• Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    | Buenas!

    Como sigo un poco perdida en este lugar y no se muy bien donde situar al PJ, antes de subir el #DiezCosas aclarar que Nia se mueve entre la escuela Xavier y la base de Los Vengadores, ya que por historia pasada colabora con ellos (y se lleva muy bien con todo el mundo, ha conocido a casi todos los héroes del UCM).

    Si alguien quiere abrir algún starter o planear alguna trama chula ya sabe donde encontrarme :)

    Y en estos días intentaré pasarme por todos los perfiles de los que os tengo agregados para dejar una mención chiquita, hay que ser siempre cortés :3
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  • El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender.

    Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas.

    Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación.

    Kazuo ...

    El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable.

    Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado.

    Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes.

    Y aun así, ella lo había negado.

    Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba.

    Había decidido por él.

    No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo.

    Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar.

    Salvarlo fue una condena compartida.

    Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio.

    Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello.

    Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria.

    Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible.

    Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido.

    El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino.

    Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
    El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender. Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas. Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación. [8KazuoAihara8]... El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable. Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado. Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes. Y aun así, ella lo había negado. Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba. Había decidido por él. No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo. Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar. Salvarlo fue una condena compartida. Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio. Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello. Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria. Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible. Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido. El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino. Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
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  • Los hermanos mayores tenemos un don... Podemos golpear a nuestros hermanos menores sin dejar una cicatriz alguna.
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  • El café estaba listo. La mujer que había tocado a su puerta, sentada en el sofá. Mediana edad, probablemente sólo una ama de casa.

    —Debería demandar a la revista por seguir dando mi dirección a todo el que pregunta —dijo él, luego bebió de su taza y dejó la otra en la mesa de centro.

    —Frederick no puede separarse de Sofía —la mujer se atrevía a hablar por fin. Levantó su cabeza para ver los cansados ojos del docente.

    —¿Disculpe? —

    —Frederick y Sofía tienen que quedarse juntos. No puede separarlos —ella habló con total seriedad.

    —¿De verdad vino usted aquí, a la casa de un completo extraño, a las once de la noche, a decir esto? —

    Increíble. Las amas de casa son algo fascinante.

    —¡No puede separarlos! ¡No puede, Frederick la ama, yo lo sé! —se había puesto de pie. Tomó al profesor por la camisa, lo sacudió un poco. —¡No los separe! —

    —Oiga, señora… se está tomando esto muy en serio, ¿no cree? —

    Sólo era un trabajo de medio tiempo escribiendo historias románticas en una revista para amas de casa. ¿Qué tan malo podía ser? Ah, parece que Sawajiri pecó de ingenuo. Otra vez. ¿Cuántas iban en el mes?

    —¡No los separe, no se atreva! —las manos femeninas volvieron a sacudirlo.

    —¡Frederick es un mujeriego, él no ama a nadie más que a sí mismo! —vociferó él. Oh, no, ¿se lo estaba tomando en serio también?

    —¡Cállese, usted no sabe nada de Frederick! —ella lo sacudió más todavía.

    —¿De qué carajo habla? ¡Yo creé a Frederick y a Sofía! —

    —¡No me importa! Él la ama y puede cambiar, las otras son sólo diversión —y no dejaba de sacudirlo.

    —¡Abra los ojos, señora! Los hombres como Frederick no cambian. Le pide perdón cuando la caga, y días después se está cogiendo a otra. Sofía va a perdonarlo una y otra vez, y en quince años, cuando esté llena de hijos, estrías y sueños inconclusos, él va a decirle que se descuidó y la dejará por una más joven. ¿Es eso lo que usted quiere para Sofía? —

    Los ojos de la mujer se abrieron de par en par, luego huyeron de la mirada masculina. La camisa soltó, parecía no saber qué hacer ahora con sus manos. Como un ruidoso juguete al que de pronto se le terminaron las baterías, la energía, se había apagado.

    —Señor, ¿usted cree que Sofía es tonta? —un tono más apagado, casi como un susurro, usó la ella.

