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- Salgamos y ayudemos a la gente. Salvémoslos del Hades y ayudémoslos a alcanzar la gloria.Salgamos y ayudemos a la gente. Salvémoslos del Hades y ayudémoslos a alcanzar la gloria.0 turnos 0 maullidos1
- El reino de Hades....
Siempre tuve curiosidad desde la primera historia que me contó mi madre cuando era niño.... la historia de la granada.El reino de Hades.... Siempre tuve curiosidad desde la primera historia que me contó mi madre cuando era niño.... la historia de la granada.8 turnos 0 maullidos2
- El estruendo del tribunal divino era como un océano desatado. Cientos de tronos resplandecientes se alzaban en círculo, cada uno ocupado por deidades antiguas, guardianes del equilibrio entre mundos. Allí estaba ella, **Yurei Veyrith**, arrastrada entre cadenas de luz que quemaban su piel etérea, aunque no la reducían al silencio.
La habían acusado de lo imperdonable: descender a la Tierra sin permiso, tocar la fragilidad de los mortales, reír y llorar entre ellos, **vivir como si fuera una de ellos**. Aquello que los dioses llamaban traición, para ella había sido redención.
—Has profanado el pacto —tronó **Zeus**, su voz retumbando como mil tormentas.
—La Tierra no es tu morada —sentenció **Hera**, su mirada de hielo atravesándola como dagas.
—Serás condenada a errar entre mundos, nunca pertenecer a ninguno —decretó **Anubis**, levantando una balanza ardiente donde su alma parecía tambalearse.
Yurei, de rodillas, levantó el rostro. Sus ojos, grises como neblina, brillaban con un desafío implacable.
—No me arrepiento. Ustedes olvidaron lo que significa sentir. Los mortales conocen la belleza de la caída, del sacrificio, del amor. Y si debo pagar por recordárselos, lo haré.
Los dioses rugieron indignados. Cadenas de fuego divino se enroscaron en torno a su cuerpo y un círculo de runas comenzó a sellarse en el suelo. El castigo era inminente.
Pero en medio de aquel coro de furia, algunas miradas permanecían en silencio.
**Atenea**, con sus ojos de sabiduría, ladeó apenas la cabeza. **Hades**, señor del Inframundo, permanecía inexpresivo, aunque una chispa de simpatía cruzaba sus labios sombríos. Y entre las sombras, **Loki**, con sonrisa torcida, parecía disfrutar demasiado del espectáculo.
Cuando las cadenas descendieron para sellarla en el limbo eterno, fue Atenea quien habló con calma, interrumpiendo el decreto:
—El juicio no debe olvidar la virtud. Si la castigamos sin más, perderemos la lección que ella trajo de los mortales.
Zeus fulminó a su hija con la mirada, pero la diosa no retrocedió. Fue entonces que Loki dio un paso adelante, riendo entre dientes.
—¿De verdad vais a encadenarla? Qué aburrido. Yo digo que una jaula no puede contener a alguien que sabe cómo romperla.
El suelo tembló. Un susurro recorrió el aire: Yurei no estaba sola.
En medio del caos, **Hades** levantó discretamente su mano, y las sombras se extendieron como un río de tinta, debilitando por un instante las cadenas que la apresaban. Atenea inclinó su lanza y rompió el círculo de runas, apenas lo suficiente para abrir una fisura. Y Loki, con un gesto burlón, creó un espejismo que confundió a los guardias divinos.
—Corre, pequeña fantasma —susurró el dios embaucador—. El cielo nunca fue solo de ellos.
El cuerpo de Yurei ardía, pero la libertad era más fuerte que el dolor. Se levantó entre chispas de fuego divino, extendiendo sus alas translúcidas, y con un rugido que era mitad lamento, mitad desafío, se lanzó a través de la grieta abierta.
Los dioses clamaron. Rayos y cadenas intentaron alcanzarla, pero las sombras de Hades la protegieron, el escudo de Atenea desvió los golpes, y las ilusiones de Loki confundieron el espacio mismo. Entre caos y relámpagos, Yurei atravesó el firmamento, dejando tras de sí un eco de campanas rotas.
Al fin, el cielo nocturno la recibió de nuevo. No como prisionera, sino como fugitiva, como sobreviviente. Se alzó sobre las estrellas, sintiendo el viento celeste recorrerla, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.
Atenea apareció en un destello de plata, mirándola con serenidad.
—No abuses de esta oportunidad, Yurei. Si vuelves a caer, nadie podrá salvarte.
Hades emergió de la penumbra, su voz grave como la tumba:
—El mundo necesita fantasmas que recuerden a los dioses lo que ellos olvidaron. Esa será tu lugar.
