Luego se levantó. Mañana habría otro trabajo, otro cuerpo, otro secreto que nadie debía saber.

    Pero mientras ella siguiera esperándolo en casa, él no se permitiría caer.
    John se dejó caer en el sofá con un suspiro que parecía arrancado del fondo de su alma. La sala estaba en penumbras, apenas iluminada por el rojo incandescente del cigarro que colgaba entre sus dedos. El humo se elevaba en espirales lentas, flotando en el aire espeso de silencios no dichos. Sus ojos, amarillos y cansados, miraban al techo sin realmente verlo. El zumbido del refrigerador en la cocina era lo único que rompía el silencio. Y aun así, no era suficiente para distraerlo de lo que pesaba dentro. El trabajo. Ese maldito trabajo. Nunca pensó que limpiar escenas del crimen se convertiría en su vida. Al principio fue necesidad, luego costumbre… ahora era una condena disfrazada de rutina. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pero con el tiempo, las líneas se borraron, la sangre se volvió solo otra mancha que quitar, otro silencio que cargar. Pensó en Hammer, el tipo que le dio la oportunidad. Sin él, seguiría durmiendo en un coche robado o peor. Le debía mucho, y lo sabía. Pero a veces… a veces sentía que en lugar de salvarlo, Hammer lo había empujado más hondo en este pantano de cuerpos, secretos y silencio. Pero no podía rendirse. Su mirada se desvió hacia la repisa donde descansaba una foto de su hija, sonriendo con brillo infantil y los ojos igual de amarillos que los suyos. Ella. Su faro en la tormenta. Su única razón. Cada bolsa que arrastraba, cada noche que volvía apestando a químicos y sangre seca… todo era por ella. John dio una última calada, aplastó el cigarro en el cenicero lleno y cerró los ojos un segundo. Solo uno. Luego se levantó. Mañana habría otro trabajo, otro cuerpo, otro secreto que nadie debía saber. Pero mientras ella siguiera esperándolo en casa, él no se permitiría caer.
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