    —¿…Eh? —

    —Sofía lo sabe. Ella sabe todo eso, y está dispuesta a sacrificarlo todo. Su vida, su futuro, sus sueños, todo. Porque ella… —

    —¿Porque ella lo ama? —

    —Porque ella… —volvió a mirarlo. Sus ojos luchaban por contener las lágrimas, unas que parecían tener mucho tiempo guardadas. —…es sólo una ama de casa. Una ama de casa con la esperanza de que, quizás sólo esta vez, la historia sea distinta. Porque es lo único que le queda—.

    Silencio. Largo, incómodo, asfixiante silencio.

    —¿Sabe algo, señora? —se encargó él de terminar el silencio. —Tal vez… Frederick sí puede cambiar—.
    El café estaba listo. La mujer que había tocado a su puerta, sentada en el sofá. Mediana edad, probablemente sólo una ama de casa. —Debería demandar a la revista por seguir dando mi dirección a todo el que pregunta —dijo él, luego bebió de su taza y dejó la otra en la mesa de centro. —Frederick no puede separarse de Sofía —la mujer se atrevía a hablar por fin. Levantó su cabeza para ver los cansados ojos del docente. —¿Disculpe? — —Frederick y Sofía tienen que quedarse juntos. No puede separarlos —ella habló con total seriedad. —¿De verdad vino usted aquí, a la casa de un completo extraño, a las once de la noche, a decir esto? — Increíble. Las amas de casa son algo fascinante. —¡No puede separarlos! ¡No puede, Frederick la ama, yo lo sé! —se había puesto de pie. Tomó al profesor por la camisa, lo sacudió un poco. —¡No los separe! — —Oiga, señora… se está tomando esto muy en serio, ¿no cree? — Sólo era un trabajo de medio tiempo escribiendo historias románticas en una revista para amas de casa. ¿Qué tan malo podía ser? Ah, parece que Sawajiri pecó de ingenuo. Otra vez. ¿Cuántas iban en el mes? —¡No los separe, no se atreva! —las manos femeninas volvieron a sacudirlo. —¡Frederick es un mujeriego, él no ama a nadie más que a sí mismo! —vociferó él. Oh, no, ¿se lo estaba tomando en serio también? —¡Cállese, usted no sabe nada de Frederick! —ella lo sacudió más todavía. —¿De qué carajo habla? ¡Yo creé a Frederick y a Sofía! — —¡No me importa! Él la ama y puede cambiar, las otras son sólo diversión —y no dejaba de sacudirlo. —¡Abra los ojos, señora! Los hombres como Frederick no cambian. Le pide perdón cuando la caga, y días después se está cogiendo a otra. Sofía va a perdonarlo una y otra vez, y en quince años, cuando esté llena de hijos, estrías y sueños inconclusos, él va a decirle que se descuidó y la dejará por una más joven. ¿Es eso lo que usted quiere para Sofía? — Los ojos de la mujer se abrieron de par en par, luego huyeron de la mirada masculina. La camisa soltó, parecía no saber qué hacer ahora con sus manos. Como un ruidoso juguete al que de pronto se le terminaron las baterías, la energía, se había apagado. —Señor, ¿usted cree que Sofía es tonta? —un tono más apagado, casi como un susurro, usó la ella. —¿…Eh? — —Sofía lo sabe. Ella sabe todo eso, y está dispuesta a sacrificarlo todo. Su vida, su futuro, sus sueños, todo. Porque ella… — —¿Porque ella lo ama? — —Porque ella… —volvió a mirarlo. Sus ojos luchaban por contener las lágrimas, unas que parecían tener mucho tiempo guardadas. —…es sólo una ama de casa. Una ama de casa con la esperanza de que, quizás sólo esta vez, la historia sea distinta. Porque es lo único que le queda—. Silencio. Largo, incómodo, asfixiante silencio. —¿Sabe algo, señora? —se encargó él de terminar el silencio. —Tal vez… Frederick sí puede cambiar—.
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  • — ¿crees que es demasiado revelador? quizás debería usar otra cosa... o quizás deba dejarlo para usarlo en otros momentos...
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  • Conviviendo entre mortales:
    La maestra Mei.
    Earthrrealm — Fangjiang.