Y Loki, como siempre, se limitó a reír, desvaneciéndose en chispas de fuego verde:
—Nos veremos pronto, pequeña transgresora. La rebeldía te sienta bien.
Así, contra toda sentencia, **Yurei Veyrith volvió al cielo**. No como esclava ni como exiliada, sino como un recordatorio viviente de que incluso los dioses pueden ser desafiados.
Y desde ese día, su nombre quedó escrito entre susurros prohibidos, en las plegarias de los mortales que soñaban con tocar el cielo.
El juicio había sido brutal, una tormenta de voces divinas que rugían contra ella. Las cadenas de luz aún ardían en su piel, recordándole que no era bienvenida ni en el cielo ni en el inframundo. Pero cuando Atenea rompió el sello, cuando Loki distorsionó las formas del tribunal y Hades abrió un camino entre las sombras, Yurei no voló hacia el firmamento. **Eligió la caída.**
El cielo se desgarró como un espejo roto, y ella descendió en espiral entre relámpagos y fuego. La Tierra la llamó como un corazón latiendo bajo sus pies. Su cuerpo atravesó la noche y emergió en un bosque, donde los árboles temblaron al sentir la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese mundo.
Cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, jadeante. Su respiración era vapor plateado, y sus alas translúcidas se disolvieron en la bruma. El aire olía a lluvia y tierra, un contraste absoluto con el mármol estéril del tribunal celestial.
—Aquí pertenezco —susurró, acariciando el suelo con los dedos—. Entre ellos. Entre los mortales.
No estaba sola. Una sombra se materializó a su lado. Hades, aunque no podía quedarse, le había dejado un fragmento de su poder: una gema oscura que palpitaba como un corazón.
—Con esto podrás esconderte de los ojos del Olimpo. Úsalo bien, Yurei.
La gema se incrustó en su piel como si siempre hubiera sido parte de ella. Y de inmediato, el lazo que la ataba al juicio se desvaneció.
Poco después, entre los árboles, una figura esbelta emergió: **Atenea**, envuelta en luz de luna, se inclinó hacia ella.
—Te salvamos, pero el precio es alto. No podrás regresar al cielo. Zeus jamás lo permitiría. Aquí tendrás tu segunda oportunidad, y también tu mayor peligro.
Y en un destello, desapareció.
El viento cambió, y con él llegó la risa burlona de **Loki**, que se deslizó como un espejismo sobre la superficie del río cercano.
—Oh, pequeña fugitiva. Ahora el tablero es tuyo. Haz temblar la Tierra, enamora, destruye, vive… Yo vendré a mirar el caos cuando menos lo esperes.
Y también se desvaneció, dejando tras de sí el aroma a humo y azufre.
Yurei permaneció sola bajo la noche. Pero no era una soledad amarga: era libertad. El rumor del bosque la acogía, los mortales dormían en sus aldeas cercanas, ajenos a que un espíritu caído caminaba de nuevo entre ellos.
Con pasos lentos, empezó a andar hacia las luces lejanas de un pueblo. No sería fácil: la vigilarían, la cazarían, y los dioses no olvidarían. Pero había vuelto al único lugar donde su corazón podía latir.
La Tierra era su condena, pero también su refugio.
Y, mientras la bruma cubría el cielo, **Yurei Veyrith sonrió con la certeza de que ningún castigo divino le arrebataría jamás su deseo de vivir como humana**.