    (Autoconclusivo)

    Una mañana, Mei descendió al corazón de la aldea en busca de provisiones. El mercado bullía con vida, entre risas, regateos y el sonido de los morteros machacando hierbas. Tras adquirir lo necesario, se detuvo frente al antiguo templo del pueblo. Allí, entre incienso y cintas de oración, se rendía culto a los dioses... en especial a su padre.

    Observó en silencio las ofrendas de frutas, flores, estandartes y pequeñas estatuillas de Fujin. El respeto y devoción que los aldeanos le profesaban la conmovía profundamente. Él, el dios de los vientos, el guardián de las tormentas suaves y los susurros del cielo… era amado. Y lo merecía. Él era cálido, risueño, protector. Más cercano al corazón humano que su hermano Raiden, cuya severidad inspiraba temor más que afecto.

    Mientras meditaba, un grupo de niños se acercó, curiosos. Uno de ellos, un niño de cabellos revueltos y sonrisa astuta, le preguntó:

    —¿Tú también vienes a pedirle cosas a los dioses?

    Mei despertó de sus pensamientos y les regaló una sonrisa serena.

    —Sí… también yo pido cosas, aunque a veces solo vengo a dar las gracias.

    —¡Yo también le pido cosas al dios Fujin! —dijo el pequeño con entusiasmo—. A veces me escucha… otras no tanto.

    —Mi abuela dice que hay que dejarle dulces si quieres que te escuche siempre —agregó una niña, muy convencida.

    Mei rió suavemente.

    —¿Quieren escuchar una historia sobre los dioses?

    Un coro de voces al unísono exclamó: “¡Sí!”

    Y así, los condujo hasta la sombra de un gran cerezo, no muy lejos del templo. Allí se sentaron, y Mei, con voz dulce y clara, comenzó a relatar las aventuras que había presenciado en los salones celestiales. Habló de dragones y estrellas, de batallas que no dañaban y de danzas de viento sobre las montañas. Omitía su nombre, pero dejaba que su alma se filtrara entre las palabras.

    Los niños, embelesados, regresaban cada día. Al principio por las historias, luego por las preguntas, más tarde por el conocimiento. Mei, al ver su sed de saber, decidió que su hogar debía acoger esa nueva misión.

    Junto al jardín, construyó un salón pequeño, cálido y perfumado con flores. Colgó dibujos de animales, mapas del cielo, frases de sabiduría. Cuando estuvo listo, llevó a los niños allí, y sus ojos se iluminaron. Desde entonces, cada mañana, se sentaban con ella a aprender, a preguntar, a imaginar.

    Y así, sin saberlo del todo, Mei dejó de ser solo la sanadora… para convertirse en maestra.

    Porque enseñar también era sanar.