El estruendo del tribunal divino era como un océano desatado. Cientos de tronos resplandecientes se alzaban en círculo, cada uno ocupado por deidades antiguas, guardianes del equilibrio entre mundos. Allí estaba ella, **Yurei Veyrith**, arrastrada entre cadenas de luz que quemaban su piel etérea, aunque no la reducían al silencio. La habían acusado de lo imperdonable: descender a la Tierra sin permiso, tocar la fragilidad de los mortales, reír y llorar entre ellos, **vivir como si fuera una de ellos**. Aquello que los dioses llamaban traición, para ella había sido redención. —Has profanado el pacto —tronó **Zeus**, su voz retumbando como mil tormentas. —La Tierra no es tu morada —sentenció **Hera**, su mirada de hielo atravesándola como dagas. —Serás condenada a errar entre mundos, nunca pertenecer a ninguno —decretó **Anubis**, levantando una balanza ardiente donde su alma parecía tambalearse. Yurei, de rodillas, levantó el rostro. Sus ojos, grises como neblina, brillaban con un desafío implacable. —No me arrepiento. Ustedes olvidaron lo que significa sentir. Los mortales conocen la belleza de la caída, del sacrificio, del amor. Y si debo pagar por recordárselos, lo haré. Los dioses rugieron indignados. Cadenas de fuego divino se enroscaron en torno a su cuerpo y un círculo de runas comenzó a sellarse en el suelo. El castigo era inminente. Pero en medio de aquel coro de furia, algunas miradas permanecían en silencio. **Atenea**, con sus ojos de sabiduría, ladeó apenas la cabeza. **Hades**, señor del Inframundo, permanecía inexpresivo, aunque una chispa de simpatía cruzaba sus labios sombríos. Y entre las sombras, **Loki**, con sonrisa torcida, parecía disfrutar demasiado del espectáculo. Cuando las cadenas descendieron para sellarla en el limbo eterno, fue Atenea quien habló con calma, interrumpiendo el decreto: —El juicio no debe olvidar la virtud. Si la castigamos sin más, perderemos la lección que ella trajo de los mortales. Zeus fulminó a su hija con la mirada, pero la diosa no retrocedió. Fue entonces que Loki dio un paso adelante, riendo entre dientes. —¿De verdad vais a encadenarla? Qué aburrido. Yo digo que una jaula no puede contener a alguien que sabe cómo romperla. El suelo tembló. Un susurro recorrió el aire: Yurei no estaba sola. En medio del caos, **Hades** levantó discretamente su mano, y las sombras se extendieron como un río de tinta, debilitando por un instante las cadenas que la apresaban. Atenea inclinó su lanza y rompió el círculo de runas, apenas lo suficiente para abrir una fisura. Y Loki, con un gesto burlón, creó un espejismo que confundió a los guardias divinos. —Corre, pequeña fantasma —susurró el dios embaucador—. El cielo nunca fue solo de ellos. El cuerpo de Yurei ardía, pero la libertad era más fuerte que el dolor. Se levantó entre chispas de fuego divino, extendiendo sus alas translúcidas, y con un rugido que era mitad lamento, mitad desafío, se lanzó a través de la grieta abierta. Los dioses clamaron. Rayos y cadenas intentaron alcanzarla, pero las sombras de Hades la protegieron, el escudo de Atenea desvió los golpes, y las ilusiones de Loki confundieron el espacio mismo. Entre caos y relámpagos, Yurei atravesó el firmamento, dejando tras de sí un eco de campanas rotas. Al fin, el cielo nocturno la recibió de nuevo. No como prisionera, sino como fugitiva, como sobreviviente. Se alzó sobre las estrellas, sintiendo el viento celeste recorrerla, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad. Atenea apareció en un destello de plata, mirándola con serenidad. —No abuses de esta oportunidad, Yurei. Si vuelves a caer, nadie podrá salvarte. Hades emergió de la penumbra, su voz grave como la tumba: —El mundo necesita fantasmas que recuerden a los dioses lo que ellos olvidaron. Esa será tu lugar. Y Loki, como siempre, se limitó a reír, desvaneciéndose en chispas de fuego verde: —Nos veremos pronto, pequeña transgresora. La rebeldía te sienta bien. Así, contra toda sentencia, **Yurei Veyrith volvió al cielo**. No como esclava ni como exiliada, sino como un recordatorio viviente de que incluso los dioses pueden ser desafiados. Y desde ese día, su nombre quedó escrito entre susurros prohibidos, en las plegarias de los mortales que soñaban con tocar el cielo. El juicio había sido brutal, una tormenta de voces divinas que rugían contra ella. Las cadenas de luz aún ardían en su piel, recordándole que no era bienvenida ni en el cielo ni en el inframundo. Pero cuando Atenea rompió el sello, cuando Loki distorsionó las formas del tribunal y Hades abrió un camino entre las sombras, Yurei no voló hacia el firmamento. **Eligió la caída.** El cielo se desgarró como un espejo roto, y ella descendió en espiral entre relámpagos y fuego. La Tierra la llamó como un corazón latiendo bajo sus pies. Su cuerpo atravesó la noche y emergió en un bosque, donde los árboles temblaron al sentir la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese mundo. Cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, jadeante. Su respiración era vapor plateado, y sus alas translúcidas se disolvieron en la bruma. El aire olía a lluvia y tierra, un contraste absoluto con el mármol estéril del tribunal celestial. —Aquí pertenezco —susurró, acariciando el suelo con los dedos—. Entre ellos. Entre los mortales. No estaba sola. Una sombra se materializó a su lado. Hades, aunque no podía quedarse, le había dejado un fragmento de su poder: una gema oscura que palpitaba como un corazón. —Con esto podrás esconderte de los ojos del Olimpo. Úsalo bien, Yurei. La gema se incrustó en su piel como si siempre hubiera sido parte de ella. Y de inmediato, el lazo que la ataba al juicio se desvaneció. Poco después, entre los árboles, una figura esbelta emergió: **Atenea**, envuelta en luz de luna, se inclinó hacia ella. —Te salvamos, pero el precio es alto. No podrás regresar al cielo. Zeus jamás lo permitiría. Aquí tendrás tu segunda oportunidad, y también tu mayor peligro. Y en un destello, desapareció. El viento cambió, y con él llegó la risa burlona de **Loki**, que se deslizó como un espejismo sobre la superficie del río cercano. —Oh, pequeña fugitiva. Ahora el tablero es tuyo. Haz temblar la Tierra, enamora, destruye, vive… Yo vendré a mirar el caos cuando menos lo esperes. Y también se desvaneció, dejando tras de sí el aroma a humo y azufre. Yurei permaneció sola bajo la noche. Pero no era una soledad amarga: era libertad. El rumor del bosque la acogía, los mortales dormían en sus aldeas cercanas, ajenos a que un espíritu caído caminaba de nuevo entre ellos. Con pasos lentos, empezó a andar hacia las luces lejanas de un pueblo. No sería fácil: la vigilarían, la cazarían, y los dioses no olvidarían. Pero había vuelto al único lugar donde su corazón podía latir. La Tierra era su condena, pero también su refugio. Y, mientras la bruma cubría el cielo, **Yurei Veyrith sonrió con la certeza de que ningún castigo divino le arrebataría jamás su deseo de vivir como humana**.0 turnos 0 maullidos