    Y bajo el mismo cielo, donde antes fue hija de un dios, ahora era guía de pequeñas almas humanas.
    Conviviendo entre mortales: La maestra Mei. Earthrrealm — Fangjiang. (Autoconclusivo) Una mañana, Mei descendió al corazón de la aldea en busca de provisiones. El mercado bullía con vida, entre risas, regateos y el sonido de los morteros machacando hierbas. Tras adquirir lo necesario, se detuvo frente al antiguo templo del pueblo. Allí, entre incienso y cintas de oración, se rendía culto a los dioses... en especial a su padre. Observó en silencio las ofrendas de frutas, flores, estandartes y pequeñas estatuillas de Fujin. El respeto y devoción que los aldeanos le profesaban la conmovía profundamente. Él, el dios de los vientos, el guardián de las tormentas suaves y los susurros del cielo… era amado. Y lo merecía. Él era cálido, risueño, protector. Más cercano al corazón humano que su hermano Raiden, cuya severidad inspiraba temor más que afecto. Mientras meditaba, un grupo de niños se acercó, curiosos. Uno de ellos, un niño de cabellos revueltos y sonrisa astuta, le preguntó: —¿Tú también vienes a pedirle cosas a los dioses? Mei despertó de sus pensamientos y les regaló una sonrisa serena. —Sí… también yo pido cosas, aunque a veces solo vengo a dar las gracias. —¡Yo también le pido cosas al dios Fujin! —dijo el pequeño con entusiasmo—. A veces me escucha… otras no tanto. —Mi abuela dice que hay que dejarle dulces si quieres que te escuche siempre —agregó una niña, muy convencida. Mei rió suavemente. —¿Quieren escuchar una historia sobre los dioses? Un coro de voces al unísono exclamó: “¡Sí!” Y así, los condujo hasta la sombra de un gran cerezo, no muy lejos del templo. Allí se sentaron, y Mei, con voz dulce y clara, comenzó a relatar las aventuras que había presenciado en los salones celestiales. Habló de dragones y estrellas, de batallas que no dañaban y de danzas de viento sobre las montañas. Omitía su nombre, pero dejaba que su alma se filtrara entre las palabras. Los niños, embelesados, regresaban cada día. Al principio por las historias, luego por las preguntas, más tarde por el conocimiento. Mei, al ver su sed de saber, decidió que su hogar debía acoger esa nueva misión. Junto al jardín, construyó un salón pequeño, cálido y perfumado con flores. Colgó dibujos de animales, mapas del cielo, frases de sabiduría. Cuando estuvo listo, llevó a los niños allí, y sus ojos se iluminaron. Desde entonces, cada mañana, se sentaban con ella a aprender, a preguntar, a imaginar. Y así, sin saberlo del todo, Mei dejó de ser solo la sanadora… para convertirse en maestra. Porque enseñar también era sanar. Y bajo el mismo cielo, donde antes fue hija de un dios, ahora era guía de pequeñas almas humanas.
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  • [ Fragmento del pasado ] > Los sepultados

    — Los condene a la victoria y como cambio sus cuerpos se pudren metros bajo tierra. Algunos enteros y otros en pedazos, pero ahí todos juntos adornando este eterno cementerio de espadas, escudos o lanzas.

    ¿Para qué?.
    ¿Por un reino que no se preocupa por su gente?.
    ¿Para extender nuestro dominio?.
    ¿Cuál fue el fin de todo esto si los cerdos en la mesa hacen un festín?.
    Fue como escupir sus muertes y pisotear su recuerdo.

    Estoy cansado del emperador.
    Debería morirse de una buena vez... Debería. Debería morirse.

    Debería...
    Debería...
    DEBERÍA DEJAR DE RESPIRAR.

    Por ustedes mis hombres.
    Por el pueblo que sufre.
    Por la violencia que llevo a mi madre al final ...
    [ Fragmento del pasado ] > Los sepultados — Los condene a la victoria y como cambio sus cuerpos se pudren metros bajo tierra. Algunos enteros y otros en pedazos, pero ahí todos juntos adornando este eterno cementerio de espadas, escudos o lanzas. ¿Para qué?. ¿Por un reino que no se preocupa por su gente?. ¿Para extender nuestro dominio?. ¿Cuál fue el fin de todo esto si los cerdos en la mesa hacen un festín?. Fue como escupir sus muertes y pisotear su recuerdo. Estoy cansado del emperador. Debería morirse de una buena vez... Debería. Debería morirse. Debería... Debería... DEBERÍA DEJAR DE RESPIRAR. Por ustedes mis hombres. Por el pueblo que sufre. Por la violencia que llevo a mi madre al final ...
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  • ༒☬реконструкция☬༒

    𝐒𝐢 𝐦𝐢 𝐦𝐞𝐦𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐧𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐮𝐯𝐢𝐞𝐫𝐚 𝐭𝐚𝐧 𝐣𝐨𝐝𝐢𝐝𝐚, 𝐧𝐨 𝐨𝐥𝐯𝐢𝐝𝐚𝐫í𝐚 𝐭𝐮 𝐧𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝐩𝐞𝐪𝐮𝐞ñ𝐚... 𝐋𝐨 𝐬𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐬𝐨.

    La gata pareció entender, de una forma casi imposible. Su hocico cálido se deslizó por su mejilla antes de dejar una breve lamida en la punta de su nariz. Un gesto simple. Calmante. Como si buscara aplacar el caos que llevaba dentro.

    Ser secuestrado. Torturado con una crueldad que su cuerpo aún recordaba. Y encima, perder años enteros de memoria.
    No era solo molesto. Era una forma distinta de tortura.

    Un fracaso. Absoluto.

    Kiev no reaccionó hasta que el felino cruzó la puerta. Solo entonces apartó la mirada, ya enturbiada, y se dejó caer en el sillón de la sala. Sentía cada parte de su cuerpo como una carga. La cabeza fue hacia atrás con un suspiro que no aliviaba nada. Su mano apretó el bastón con fuerza. No por necesidad… por obstinación. Por mantenerse en pie.

    No pensaba depender de él por mucho tiempo. El cuerpo sanaría. Lento, sí, pero constante. Y en cuanto estuviera listo, lo dejaría atrás. Como todo lo demás.

    La habitación se mantuvo en silencio. Pero su mente, no.

    Las palabras de Ryan aún flotaban en el aire. Pegajosas. Incómodas. Como moho sobre las paredes.

    "había alguien"

    Un chasquido seco interrumpió sus pensamientos: el nudillo golpeando sin querer la parte metálica del bastón.

    ¿Algo más? ¿Él? ¿Kiev?

    La idea le resultaba irrisoria. Incluso ofensiva.

    Había vivido entre pólvora, sangre y mentiras demasiado tiempo como para haberse creído capaz de anhelar algo así. Un futuro. Una vida compartida. No era el tipo de hombre que buscaba vínculos. O eso creía.

    ¿Y por qué demonios no lo recordaba?

    La imagen de Ryan regresó con su mezcla de culpa y agotamiento. No parecía estar fingiendo. Y eso lo hacía más difícil de aceptar.

    Porque si era verdad…

    Entonces alguien se había acercado.
    Demasiado.
    Había estado dentro.
    Y lo había dejado.

    El pecho ardía. No de dolor físico. Era algo más crudo, más oscuro. Una furia muda, dirigida a una figura sin rostro. A una presencia que se sentía como una amenaza… y, al mismo tiempo, como una ausencia que dolía más de lo que admitía.

    "Te abandonó apenas pudo."

    Por supuesto.
    Era lógico.
    ¿Quién se quedaría con alguien como él?

    Y sin embargo, algo se resistía. Una sensación difusa. Una idea de paz que alguna vez pudo haber tenido. Un eco. Inalcanzable. Tan leve como un susurro entre ruinas.

    Chasqueó la lengua, molesto consigo mismo. Hurgar en el pasado no traía nada. Especialmente cuando estaba podrido. Mejor dejarlo enterrado.

    Se incorporó. Cada músculo se quejaba, pero no se detuvo. Caminó hacia el ventanal. La luz de la tarde se apagaba poco a poco, como si el día también quisiera olvidar.

    —Estás muerto, Kiev —murmuró con voz baja—. Lo que vino antes no importa.

    Tenía que seguir. Mantenerse firme. Retomar el control de lo que quedaba.

    Rubí se había ido quien sabe donde. Marcos solo le dejó informes de personas que el italiano había mandado. Según Ryan, eran figuras clave en su vida antes del secuestro.

    Ahora solo eran desconocidos en papeles sin alma.

    Pero debía comenzar por ahí.