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- 🐾 El Día de las Bestias EternasFandom MitologicaCategoría OriginalEl Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.
En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
Todas aguardan en silencio.
El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.
El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.
Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
una roja por la furia,
una negra por la noche,
y una blanca por la lealtad.
A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.
Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:
“Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”
Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.
Albina da un paso adelante.
De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.
Entonces, las puertas del salón se abren.
Una marea de luz y sombras invade el aire.
Comienza el Desfile de los Fieles.
Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.
Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
No impone dominio, sino presencia.
A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.
El desfile se extiende durante horas eternas.
Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.
Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
No hay condena. No hay dolor.
Solo respeto.
Solo comunión.
El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.
Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
El Inframundo ha cambiado.
Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.
Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.El Inframundo despierta con un murmullo antiguo. Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar. Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos. Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje. Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad. En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul. Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento. Todas aguardan en silencio. El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva. Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras. El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra. A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza. Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue. En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas: una roja por la furia, una negra por la noche, y una blanca por la lealtad. A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo. Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol. Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas. Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia: “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas. Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas. Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono. Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas. Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.” Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón. El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo. Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente. Albina da un paso adelante. De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo. La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre. El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio. Entonces, las puertas del salón se abren. Una marea de luz y sombras invade el aire. Comienza el Desfile de los Fieles. Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos. Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua. Sus pasos resuenan como tambores lejanos. Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante. Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse. Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera. Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso. Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención. No impone dominio, sino presencia. A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad. Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa. Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal. El desfile se extiende durante horas eternas. Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes. Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje. Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene. Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino. Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono. No hay condena. No hay dolor. Solo respeto. Solo comunión. El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz. El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida. En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente. Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen. Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro. El Inframundo ha cambiado. Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión. Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad: que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana. Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.TipoIndividualLíneasCualquier líneaEstadoDisponible0 turnos 0 maullidos
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- Hades y yo nos estamos preparando para la próxima competencia espero y deseo con el corazón ganar el primer lugarHades y yo nos estamos preparando para la próxima competencia espero y deseo con el corazón ganar el primer lugar6 turnos 0 maullidos1
- Aun no se que tipo de regalar a hades quizas , una de mis bromas.Aun no se que tipo de regalar a hades quizas , una de mis bromas.0 turnos 0 maullidos
- Ain mi tio Hades, me siento vacio entienden?Ain mi tio Hades, me siento vacio entienden?3 turnos 0 maullidos2
- La verdad es que hades , es muy difícil saber que cosas de gusta no es como su hermano Zeus .
¡¿Que difícil?!La verdad es que hades , es muy difícil saber que cosas de gusta no es como su hermano Zeus . ¡¿Que difícil?!0 turnos 0 maullidos - Entonces ...... Hades , me dejara contruir un parque le diversciones ¿en el inframundo? , solo prinsaro las almas ya no se aburridian tanto .Entonces ...... Hades , me dejara contruir un parque le diversciones ¿en el inframundo? , solo prinsaro las almas ya no se aburridian tanto .0 turnos 0 maullidos1
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