    Poner orden. Recordar lo que pudiera.
    Después de todo, esto no era un juego.
    Y en la mafia, la ignorancia era una condena.
    ༒☬реконструкция☬༒ 𝐒𝐢 𝐦𝐢 𝐦𝐞𝐦𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐧𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐮𝐯𝐢𝐞𝐫𝐚 𝐭𝐚𝐧 𝐣𝐨𝐝𝐢𝐝𝐚, 𝐧𝐨 𝐨𝐥𝐯𝐢𝐝𝐚𝐫í𝐚 𝐭𝐮 𝐧𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝐩𝐞𝐪𝐮𝐞ñ𝐚... 𝐋𝐨 𝐬𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐬𝐨. La gata pareció entender, de una forma casi imposible. Su hocico cálido se deslizó por su mejilla antes de dejar una breve lamida en la punta de su nariz. Un gesto simple. Calmante. Como si buscara aplacar el caos que llevaba dentro. Ser secuestrado. Torturado con una crueldad que su cuerpo aún recordaba. Y encima, perder años enteros de memoria. No era solo molesto. Era una forma distinta de tortura. Un fracaso. Absoluto. Kiev no reaccionó hasta que el felino cruzó la puerta. Solo entonces apartó la mirada, ya enturbiada, y se dejó caer en el sillón de la sala. Sentía cada parte de su cuerpo como una carga. La cabeza fue hacia atrás con un suspiro que no aliviaba nada. Su mano apretó el bastón con fuerza. No por necesidad… por obstinación. Por mantenerse en pie. No pensaba depender de él por mucho tiempo. El cuerpo sanaría. Lento, sí, pero constante. Y en cuanto estuviera listo, lo dejaría atrás. Como todo lo demás. La habitación se mantuvo en silencio. Pero su mente, no. Las palabras de Ryan aún flotaban en el aire. Pegajosas. Incómodas. Como moho sobre las paredes. "había alguien" Un chasquido seco interrumpió sus pensamientos: el nudillo golpeando sin querer la parte metálica del bastón. ¿Algo más? ¿Él? ¿Kiev? La idea le resultaba irrisoria. Incluso ofensiva. Había vivido entre pólvora, sangre y mentiras demasiado tiempo como para haberse creído capaz de anhelar algo así. Un futuro. Una vida compartida. No era el tipo de hombre que buscaba vínculos. O eso creía. ¿Y por qué demonios no lo recordaba? La imagen de Ryan regresó con su mezcla de culpa y agotamiento. No parecía estar fingiendo. Y eso lo hacía más difícil de aceptar. Porque si era verdad… Entonces alguien se había acercado. Demasiado. Había estado dentro. Y lo había dejado. El pecho ardía. No de dolor físico. Era algo más crudo, más oscuro. Una furia muda, dirigida a una figura sin rostro. A una presencia que se sentía como una amenaza… y, al mismo tiempo, como una ausencia que dolía más de lo que admitía. "Te abandonó apenas pudo." Por supuesto. Era lógico. ¿Quién se quedaría con alguien como él? Y sin embargo, algo se resistía. Una sensación difusa. Una idea de paz que alguna vez pudo haber tenido. Un eco. Inalcanzable. Tan leve como un susurro entre ruinas. Chasqueó la lengua, molesto consigo mismo. Hurgar en el pasado no traía nada. Especialmente cuando estaba podrido. Mejor dejarlo enterrado. Se incorporó. Cada músculo se quejaba, pero no se detuvo. Caminó hacia el ventanal. La luz de la tarde se apagaba poco a poco, como si el día también quisiera olvidar. —Estás muerto, Kiev —murmuró con voz baja—. Lo que vino antes no importa. Tenía que seguir. Mantenerse firme. Retomar el control de lo que quedaba. Rubí se había ido quien sabe donde. Marcos solo le dejó informes de personas que el italiano había mandado. Según Ryan, eran figuras clave en su vida antes del secuestro. Ahora solo eran desconocidos en papeles sin alma. Pero debía comenzar por ahí. Poner orden. Recordar lo que pudiera. Después de todo, esto no era un juego. Y en la mafia, la ignorancia era una condena.
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  • **Bar "La cantera nublada", 10:47 p.m.**

    La lluvia apenas tocaba el toldo oxidado del bar, un rincón olvidado en los márgenes de la ciudad. John, vestido de civil —jeans oscuros, camiseta gris, chamarra sin logotipos— se sentaba solo en la barra, girando el vaso de whisky con indiferencia fingida. Las gotas de sudor no eran del alcohol ni del clima. Eran del hombre que acababa de entrar.

    El detective.

    Era joven, con la cabeza completamente rapada y gafas oscuras que no se quitaba ni dentro del local. Caminó con una calma letal, como si supiera exactamente a quién buscaba… y ya lo hubiese encontrado.

    Se sentó a tres asientos de John.
    —Whisky, solo. Nada barato —ordenó con voz firme.
    John no giró la cabeza. No lo necesitaba. Lo *sentía*.

    —No se ve seguido por aquí —dijo el detective tras un sorbo, mirando a John.
    —Solo de paso. Trabajo en mantenimiento industrial… turnos raros —respondió John con una sonrisa neutral.
    —Mantenimiento, claro… —el detective sonrió, pero no de forma amistosa—. ¿A qué clase de fábricas las llaman a la 1 a.m., con patrullas de fondo?

    Un escalofrío se le coló por la espalda. *Demasiado directo*, pensó.

    John mantuvo la compostura.
    —Las que tienen accidentes feos. Usted sabe, químicos, vidrios rotos… cosas que no quiere que el sindicato vea.
    —¿Y qué clase de accidente deja rastros de sangre en tres habitaciones separadas, sin reportes oficiales?
    —¿Perdón?
    —Olvídelo… solo hablaba en voz alta —el detective sonrió de nuevo, esta vez mostrando dientes.

    John bebió un sorbo largo. Su cabeza ya iba tres pasos adelante: *No sabe nada sólido, pero está tanteando terreno. Tal vez encontró residuos. Tal vez vio cámaras. ¿O solo está probando suerte?*

    —Interesante corte de cabello el suyo —comentó John, cambiando de tema con un gesto amistoso—. Siempre pensé que los detectives usaban sombrero.
    —Algunos sí. Yo prefiero ver mejor.
    —¿Incluso en la oscuridad?
    —Especialmente —respondió, bajando lentamente las gafas por primera vez.

    Un par de ojos oscuros como pozos lo miraron fijo. Sin emoción. Solo cálculo.

    John sintió que si se quedaba un minuto más, iba a dejar de ser "el civil simpático" para convertirse en "el sujeto de interés".
    Así que sonrió, pagó el trago y se levantó.
    —Bueno, detective… fue un gusto. Me esperan los turnos mal pagados y las fugas de cloro.
    —Estoy seguro de que nos volveremos a ver —dijo el detective, sin girarse.
    —Espero que no —respondió John, y se marchó caminando con naturalidad… pero cada paso pesaba más.

    **Fuera del bar, bajo la lluvia, su mente trabajaba rápido.**
    *¿Por qué él?
    El patrón, la forma en que miraba. No buscaba evidencia. Buscaba *errores humanos*. Y John acababa de darle uno: su presencia en esa zona, esa noche.

    Se perdió entre la niebla y las luces parpadeantes. Tomó rutas distintas, pasó por dos callejones y se cambió la chamarra en una lavandería abierta 24 horas. En menos de quince minutos, era un transeúnte más.

    *“Ese no era un encuentro casual. Él ya sabía. No todo… pero lo suficiente como para oler algo muerto… algo que yo dejé atrás.”*

    John desapareció en la noche.
    Pero sabía que esa mirada lo encontraría de nuevo.
    Y la próxima vez, no bastaría con una sonrisa.
    **Bar "La cantera nublada", 10:47 p.m.** La lluvia apenas tocaba el toldo oxidado del bar, un rincón olvidado en los márgenes de la ciudad. John, vestido de civil —jeans oscuros, camiseta gris, chamarra sin logotipos— se sentaba solo en la barra, girando el vaso de whisky con indiferencia fingida. Las gotas de sudor no eran del alcohol ni del clima. Eran del hombre que acababa de entrar. El detective. Era joven, con la cabeza completamente rapada y gafas oscuras que no se quitaba ni dentro del local. Caminó con una calma letal, como si supiera exactamente a quién buscaba… y ya lo hubiese encontrado. Se sentó a tres asientos de John. —Whisky, solo. Nada barato —ordenó con voz firme. John no giró la cabeza. No lo necesitaba. Lo *sentía*. —No se ve seguido por aquí —dijo el detective tras un sorbo, mirando a John. —Solo de paso. Trabajo en mantenimiento industrial… turnos raros —respondió John con una sonrisa neutral. —Mantenimiento, claro… —el detective sonrió, pero no de forma amistosa—. ¿A qué clase de fábricas las llaman a la 1 a.m., con patrullas de fondo? Un escalofrío se le coló por la espalda. *Demasiado directo*, pensó. John mantuvo la compostura. —Las que tienen accidentes feos. Usted sabe, químicos, vidrios rotos… cosas que no quiere que el sindicato vea. —¿Y qué clase de accidente deja rastros de sangre en tres habitaciones separadas, sin reportes oficiales? —¿Perdón? —Olvídelo… solo hablaba en voz alta —el detective sonrió de nuevo, esta vez mostrando dientes. John bebió un sorbo largo. Su cabeza ya iba tres pasos adelante: *No sabe nada sólido, pero está tanteando terreno. Tal vez encontró residuos. Tal vez vio cámaras. ¿O solo está probando suerte?* —Interesante corte de cabello el suyo —comentó John, cambiando de tema con un gesto amistoso—. Siempre pensé que los detectives usaban sombrero. —Algunos sí. Yo prefiero ver mejor. —¿Incluso en la oscuridad? —Especialmente —respondió, bajando lentamente las gafas por primera vez. Un par de ojos oscuros como pozos lo miraron fijo. Sin emoción. Solo cálculo. John sintió que si se quedaba un minuto más, iba a dejar de ser "el civil simpático" para convertirse en "el sujeto de interés". Así que sonrió, pagó el trago y se levantó. —Bueno, detective… fue un gusto. Me esperan los turnos mal pagados y las fugas de cloro. —Estoy seguro de que nos volveremos a ver —dijo el detective, sin girarse. —Espero que no —respondió John, y se marchó caminando con naturalidad… pero cada paso pesaba más. **Fuera del bar, bajo la lluvia, su mente trabajaba rápido.** *¿Por qué él? El patrón, la forma en que miraba. No buscaba evidencia. Buscaba *errores humanos*. Y John acababa de darle uno: su presencia en esa zona, esa noche. Se perdió entre la niebla y las luces parpadeantes. Tomó rutas distintas, pasó por dos callejones y se cambió la chamarra en una lavandería abierta 24 horas. En menos de quince minutos, era un transeúnte más. *“Ese no era un encuentro casual. Él ya sabía. No todo… pero lo suficiente como para oler algo muerto… algo que yo dejé atrás.”* John desapareció en la noche. Pero sabía que esa mirada lo encontraría de nuevo. Y la próxima vez, no bastaría con una sonrisa.
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  • —Ugh... —ds un sorbo lento a su té— dormí un par de semanas... o unos minutos en tiempo abismal, que es básicamente lo mismo, ¿no? —Tiny, su tentáculo, asiente con entusiasmo— Pero, ¡wow! el mundo sigue girando sin mi... Ya los sacrificables–ejem–seguidores se olvidaron del culto... ni una visita al templo, ni un 'sacerdotisa, ¿Puedo ofrecerle mi alma como snack?', nada —suspiro exagerado— ¿Tan difícil era mantener el altar decorado o dejar un plato de galletitas para cuando volviera? ¡El silencio en el templo era tan profundo que hasta los fantasmas se aburrieron y se fueron! —sniff sniff— todo cambia demasiado en poco tiempo, ¿no?
    —Ugh... —ds un sorbo lento a su té— dormí un par de semanas... o unos minutos en tiempo abismal, que es básicamente lo mismo, ¿no? —Tiny, su tentáculo, asiente con entusiasmo— Pero, ¡wow! el mundo sigue girando sin mi... Ya los sacrificables–ejem–seguidores se olvidaron del culto... ni una visita al templo, ni un 'sacerdotisa, ¿Puedo ofrecerle mi alma como snack?', nada —suspiro exagerado— ¿Tan difícil era mantener el altar decorado o dejar un plato de galletitas para cuando volviera? ¡El silencio en el templo era tan profundo que hasta los fantasmas se aburrieron y se fueron! —sniff sniff— todo cambia demasiado en poco tiempo, ¿no?
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